Los hechos pueden enumerarse como una tríada de
elementos, esencialmente resumidos en una esperanza, una revelación y un
fracaso. No obstante, y a la luz de los acontecimientos, el orden de estos
principios puede ser alterado, combinándose de forma azarosa y hasta infinita.
Así, Jonas Lewis Baer antepone la esperanza a la revelación, mientras Philip K.
Dick sitúa en primer lugar la decepción.
De todos modos, el ordenamiento es ficticio, abandonado
al criterio y al capricho de los exégetas y dictado por la interpretación de
los acontecimientos. En líneas generales, éstos pueden resumirse en la
manifestación de un excesivo Mesías, Sabbatai Zewi, en una sinagoga europea
hacia 1666, en su reconocimiento por severos cabalistas y sabios de la judería,
su aclamación por una resignada muchedumbre hebrea y la decisión compartida de
regresar a Jerusalén, en tumultuoso peregrinaje, a fin de proclamar, e iniciar,
un reinado de inverosímil dicha.
Nacido en Esmirna el día de 1626 en el que se celebraba
lastimeramente el aniversario de la destrucción del Templo -todos
los templos parecen remitirse a aquél del que un único muro basta para asegurar
su persistencia- a la vez que se auguraba para ese azar del calendario
el natalicio del definitivo libertador, Sabbatai Zewi fue uno de esos
fatigadores de pergaminos, insuficientemente auxiliados de candelabros, en que
tan abundante es la estirpe de Abraham. Excluido a los quince años de su edad,
por mero agotamiento de los saberes, de una escuela talmúdica, dedicó sus
vigilias a los laberintos arborescentes de la Cábala. Fue durante uno de esos
turbios amaneceres cuando una voz, convenientemente nítida, intangible e
imperativa, le desveló que el Mesías coincidía con su persona, cumpliendo así
los requisitos de la mansa tradición. Entonces, la quietud se convirtió en
zozobra.
El primer episodio de este vértigo de despropósitos e
ilusiones consistió en pronunciar, siguiendo la ley dictada para el esperado
Mesías y en la apesadumbrada sinagoga, el nombre secreto e invisible de Dios. A
partir de ahí, todo fue dramáticamente fulgurante.
Las profecías fueron cumpliéndose con rigor geométrico,
dictando el acontecer de cada jornada. Así, el austero sabio Nathán de Gaza se
erigió en encarnación del profeta Elías, anunciador del aguardado redentor que
fue captando reconocimientos, monedas y entusiasmos para el excesivo Sabbatai,
llamando al fervor de los repentinos creyentes a llevar en navíos su exaltación
hacia los lugares primigenios y sagrados.
En lo que fue un día Constantinopla, la multitud,
siguiendo a Zewi, desembarcó. Allí, una corona de alfanjes e imprecaciones le
ciñó y condujo a una fortaleza debidamente arábiga y lóbrega. Rabinos
reclamados para la ocasión se entrevistaron con el elegido, custodiado por muecines
y soldados. El dictamen del repentino sanedrín fue diverso, mas prevalecieron
los que abandonaron la celda fulminados por la sutil majestad del prisionero.
Abreviando los preliminares y consultas, el sultán anticipó un final público.
En pie sobre las murallas, contemplando un océano inmóvil de cánticos y
devociones, Sabbatai Zewi fue conminado a reafirmar su identidad como
definitivo Mesías o entregar su sangre a una cimitarra ya desenvainada e
impaciente. Los cánticos se detuvieron. Tras un silencio de Zewi, dedicado tal
vez a la oración interna o al recuerdo de una habitación en Esmirna, entonó su
decisión, proclamando una repentina fe en Alá y su profeta.
Es conjeturable el desaliento de los seguidores, su
hastiado y menesteroso regreso a los barcos, sus secretas imprecaciones. Una
década después, cuando Sabbatai Zewi entró en un paraíso excesivamente mundano
para ser celeste, en el que todos los árboles estaban orientados hacia una
misma ciudad, su deceso fue llorado como el de un verdadero Mesías. A pesar de
la coaccionada conversión, fueron numerosos quienes duplicaron aquel entusiasta
éxodo para aguardar en Jerusalén que el Mesías Zewi revocara su engaño y
premiara con el nuevo reinado de Yahvé la paciente confianza de sus seguidores.
A pesar de la muerte y del olvido, nuevas y sucesivas
generaciones de desengañados creyentes fueron aguardando su imposible y
quimérico regreso. En el escrupuloso escrutinio de los rabinos, en cambio, Zewi
fue convertido en un estrafalario impostor.
La redención quedó aplazada hasta el fin de los
tiempos. Incluso, la fecha de la muerte de Zewi coincidió, simétricamente, con
el Yon Kippur de 1676, el día hebreo de la expiación. Ahora, cuando escribo
este recuento una tarde de julio de 1952, al otro lado de un velado ventanal de
Buenos Aires, acaso quede alguien que siga esperando el retorno y el
desvelamiento de Sabbatai Zewi, mientras adustos profesores recomponen los
detalles innecesarios de aquellos sucesos. Sin embargo, en este punto se nos
presenta una duda, una razonable interrogación. Zewi pudo ser un falso Mesías,
un impostor que suplantó una inminencia eternamente aplazada. Pero igualmente
pudo ser el verdadero, íntimo y secreto Mesías.
Tal vez esos sueños de una justicia frustrada y
universal por parte de los sabbetaístas no fue estéril, tal vez sus desvelos no
fueron vanos. Nosotros percibimos aquellos acontecimientos a través de
bibliotecas y resignados archivos, pero otros hombres, otras existencias
igualmente provisionales e inabarcables, los percibieron -e
hipotéticamente lo perciben entre los muros de una Jerusalén intangible que
duplica y dicta la Jerusalén real-, como lo que para ellos era un futuro y para nosotros
es un cotidiano presente en el que Borges, estas palabras, el ventanal, son
parte de una esperanza tan precisa como necesaria. Una esperanza que coincide
con este día, en la que en los insuficientes atlas figura el nombre de Israel
sobre una mancha púrpura y el nombre indescifrable de Dios puede volver a ser
definitivamente declinado.
[Publicado en el libro MONTAÑEZ, Mario Virgilio: Humo en un jardín. Relatos, 1986-2006. Prólogo de Juan Francisco Ferré. Málaga, Area de Cultura, 2006]