Coincidiendo con los cuatro siglos de la primera edición de la primera parte del Quijote, Juan Francisco Ferrer me pidió colaborar en el volumen colectivo "El Quijote, instrucciones de uso" en el que se daba a un puñado de narradores la oportunidad de fabular en torno al mundo del personaje cervantino. Reescribí con la ineludible torpeza el capítulo final del Quijote basándome en la premisa arbitraria de que la realidad era fantástica, siendo por tanto reales los gigantes y los caballeros y los prodigios que Alonso Quijano el Bueno leía en los libros de caballería, y que su locura consistía en ver gigantes donde realmente había molinos. El resultado es éste.
Como las cosas humanas no sean eternas,
yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin,
especialmente las vidas de los hombres; y como la de Alonso Quijano no tuviese
privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y
acabamiento cuando él menos lo penaba; porque, o ya fuese de la melancolía que
le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo
ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama, en los
cuales fue visitado muchas veces del Arzobispo, del Maestre y del Nigromante,
sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Estos, creyendo ser la causa de su padecimiento la tristeza que para él había
supuesto saber a Aldonza Lorenzo condenada a ser, por mala merced del mago
Frestón, lo que en la realidad y a pesar de los desvaríos de Alonso Quijano
siempre había sido, es decir, una altiva princesa, hacíanle propuestas de salir
de nuevo a la ventura para mostrarle cómo de grata podía ser la vida pastoril y
al claror del aire en la que églogas y madrigales servirían al abatido
caballero a recuperar el juicio que desde hacía confusos meses le faltaba,
empeñado como estaba en contradecir a todos con sus ocurrencias necias de
desmentir su origen y valía afirmando ser un simple hidalgo algo más pobre que
rico en vez de, como era notorio a ojos vista de sus muy numerosas hazañas que
honraban a la Mancha entera, esforzado caballero y espejo de paladines, como se
había encargado de difundir la voz de todos aquellos que habían sido testigos y
hasta fedatarios de sus descomunales hazañas, de entre las cuales algunos
autores señalan como la más arriesgada aquella en la que puso su vida al
tablero tomando armas a favor del noble Pentápolis del Arremangado Brazo en
contra de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana, si bien es verdad que esta
proeza realizó creyendo ser rebaños de ovejas las huestes que su diestra
deshizo y casi le deshicieron.
Alonso Quijano, pues, renunciando a su verdadero nombre, prez de la manchega república y más aún del glorioso orbe del Campo de Montiel, al tiempo que rechazaba con disparatadas sinrazones su muy alta cuna y censuraba su heráldico lecho ornado de heroico blasón que motejaba de incómoda yacija del todo ajena a las sábanas de Holanda que su acabado cuerpo cubrían, tomándolas por desmadejadas arpilleras, daba en repetir ser su condición la de un hidalgo de harto menguado patrimonio y a cuyo cuidado estaban encomendadas una honesta y recatada, amén de humilde, sobrina y una sobria ama, siendo la verdad que su estancia e enfermedad se ubicaba en no otro lugar que el celebérrimo alcázar del caballero Don Quijote de la Mancha, ya que tal era su gracia, alrededor de cuyas enhiestas y airosas torres rondaban gerifaltes y otras aves de afilado perfil y de altanería, en cuyas almenas flameaban al aire guerreras insignias a la vez que un tropel de pajes y mozos de corte, vestidos de finísimo raso carmesí tejido en los remotos talleres de Golconda, daban tiernos ayes de pesar por la maladía e su señor y dirigían al indulgente cielo emocionadas plegarias por la salvación del caballero, al que ni la amena compaña y los doctos consejos del Maestre Sansón Carrasco, ni siquiera las piadosas observaciones del Arzobispo, ni mucho menos los arcanos conjuros y bálsamos destilados por el Nigromante Gadifer de Arimatea, servían para elevarle el ánimo que hora a hora parecía languidecer, postrado como estaba desde el momento en que el médico de la corte sugirió atender la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro aún mayor del afrontado en sus hazañas que por el universo mundo corrían.
Y así se sucedieron cinco días y cinco
noches con sus plegarias, preces y lamentos, con los llantos tristísimos de la
sobrina y del escudero fiel, los cuales veían extinguirse lentamente a la flor
y ejemplo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo, quien parecía
no tener otro deseo que el de tener a la cabecera de su lecho a su señora
Aldonza Lorenzo, aunque fuese bajo la advocación de Dulcinea del Toboso, a
causa del maléfico encantamiento del que era objeto la dama, pidiendo el
caballero, a fin de paliar la ausencia de Dulcinea, la presencia de la blanca
figura que habría de cerrar sus ojos y conducirle al pálido reino del que jamás
se vuelve. Las horas se hicieron lentas y Febo aminoró su carrera por sobre los
cielos para permitir llegar a la cámara doliente a los caballeros que deseaban
socorrer, como era su pío deber, al paladín al que, indefenso, las fiebres
devoraban, y así llegaron a la estancia del desfalleciente enamorado Durandarte
para otorgarle su corazón como ofrenda, Rolando el leal que viene a ofrecerle
su guante izquierdo, el que los ángeles de Nuestro Señor le dejaron en la pugna
del paso de Roncesvalles, y llegó también Perceval trayendo en su diestra el
Grial Santo que había servido para sanar de su mal al Rey Pescador, y concurrió
Tristán el Loco con la copa de su elixir llena esta vez de unas gotas de agua
del Leteo arrebatadas en fiera pugna a una tropilla de demonios de amargo
color, y llegó Fierabrás con su bálsamo famoso, y llegó Bartual de Lusitania
con el costado herido del que manaba ámbar y que, mezclado con la sangre de un
dragón, resucitaba a los que dormían el sueño de la muerte. Fueron horas de
silencio profundo, tan triste era la faz de don Quijote de la Mancha y tanto el
arrobamiento y turbación de los caballeros que llegaban, espantados y mucho del
aspecto del héroe, al que pertenecía la única voz que oírse podía en la sala,
invocando el nombre de Dulcinea y el de la muerte, clamando a grandes gritos,
poco creíbles en un hombre de su estado y condición, a grandes y temblorosos
gritos ¡Aldonza!, ¡Aldonza!, ¡Aldonza Lorenzo!, gritos a los que sólo respondía
el batir de alas de los gerifaltes alrededor de las torres y de la legión de
ángeles que buscaban el alcázar de don Quijote para recoger su alma en el
momento de expirar.
Lentamente la altiva ciudadela fuese
despoblando de visitantes que fueron partiendo, en silencio, con el espíritu
sombrío y el más fiero pesar en el corazón, para buscar a Dulcinea
del Toboso, prisionera del hechicero Frestón, y traerla a la presencia de don
Quijote, que no admitía réplica ni disputa en cuanto a reclamar a su lado a la
dama a la que, en su desvarío, en medio de tan grande máquina de disparates,
daba el nombre de Aldonza Lorenzo, a la que, según señalaba a los pares que a
su lecho se acercaban, podrían encontrar en el Toboso, empeñada en amasar pan o
cebar cerdos, y puede que hasta en dar solaz a gañanes.
Como fuese que los encantamientos,
se tratase ya del de la reina Ginebra, del de la dueña Quintañona o éste de
Dulcinea del Toboso, tienen por norma el de ser complicados y difíciles de
remediar, no hubo manera de que los nobles y errantes caballeros dieran con la
dama de la que era cautivo servidor y asendereado caballero don Quijote de la
Mancha, con lo que se fue acercando más raudo de lo que aconsejaría la
clemencia divina el aciago día en que el caballero habría de montar a lomos de
un corcel bruno hacia el reino en el que moraban los más venturosos y
desdichados caballeros y en cuyas celestes extensiones San Jorge bendecía a los
que con virtuosa muerte y aún más virtuosa vida merecen llegar a tal lugar.
Viendo que don Quijote daba
muestras de un paulatino olvido del que era ejemplo el no acordarse de la
batalla que contra treinta o más gigantes había tenido creyendo ser aquellos
molinos en vez de enfurecidos jayanes, el Maestre Sansón Carrasco mandó concurrir
junto al enfermo a un escribano para que dictase su testamento. Entró el
escribano con los demás; y después de haber hecho la cabeza del testamento y
ordenado su alma Don Quijote, con todas aquellas circunstancias que se
requieren y vienen al caso, llegando a las mandas, dijo:
— Item, es mi voluntad que de
ciertas promesas que hice a mi leal escudero Sancho Panza de otorgarle el gobierno de una ínsula o cualquier otro
territorio que por mí fuese conquistado, ordeno se le dé el reino de la ínsula
llamada Barataria para que haga de ella el buen gobierno que sin duda hará. Mas
si resultase que no ha habido ni habrá caballeros andantes en el mundo, como es
mi creencia a pesar de los avisos y recriminaciones que de contino se me hacen
de ser yo un caballero en vez del hidalgo llamado Alonso Quijano, en ese caso,
digo, en el de que la realidad se adecue a mi creencia profunda de que nunca
abatí gigantes, dragones, grifos ni aun leones, como vanamente todos me quieren
hacer creer, en ese caso, ordeno se le den a mi fiel Sancho Panza aquellos
dineros que sean encontrados en mi poder en el momento de expulsar mi suspiro
postremo.
—¡Oh señor, señor! Por quien Dios
es, que vuesa merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas
vaciedades, que le tienen menguado y descabalado el sentido, respondió Sancho
rompiendo en lágrimas, que es vuesa merced el más fino y enamorado caballero
andante que ha andado las siete partidas del Mundo.
Y diciendo Sancho esto oyose a lo
lejos el plañir pesaroso de las trescientas damas que en la corte de la dulce
Francia velaban por él, siendo la que más temía la pérdida de tan noble
caballero doña Alda. Y oyéronse también los clarines y atambores de los
caballeros que hacia él volvían trayendo a doña Dulcinea del Toboso aunque
todavía bajo los efectos del hechizo, y escuchose asimismo el rugir de cien
dragones que sentían abrirse de tristeza sus corazones, y lloraban treinta mil
pajes vestidos de oro y pedrería que en todos los soberbios palacios desde
Argamasilla a la Persia rezaban por su alma, y mil princesas enfermaban de
tristeza y ardía el corazón del valiente Durandarte y de la herida de Gadifer
de Arimatea manaba la amargura de la hiel porque sabían que sólo podrían, ya,
verlo difunto y sin que Dulcinea, que contemplaba su rostro reflejado en las
lágrimas que llenaban el santo grial, pudiese consolar al caballero que moría.
— Señores, dijo don Quijote, no se
hagan tantos plantos, pues es sólo un cristiano más el que aquí expira.
Apacigüen sus ánimos, que aquí se entrega a Dios Nuestro Señor Alonso Quijano o
don Quijote de la Mancha, sea cual sea el nombre que vuestras mercedes tengan a
bien otorgarme aunque crean que yo vencí reinos, enamoré princesas, humillé
tiranos y rendí fortalezas.
Y con tales sentencias y consejos
fue otorgando su testamento, dejando bajo la protección del Maestre y el
Arzobispo a su sobrina y ama, ahora desmayadas y cuidadas por el Nigromante en
la sala del Trono en la que ya un catafalco se elevaba, guarnecido de marfiles
y damascos y poetas y sombríos juglares preparaban endechas, elegías y
epitafios.
— Item, suplico a los dichos
señores mis albaceas que si la buena suerte les trajere a conocer al autor que
dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título “De cómo Alonso
Quijano cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte”, de mi parte le
pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que, sin yo pensarlo,
le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe;
porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos”.
Cerró con esto el testamento y los
ojos, pues tomándole un desmayo, quedó todo inerte y tendido en el lecho.
Alborotáronse todos ya que el alma del caballero parecía a punto de
desprenderse de su envoltura mortal mientras el quejido de los luctuosos
clarines se acercaba ya a los baluartes que rodeaban el palacio y ciudadela de
don Quijote, y los gerifaltes perdían en el cielo el color de sus ojos y sus
figuras se detenían inmovilizadas en el azar de su vuelo, y aullaban los
pesarosos lebreles que antaño acariciaba el caballero, y rugían por última vez
los dragones que morían de dolor, y temblaban las fieles damas de la corte de
Francia, y Amadís de Gaula, silencioso en cortejo, lloraba dulcemente y volvía
a llamarse Beltenebros, y el valeroso Bartual de Lusitania hallábase de súbito
convertido en un orífice hebreo de nombre Mordecai Malarrama, y Dulcinea la
bella siente caer lágrimas sobre su corazón transido y se siente morir y pide
que no plazca a Dios, a sus santos ni a sus ángeles que siga viva después de
don Quijote, y el cielo se vuelve oscuro y la luna se torna negra y baja sobre
el sol, en el jardín del palacio los lirios y las rosas se deshacen en ceniza y
la melancolía golpea los pechos de los caballos, los ojos de los caballeros, la
herida de Gadifer de Arimatea de la que
un día brotó miel y ahora brotan lágrimas, la voz de Perceval que pide
clemencia para el caballero, que pide sea llevado a otros labios el Grial que
tiembla de tristeza.
La tierra tembló, las piedras se
rajaron, Don Quijote, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron,
dio su espíritu... quiero decir que se murió.
Los hombres miraron hacia la
ventana, la luz entraba por ella y directamente daba sobre el rostro del
muerto. Al otro lado, los cerdos hozaban entre las sobras de la comida.
[Publicado en Juan Francisco Ferré, ed.: El Quijote. Instrucciones de uso. Ediciones de Aquí, Benalmádena, 2005, volumen 2, pp. 195-203]
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