jueves, 29 de marzo de 2012

Seis contra una

[En 2007, a punto de cerrarse la lista de las nueve siete Maravillas del Mundo, propuse a los colaboradores de "Vivir la Cultura" su propia y personal lista. Recupero aquí la mía, tal como se publicó en Sur el 6 de julio de 2007]
Las putas puertas del puto infierno. Am Israel, jai!

Dado que la maravilla, según los diccionarios, no es sólo lo que se admira sino lo que asombra, conviene incluir en esta lista personal un aviso para la memoria, una causa de asombro y señal para las generaciones futuras, un recordatorio de lo peor de lo que es capaz de llegar el género humano.  Así, entre tanto motivo de asombro, conviene añadir el campo de exterminio de Auschwitz, para que su presencia nos persuada de volver a alcanzar ese horror sin límite.
Por otra parte, aprendida la lección del valor supremo del respeto a la vida, a las vidas, se añaden a esta nómina:
-         “Laudate Dominum”, pieza dentro del conjunto titulado “Vesperae solemnes de confessore”, de Wolfgang A. Mozart. Hay una armonía en esta breve composición de poco más de 4 minutos, para orquesta, soprano y coro, que es en sí misma una puerta de comunicación con la belleza más trascendente y pura.
Con Cecilia Bartoli. Maravilla sobre maravilla

-         “Léolo”, película canadiense de 1992, dirigida por Jean-Claude Lauzon en el que los sueños, las artes, el fulgor fugaz de los sentidos, pueden ser los últimos resortes del protagonista para huir de la locura, de la miseria cotidiana. El final no es feliz, pero no importa el final.
La obra maestra, íntegra.
107 minutos de amargas congoja y ternura

-         “Ulises”, poema del británico, y victoriano, Lord Tennyson. En su vejez, Ulises  reflexiona su vida:  De nada sirve que viva como un rey inútil / junto a este hogar apagado, entre rocas estériles, / el consorte de una anciana [...]”. Y decide lanzarse de nuevo a la incertidumbre, al esfuerzo heroico junto a sus antiguos compañeros: A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar / de que no tenemos ahora el vigor que antaño / movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: / un espíritu ecuánime de corazones heroicos, / debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida / a combatir, buscar, encontrar y no ceder.
-         La catedral de Saint Paul en Londres. La tumba de su arquitecto, Wren, en el interior del templo, indica en su epitafio que si el visitante busca un monumento basta con que mire a su alrededor. No miente ni defrauda. Pocos templos son tan perfectos como éste.

-         “Ofelia” (1851-52), pintura de John Everett Millais. Drama y romanticismo, tensión y misticismo, tragedia y poesía, materia y espíritu. Todo ello a partes iguales y con excepcional técnica prerrafaelista.

-     Casco histórico de Colonia del Sacramento (Uruguay). Patrimonio de la Humanidad desde 1995, es el lugar soñado para descansar entre calles empedradas, muros viejos tras los que asoman glicinas y un río con vocación de mar que impone una cobertura tenue y amistosa para garantizar la paz de quien a tal paisaje se acoja. 

miércoles, 28 de marzo de 2012

La transfiguracíón de Jorge Rando

Jorge Rando: Maternidades, 1997-2006
Sala de Exposiciones Unicaja (Italcable), c/ Calvo s/n
Hasta el 21 de julio de 2007

    La madre, el hijo. El abrazo, la protección. La dulzura. Maternidad. El desamparo. Raro caso el de esta exposición, tan recomendable, de Jorge Rando. El artista, rico en energía y en valor, no ha querido ofrecer una colección de estampas amables en este muestrario de escenas maternales. Tampoco ha querido lanzar una tormenta de rayos negros, de dolor amargo, sobre los ojos de los visitantes. Tampoco se trata de eso. En todo caso, es de ese tipo de pintura, de ese tipo de artistas, que admite tantas lecturas como miradas. En todo caso, algo claro hay en estas pinturas de formato medio que se expanden de pura energía: una honestidad raras veces vista, una voluntad irrenunciable de pintar sin que ese hecho se convierta en fuente de tormentos ni de éxtasis, sino en una tarea interminable, una condena de Sísifo, un destino lleno de tubos de óleo, de ojos ansiosos por ver más allá. Siempre más allá. Rando es un artista extraño por lo titánico, alguien que en términos musicales estaría más cerca de Beethoven que de los minués de salón. Un pintor que no precisa disfrazar de símbolos sus telas. No hay aquí composiciones forzadas en su elaboración, sino los elementos mínimos, fugaces, pasajeros, de los cuerpos, apresados en un momento inestable en el que la carne se atreve a destellar antes de arder. Transfiguración, sí. Antes de que todo se borre, y sea ausencia u oscuridad, esas madres e hijos se vuelven, amenazados pero no amenazantes, hacia el espectador, nos dirigen una mirada última de asombro o pesadumbre, o simplemente, en las escenas de grupos, nos dan la espalda y se alejan lentamente en una tarde que todos hemos vivido.


Jorge Rando: Maternidad, 2001

     Jorge Rando es malagueño, pero su pintura no es conocida como se debiera en esta ciudad suya. Tal vez esa empecinada voluntad en no quedarse en las apariencias, en su insumisión a las normas de lo decorativo, de lo ameno sin más, hayan supuesto bazas en contra. Pero acérquense a esa nave industrial que es a la vez un barco invertido y una capilla severa que es la sala Italcable. Atrévanse a asomarse a los espejos de Jorge Rando. Una belleza terrible, de fuego y sombra, nos aguarda en sus cuadros de violenta dulzura que duele.  

Ártículo publicado en diario Sur el 29 de junio de 2007

lunes, 26 de marzo de 2012

Signo de los tiempos

[Artículo sobre Épica publicado en diario Sur el 15 de junio de 2007 con motivo del VIII Centenario de la redacción del Poema de Mío Cid]

El Cid es ahora un torero. Al menos, sigue manejando la espada. Pero si vamos al que sentó las bases de nuestra literatura , tal vez por la distancia que de él nos separa, por el castellano primitivo en que está escrito o por el abuso de su figura en la cultura española, en la que comparece lo mismo en la letra del republicano Himno de Riego o campa por sus respetos en la retórica del franquismo, es un personaje y una obra literaria que concitan pocas simpatías en el lector de ahora, siglo XXI de computadoras y cambalache, botellón y tele.

Estatua del Cid en Buenos Aires

Ahora, la épica ha quedado relegada, para el común de los mortales, a las crónicas deportivas (y a veces ni eso, con un Málaga que da poco para proezas y mucho para llorosas elegías) o las hambrunas de un puñado de famosos abandonados en una isla. A lo más, si miramos a nuestro alrededor buscando equivalencias de nuestro pionero cantar de gesta nos encontraremos con un subgénero literario que se llama fantasía épica, conocido también como “espada y brujería”, que se dirige a los adolescentes y que se fundamenta en la trilogía de J. R. R. Tolkien resucitada y masificada gracias al cine: “El Señor de los Anillos”. Aunque Tolkien, profesor en la Universidad Oxford, era un fino conocedor de la épica europea, sus continuadores se basan en la fabulación del profesor y no en sus fuentes, entre las que se cuenta Beowulf, poema épico inglés del siglo VIII al que dedicó una conferencia en 1936.


Idem en Burgos

Es el signo de los tiempos. El realismo, cuando no el costumbrismo, han aniquilado la Épica, confinada a las películas de acción o las tardes de domingo en los estadios. No nos mueven los grandes principios, el ímpetu heroico de Aquiles el de la cólera funesta o el tesón del piadoso Eneas. Y es de temer que el resonar pesado del cuerno Olifante sólo despierte en Francia a los votantes de Le Pen, que siguen practicando el culto de Juana de Arco como encarnación de sus virtudes patrias. Tal vez sea eso, la apropiación de los héroes por parte de los fascismos del siglo XX, con los Nibelungos esta vez con camisa parda, y las huestes del Cid con ropajes azules, lo que haya apartado del gusto general esa recia veta de la cultura que es la épica en todas sus manifestaciones. Aunque dentro de esa corriente se encuentren frutos tan deliciosos como la llamada “materia de Bretaña” o literatura artúrica, readaptada y puesta al día también por los autores de “fantasía épica”, las descacharrantes novelas de caballería (un par de ellas siguen leyéndose incluso con cierto fervor popular en Valencia y Cataluña: “Tirant lo Blanc” y “Curial e Güelfa”) o los poemas épicos cultos que intentaban reactualizar los valores de la épica de griegos y romanos y que tomaron formas deslumbrantes como La Divina Comedia de Dante, el Orlando Furioso de Ariosto, La Araucana de Alonso de Ercilla, la Jerusalén Liberada de Torquato Tasso o El Paraíso Perdido de John Milton.


El otro Cid

Todos estos hitos literarios tienen en común la narración de los hechos de personajes dotados de capacidades y valores, e incluso naturaleza, diferentes de los demás. Sus hazañas son el tema de todos estos poemas como lo es el caso de Rodrigo Díaz de Vivar. Este retrato de personajes ejemplares por su valor y perseverancia es, a la vez, el género fundador de toda literatura, como lo atestiguan el Poema de Gilgamesh, que puede remontarse incluso al año 2750 a. d. C., muchos de los libros de la Biblia o las obras monumentales de la India: el Mahabharata y el Ramayana. Tan importante tradición, milenaria, sin embargo, no se ha roto como tal hasta muy recientemente. Basta con leer el Martín Fierro del argentino José Hernández para tener la sensación de encontrarnos con otro Cid, gaucho, sentencioso y renegado, que sirva de modelo y espejo para los argentinos. Tal vez sea la eclosión de la cultura de masas, la aparición del cine y la televisión, para que otros héroes hayan llegado hasta nosotros. Puede que Spiderman, Superman o los personajes de la Guerra de las Galaxias sean los que expresan el viejo espíritu épico. Todo, para que ocho siglos después, se hable de espadas falsas y el Cid prefiera despojarse de la cota de malla y se vista de luces.

viernes, 23 de marzo de 2012

Catódico y sentimental

Dabadabadabadá (sí, sirve como mantra)

       Mis recuerdos son de un comedor en Málaga donde había un televisor, gritos unánimes de madres por los balcones las mañanas de los sábados proclamando, como amantes muecines, “¡el programa infantil”, y la riada infantil que subía hacia los salones estrechos, los ojos como platos ante Torrebruno y sus chaquetas rojas, ante las zalamerías sado-maso de Paula Gardoqui, lo que quisieran echarnos entonces y que cada tarde tras la escuela era “La casa del reloj”, Pedro Meller nombrando a Marta, Popi y Manzanillo e invitando a mirar por la ventana ovalada.
La Casa del Reloj

Eso era antes de que llegara “Un globo, dos globos, tres globos”  que era una modernez, igual que los Teleñecos, que terminaban por cansar, y eso era lo bueno o lo malo de la democracia, que con Franco muerto, y visto en la tele el rancio funeral y el desfile bonito de caballos ante el recién rey un rato después, pues ya no había la cosa aquella de los rombos, tapados con un papelito en una esquina, por si colaba la trampa, y como en la antigua Grecia de cuando Homero la chavalería se convertía en poetas improvisados, en primorosos narradores épicos, que con la cosa de la cadena única, antes del UHF, no había otro tema de conversación que la peli dejada sin ver por padres rigurosos, y había alguien que entonces decía “canta, diosa, del pelópida  Aquiles la cólera funesta, y de cómo al comienzo un coche blanco y de los grandes se para delante de una casa americana con jardín y buzón de esos raros, y se baja una mujer con botas altas, sombrero y unas gafas negras, y su pelo es claro y largo, y llama a la puerta y un hombre le abre mientras ella saca del bolso una pistola con un silenciador, y...”. Así, en esos tiempos de barrio y mataduras en las rodillas, pudieron nacer tantos escritores, por el placer de contar y adornar, de darse a valer porque se conocía una historia que los demás ignoraban. Pero el tiempo, ah, el tiempo, la pelusilla del bozo bajo la nariz, Victoria Vera con sus pechos en blanco y negro ocultos por las barbas de Fernando Guillén, “Judith” de Jean Giraudoux, dato erudito de erotómano adolescente, los programas de nochevieja con platós que parecían el interior de las bolas que se agitan y cae una lluvia de purpurina, Valerio Lazarov que estás en los cielos, cuánto escote sicodélico, cuánta piel para los sueños, la voz de mi madre diciendo “esto en color tiene que ser precioso” y cuando el Mundial de Argentina pudo comprobar que sí, que estaba muy bien “El hombre y la tierra” con el águila culebrera de color águila culebrera. Y las noches de otra vida, con Iñigo los martes desde el Florida Park, Lola Flores buscando el zarcillo caído entre claveles, y Uri Geller que no me arregló ningún reloj porque yo no tenía reloj, ni pude retorcer ninguna cuchara, pero de pronto Alfonso del Real se ponía a lucir un pelucón de colores, “Sumarísimo”, con el ballet de Don Lurio, que no era el Ballet Zoom ni tenía a Giorgio Aresu ni a Bob Nico. 


Don Lurio y el Ballet Zoom

 Y José Luis Fradejas con traje con chaleco, toma elegancia, presentaba los sábados “La juventud baila” dentro de “Aplauso” y, sí, ríanse, una tarde recorrí todos los quioscos de Huelin buscando la revista Aplauso. Porque, en el fondo, somos lo que recordamos, lo que hemos visto, la España de los Botejara, Herta Frankel y la perrita Marilyn, el retaco de Mariano Medina, el gangoseo de Alfonso Sánchez, la audiencia ha decidido que debe abandonar la casa María José Galera, no lloréis que me voy a casar con ella, ¿pero quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?, gritos como ¡Todo el mundo al suelo!, ¡Arriba la Esteban!, restos remotos de memoria que nos llevan al tiempo en que todos los patos se llamaban Saturnino y los niños eran amigos de canguros, osos o delfines.

Artículo inédito, escrito en 2007
con motivo del cincuentenario de la televisión en España

La Revolución Cultural (y yeyé)

            Si una imagen de la cultura popular resume el frenesí de los años 60, la “década prodigiosa”, es, más allá que la cabeza de Kennedy estallando, o los astronautas llegando a la luna, la de las adolescentes gritando ante el paroxismo, pura histeria incondicional y absoluta entrega, ante los Beatles. Sí, los 60 fueron los años de la emergencia de la juventud como factor social alrededor del cual se creó una industria y una mitología propias. Sin gritos, pero igualmente con devoción, se lucieron las imágenes de Che Guevara, joven Cristo revolucionario. Pero si alguna escena hay que buscar entonces, hace 40 años ya, en que la histeria y la política se posesionaban del cuerpo de los jóvenes, hay que dirigir la mirada a la China de entonces, con las muchedumbres de jóvenes guardias rojos agitando el sucinto breviario que era, y es, el famoso Libro Rojo de Mao mientras el viejo Gran Timonel saludaba a la fervorosa multitud en la Plaza de Tianamén.

Cambiad el librito rojo por un teléfono móvil
(al sonriente de arriba se le puede dejar: no desentona)
y la imagen sería actual


            Hablamos de la Revolución Cultural, de lo que fue, de sus objetivos, desarrollo y brutalidad. Aún hoy, aquel episodio remoto sigue obsesionando a sus víctimas y a sus verdugos. No hay más que ver las intensas películas de Zhang Yimou, el director de cine chino más aclamado en Occidente, para contemplar cómo el fantasma de aquellos años, a partir de aquellas primaveras y veranos infinitos de hace cuarenta años, sigue agitando la conciencia y las pesadillas del pueblo chino y concitando entre los intelectuales de izquierda una reflexión sobre aquel monumental y cruento fracaso.

Dicen que el texto proclama
"Criticad el viejo mundo y construid uno nuevo
con el pensamiento de Mao Tse-Tung
como arma". Septiembre de 1966

            Ya en 1960, el presidente Mao anunció la llegada de una “revolución cultural” destinada a eliminar los “cuatro viejos”: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Hasta 1964 no empezarían a verse los primeros síntomas de este cambio con la abolición de los grados dentro del ejército; en mayo de 1966 aparecieron los primeros “dazibaos” (periódicos murales) denunciando el oportunismo y proponiendo las primeras víctimas, y el día 16 Mao firmará un decreto en el que ordena "Seguir las consignas del camarada Mao Tse-tung, denunciar sin concesiones la posición burguesa reaccionaria de las autoridades académicas que se oponen al partido y al socialismo, condenar y repudiar las ideas burguesas reaccionarias en el campo del trabajo intelectual, la educación, el periodismo, la literatura, el arte y la prensa, y tomar las riendas de estos ámbitos culturales". Estas consignas levantarían inmediatamente a los jóvenes, que se veían ante un horizonte chato en un país abocado al desastre, y por lo tanto prestos a la acción, que terminarán de manifestar su predisposición a ser los actores de este cambio el 3 de junio de 1966 con la marcha, por décimo día consecutivo, de centenares de miles de jóvenes por las calles de Pekín pidiendo la puesta en marcha del decreto que prometía el gran cambio, consiguiendo la dimisión del alcalde de la ciudad y de diversas autoridades universitarias y vitoreando al presidente. Lo que parecía una llamada a crear una nueva cultura, algo que sólo podía agradar a la intelectualidad europea que buscó ocasionar algo parecido con los disturbios parisinos de mayo del 68 (coincidiendo con la efervescencia del fenómeno chino), terminó siendo una pesadilla. El maoísmo sigue vivo en Nepal, donde una guerrilla de esa ideología intenta derribar una monarquía estúpida, y estuvo vivo hasta hace poco en Perú, con las hazañas delirantes de ese grupo de iluminados (y tanto que terminaron cegados por su propia oratoria) que se llamó Sendero Luminoso. Tras la promesa de Mao no había sino un intento de reafirmar su régimen a través de la acción de los 13 millones de jóvenes guardias rojos, ocultando los fracasos económicos que habían llevado a la muerte por hambrunas de millones de compatriotas. Todo lo que pudiera sonar a revisionismo, es decir, a crítica sobre quien había llevado al enorme país tan cerca del abismo, sería objeto de la furia revolucionaria.


Chino jugándose los puntos del carnet (del partido)

            Esta destrucción creativa se quedó en mera destrucción. Por poner un ejemplo, se destruyeron todos los pianos de China por ser instrumentos occidentales, y excepto cuatro óperas chinas consideradas como auténticamente revolucionarias, fueron prohibidas. No sólo el resto de las fascinantes y fantásticas óperas chinas, sino también absolutamente todas las óperas occidentales. Los monumentos que exaltaban a gobernantes anteriores y, por lo tanto, antirrevolucionarios, fueron destruidos. Las personas vestidas a la manera occidental (es decir, que no llevaran lo que todavía se conoce como “traje Mao”) fueron golpeadas. Los creyentes en cualquier religión dentro de la China atea, fueron exterminados. Los miembros de las minorías étnicas, perseguidos. Se buscaba una autarquía cultural extremista. China para los chinos, y para los chinos sólo cultura china y revolucionaria. Algo así. Desde el poder, para mostrar que se estaba de parte de esa revolución dentro de la revolución, se alentaba esta convulsión que no se quedó en lo meramente cultural. Miles, millones, de personas, fueron obligadas a autoinculparse de crímenes imaginarios, de discrepancias con la nueva línea del Partido, para ser encarcelados, linchados o ejecutados. Algo muy parecido a lo sucedido en la Unión Soviética durante las purgas de Stalin en los años 30. Es más, en búsqueda de la reeducación, y castigo, de los considerados como redimibles, se envió a multitud de intelectuales a trabajar la tierra en comunas agrarias en las que el control no difería mucho de los métodos del camarada Stalin o del mismo Hitler. Esta nueva esclavitud no quería solamente renovar el país, sino también hacerlo reflotar en su economía. Algún politólogo caracterizó al despotismo oriental por la unión de superpoblación e infra-alimentación. Algo así es lo que sucedió a partir de 1966.
Lo que acojona amilana
es la explosión nuclear al fondo (y a la izquierda)

            A mediados de julio Mao se hizo filmar y fotografiar nadando para mostrar que el viejo líder (tenía entonces 72 años) seguía en forma. Tanto, que la prensa oficial dijo que lo había hecho cuadriplicando la velocidad de la plusmarca mundial. En agosto de ese año Mao Tse-Tung publicó su artículo “Bombardead el Cuartel General”. Este título no tardó en ser adoptado por la legión de jóvenes guardias rojos que lo usaron, junto al ramillete de citas revolucionarias de Mao reunidas en octubre para formar su Libro Rojo, como cimento para una arrogancia que no haría sino crecer. Ya no se trataba de poner bajo el dedo acusador, doblado alrededor del gatillo de un arma, a los cuadros del partido en todos sus estamentos, ni a los representantes de la caduca cultura burguesa occidental, sino también a padres y maestros. La escala de valores, efectivamente, se subvirtió, hasta el extremo de que llevar gafas podía suponer un peligro. Un aviso de “cuidado con ése, que a lo mejor lleva gafas por leer basura imperialista y capitalista”.

Si es que son como niños...

En abril de 1969, el IX Congreso del Partido Comunista Chino proclamó el fin de la revolución cultural proletaria, se reafirmó el papel moderador del ejército controlado por Mao y se designó como sucesor suyo a Lin Biao. Para entonces, decenas de millones de muertos eran el resultado de esa pretendida nueva cultura. Los ejecutores materiales de las matanzas, los guardias rojos,  fueron enviados a zonas aisladas del país de las que no pudieron regresar hasta la década de los ochenta. Al final, de tanta destrucción (Mao hizo suyo el viejo lema anarquista de “hay primero que destruir para poder construir”) lo que ha quedado son un puñado de películas y novelas que testimonian la barbarie juvenil del proceso y una extensísima serie de carteles, en un delirante estilo kitsch las más de las veces, que sirven como ejemplo de la infamia unida al candor, la cursilería tiñendo la rabia. Mejor estábamos aquí, gritando por los Beatles (e incluso por Los Brincos).

Artículo publicado en diario Sur el 18 de abril de 2007

lunes, 19 de marzo de 2012

Multicine España

Está próximo a inaugurarse el XV Festival de Málaga Cine Español. Recupero un artículo, con ánimos de intemporalidad, requerido sobre la edición de 2005 y que evoca, en mirada global sobre eso que llaman cine de España.
En la Sala 1, proyectan “El verdugo”, una tragicomedia dirigida por Luis García Berlanga en 1963. En la Sala 2, “Los tramposos”, una comedia de Pedro Lazaga estrenada en 1959. En la Sala 3, un musical dramático, “El último cuplé”, dirigido en 1957 por Juan de Orduña. En la Sala 4, “Arrebato”, un experimento hipnótico de Iván Zulueta que data de 1979. En la sala 5, en glorioso blanco y negro, “Viridiana”, la obra maestra dirigida en 1960 por Luis Buñuel. En la sala 6, “Malvaloca”, una comedia folclórica y muda de Benito Perojo y de 1926. Si cada una de las películas consideradas de oro por el Festival de Málaga se reunieran en un multicine,  ordenadas por el caprichoso criterio de la cronología de tal honor, entre 2005 con la feliz iniciativa de la octava edición del certamen y el actual 2010 en que se quiere redactar una película silente, ésta sería la hipotética cartelera de ese cine que en conveniente manera bautizamos como España en contraposición a la tónica dominante y al nombre que tuvo la primera sala múltiple de Málaga, y primera de su clase que desapareció, América Multicines.

            Ayer=hoy
Desde la voz de inestable arena removida de José Isbert hasta la gestualidad sin voz de los olvidados Lidia Hurtado y Manuel San Germán, entre la época de la dictadura del general Primo de Rivera en la que “Malvaloca” se estrenó y la democracia en la que surgió “Arrebato”, el cine español ha dado lugar a películas de oro, obras que en algunos casos son maestras y que en otros casos rozan la categoría, relatos fílmicos que nos honran y que sustentan el tambaleante prestigio de la cultura española. Es curioso, y sintomático, el resultado de asomarse a la hemeroteca para rastrear la historia de nuestro cine. Veamos un ejemplo: “Pese a nuestra situación geográfica privilegiada, la cinematografía en España no ha alcanzado el auge que de nuestros artistas y autores, de nuestro suelo y de nuestro ambiente, era dado esperar. Quienes luchan y trabajan porque el “séptimo arte” obtenga en España carta de naturaleza echan toda la culpa del fracaso al capital, a capital español, siempre cobarde para acometer empresas arriesgadas, encariñado en demasía con las tijeras y el cupón. Gira este problema dentro de un círculo vicioso, que las circunstancias hacen infranqueable. El capital no acude donde no hay mercado. El mercado no se obtiene sin darle un buen producto. El buen producto no se consigue sin la ayuda del capital. Y comiencen ustedes a darle vueltas”. Estas palabras, que pudieran haberse escrito hoy mismo fueron publicadas en el ABC el 21 de marzo de 1926 y las firma Ramón Martínez de la Riva. En el mismo artículo, lamenta, a propósito de la “película de oro” de este 2010, los métodos que el cine español que ha de emplear para lograr la atención del público: “En cambio de nuestro teatro poco eligen, y a lo poco que eligen tienen que añadirle efectos más o menos reprobables que refuercen la acción. Así ahora, que, según nuestras noticias, se ha llevado a la pantalla la “Malvaloca” de los Quintero, ha sido preciso llegar al “plato fuerte” que el cinematógrafo exige para compensar la pérdida de emoción en la escena muda, con aditamentos espectaculares, como la evocación de nuestras guerras coloniales en la escena de la fundición de las medallas del repatriado y de un ambiente de pasión y de celos del que da buena idea el título de “Malvaloca, o una mujer de tierras calientes” con que ha sido bautizada la adaptación cinematográfica de la célebre comedia quinteriana”.
Pioneros (Héroes) del silencio

            El oro de Málaga
El laberinto del tiempo nos lleva a orillas inesperadas, los vicios y carencias de nuestro cine son en 2010 los mismos que en 1926 (y eso que todavía estaba por llegar el crack del 29, precedente de esta crisis pegajosa de ahora, y las destrucciones de la guerra civil con su obligación de recurrir a la autarquía). De todos modos, el resultado de esa adaptación, con guerra colonial adosada, es magnífico, y “Los tramposos” es una delicia en la que se une la Picaresca española con la estética neorrealista y los métodos de supervivencia del franquismo cutre y pintoresco, del mismo modo que esa necesidad de pan y de cualquier medio para lograrlo, la España de Carpanta que vimos en “Los tramposos”, es el que subyace en la amarga fábula moral que es “El verdugo”, pero en cambio “El último cuplé” es la sublimación de la España eterna en su versión más folclórica, con toreros que mueren en la plaza y tonadilleras que evocan la grandeza (casi imperial) pasada, un musical de vistosos colorines con canciones para tararear en el taller o mientras se friega la casa. “Viridiana” y “Arrebato” (cuánto título de una sola palabra entre estas películas doradas) se alejan radicalmente de las lecturas simples y unívocas, son cargas de profundidad arrojadas sobre las retinas y las conciencias. La futilidad de las buenas intenciones, el fracaso de la caridad, la renuncia a la renuncia, la supervivencia voraz del deseo, son conceptos, sólo algunos, de los muchos que se agitan en la malvada película de don Luis Buñuel, púgil del celuloide y de las ideas. Con la película de Zulueta, ejemplo de lo que con prodigalidad se ha llamado “películas malditas”, nos adentramos en un territorio desconocido, en una regresión hacia la infancia y un ejercicio de exorcismo de las obsesiones. Rara y fascinante, “Arrebato” bebe de un río en el que se unen las aguas de “Drácula” de Bram Stoker, “El retrato oval” de Poe y hasta del universo Disney.
"Los tramposos"

El comienzo de "El Verdugo"

            Oro sobre plata
            Retomemos a Martínez de la Riva (aprovechemos la memoria histótrica para apostillar que fue asesinado durante la Guerra Civil por elementos de izquierda), que en 1928 agrupó varias de sus críticas cinematográficas con el título de “El lienzo de plata”. Y hagamos orfebrería, fijando sobre la plata de la pantalla el oro del mejor cine español. Es un ejercicio fascinante: jugar a seleccionar películas de oro entre cuantas ha producido la cinematografía patria. Junto a la que tal vez sea la mejor película de nuestra historia, la que mejor representa el ser español con sus esperanzas y frustraciones, “Bienvenido Mr Marshall” (1953) podrían agruparse el descarnado retrato documental de una familia que es “El desencanto” (1976) de Jaime Chávarri; “Amantes” (1991) de Vicente Aranda con su bajada a los infiernos de la pasión; “Remando al viento” (1988) de Gonzalo Suárez con un grito sobre una barca adentrándose en la niebla que atrapa la esencia del Romanticismo mejor que un millón de palabras; “Locura de amor” (1948) de Juan de Orduña por su reparto abrumador, su calidad como expresión suprema del cine historicista del Régimen y una Aurora Bautista maravillosa; “Morena Clara” (1936) de Florián Rey por ser la última chispa de felicidad antes del desastre; “La ciudad no es para mí” (1965), de Pedro Lazaga, por ser la película española más taquillera de los 60 y constituir un elocuente y costumbrista retrato del desarrollismo, y cuyo reverso amargo puede ser “El puente” (1977) de Juan Antonio Bardem; “Rojo y negro” (1942) de Carlos Arévalo por ser una película prohibida en la posguerra ¡por su mensaje falangista!, y con una Conchita Montenegro hipnótica; “La torre de los siete jorobados” (1944) por su carácter fantasmagórico y expresionista, y tan castizo a la vez, fruto de la genialidad de Edgar Neville; “El Sur” (1983) de Víctor Erice por ser la nostalgia serena y resignada, pero tan cálida, atrapada en una pantalla; “Abre los ojos” (1997) de Alejandro Amenábar por su tramposa y ambiciosa perfección; “Mi querida señorita” (1972) de Jaime de Armiñán aunque sólo fuera por la interpretación insuperable de José Luis López Vázquez; “¿Qué he hecho yo para merecer esto!” (1984) de Pedro Almodóvar por su forma de compaginar el exceso y lo inverosímil con la cotidianidad más chata; “La caza” (1966) de Carlos Saura por su austera metáfora, pero pegajosa y caliente, de la guerra civil; las dos joyas opuestas de Ladislao Vajda: “Marcelino Pan y Vino” (1955) por su ternura sacra lacrimógena y “El cebo” (1958) que vuelve insoportable recordar la confluencia entre un bosque y un títere. Que cada cual haga su lista arbitraria e intransferible. Cada año el Festival de Málaga añadirá un título. Mientras no cierre el Multicine España.
"Remando al viento"
El griton sagrado: 00:25-0:44
(olviden que es Hugh Grant y disfruten)

"El Arrebato"
 (no es un melenas que canta, sino la obra maestra completa)

Nuestra "Noche del cazador" nacional
 (y no, no se parecen, lo sé)

jueves, 15 de marzo de 2012

La vida feliz de la fábrica de conservas

El nombre imprime carácter, dicen. O lo exige. En las ciudades, hacen referencia a ríos, a montañas, a vergeles, a la inminencia del mar. En el caso de Málaga, no hay lugar para lirismos. Los comerciantes fenicios que aquí se asentaron nos dejaron un nombre que describía la actividad principal del lugar: Malaka, factoría de salazón de pescados. Este compromiso con la industria conservera se quedó en el Mundo Antiguo, cuando las vasijas de barro llevaban el gárum malagueño a los principales puntos, los más exigentes en sus gustos, del Mediterráneo.
Garum (piletas de)
bajo el Rectorado de la Universidad de Málaga

Ese origen modesto, práctico, comercial sin más, de una ciudad que se puede rastrear hasta el siglo VII antes de Cristo, ha forjado en sus habitantes un carácter que es consecuencia de su historia y que constituye el principal atractivo, la clave fundamental, para comprender y asumir el hecho malagueño. Aquí nunca oirá el forastero decir al malacitano que esta ciudad es, en hipérbole que tan general acogida tiene en otros lugares, “lo mejor del mundo”.
Aquí tenemos una excelente catedral, pero está incompleta; tenemos un interesante teatro romano, que es pequeño, tenemos dos fortalezas islámicas que distan de la majestuosidad de la Alhambra, tenemos restos fenicios y alguno bizantino, pero están bajo tierra y sin interés artístico, tenemos como orgullo ser cuna del sabio entre los sabios que fue el hebreo Salomón Ibn Gabirol y del creador entre creadores que se llamó Pablo Ruiz Picasso. Un acervo cultural, y patrimonial, destacable con un paisaje urbano que es de claro sabor decimonónico. Pero eso no nos hace engreírnos en localismos más o menos fundamentalistas. La experiencia de pasear por Málaga, de visitarla, es grata, amable, amena. Pero no es excepcional. Porque, y en esto estarán de acuerdo la gran mayoría de los malagueños, si bien Málaga no es la ciudad más hermosa del orbe, sí está entre las que se puede decir que “se vive como en ningún lado”.
La benignidad del clima, la aceptación de que el mar significa siempre apertura y disposición a que todo viajero tenga en esta orilla fácil acomodo (fenicios y griegos y cartagineses y romanos y bizantinos y árabes y cristianos buscaron tener Málaga como patria), la aceptación de lo que somos, resultado de la superposición de culturas, han conseguido que la vida en Málaga, en esta primigenia fábrica de conservas, se interprete como una de las Bellas Artes. Esa forma de ser, de estar, de saberse provincia, con su ritmo pausado y sin engreimiento, pero tan cargada de historia como si fuésemos la capital de un viejo y desaparecido imperio, da sentido a una filosofía vital, que es una mezcla de estoicismo y epicureísmo, que hace que da otorga carácter fríamente realista al retrato que, no de la ciudad sino de la vida en ella, evoca Vicente Aleixandre en su conocido y emocionado poema “Ciudad del paraíso” (“Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. / Colgada del imponente monte, / apenas detenida en tu vertical caída a las ondas azules…”).

Pero si no bastara con el atractivo de la vida aquí, conviene ofrecer algo más y que escasas ciudades poseen: la capacidad de reunir atractivos y épocas muy diversas en un recorrido de pocos metros. Dejando a nuestras espaldas el mar, el Mare Nostrum mítico de Roma y de Grecia, crucen el Parque de Málaga, del siglo XIX, tomen por calle Alcazabilla circundando el elegante Palacio de la Aduana, del siglo XVIII, encuentren a su lado el Teatro Romano del siglo I aposentado junto a la entrada de la Alcazaba árabe del siglo XI, que es a su vez custodiada por otra fortaleza musulmana, la de Gibralfaro, del siglo XIV, mientras al otro lado de la calle tienen la vieja Judería medieval, el Museo Picasso del siglo XXI, la iglesia de Santiago, del siglo XVI, para llegar a la Plaza de la Merced, del siglo XIX, con un obelisco funerario bajo el que reposan el general Torrijos y sus compañeros, mártires de la libertad, y en la que está abierta al público la Casa Natal de Picasso. Todo este vértigo de cultura y de siglos se da en escasos quinientos metros. Sin que los malagueños alardeen de esta riqueza, sin que dejen de primar la calidad de la vida, la pequeña vida cotidiana, sobre la calidad de nuestro patrimonio, de nuestro paisaje urbano. Pero si se quiere conjugar arte, historia y cultura con vida y emoción, la síntesis se da en estas calles en primavera. Se trata de la fastuosa y barroca Semana Santa, en la que el desfile de las imágenes sagradas (no las llamen pasos: aquí son tronos) a hombros de los hombres de trono (no los llamen costaleros) que los llevan meciéndolos rítmicamente, como si acunaran piadosamente tanto dolor y tanto drama, al compás de marchas procesionales, produce en el espectador, sea cual sea su fe o su ausencia, la sensación de asistir a una experiencia que ha dejado de ser estética o cultural para ser pura emotividad. La piel erizada, los ojos húmedos, el nudo en la garganta, son habituales en estos días en las calles de Málaga.
Sunt lachrymae rerum

Que aquí se gestara la Generación del 27 pasa a ser otra anécdota que delata el verdadero carácter de una ciudad que no vive ensimismada, que es imán para millones de visitantes que le guardan reiterada fidelidad, una ciudad que, más allá de su nombre y de su origen, vive con los ojos y los brazos abiertos, que sigue siendo la misma que retratara, pleno de cariño, Hans Christian Andersen en el viaje que aquí hizo en 1863: "En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Un propio modo de vivir, la naturaleza, el mar abierto, todo cuanto para mí es vital e imprescindible lo hallé aquí; y algo todavía más importante: gente amable".
A veces pasan cosas

[Artículo sobre Málaga encargado por diario Sur, hace unos años, del que no recuerdo más]