Hubo un momento, finales de los ochenta o así (miro mi
ejemplar de "Una historia del mundo en diez capítulos y medio",
segunda edición, 1990) , en que Julian Barnes era un tipo elegante, divertido pero
con una elegancia especial, como de Lubitsch o alguien así, que tornaba sus
novelas en delicadas disecciones del amor y sus mutaciones expresadas con
sabiduría y compasión. Ahora me prestan su última novela, “El sentido de un
final”, y compruebo que es el único de sus títulos que falta en mi biblioteca y
que era, junto a “La mesa limón” y “Arthur & George”, uno de los pocos que
me faltaban por leer. Obviando la experiencia desconcertante de “Inglaterra,
Inglaterra”, brillante en su planteamiento pero árida y confusa en la
experiencia del lector, Barnes sigue siendo un notabilísimo fabulador, pero hay
algo aquí que te hace añorar al que fuera autor de “Metrolandia”.
Es la que aquí reseñamos una novela breve (192 páginas
en la edición del Círculo de Lectores), que tiene en común con “Metrolandia”,
su primera novela, que tiene forma de evocación, entonces desde la madurez y
ahora desde la vejez, de una juventud inglesa que es necesario examinar para
comprender el presente confuso. Lo que entonces fue ingenio e incorrección se
ha convertido ahora en análisis frío y conciso. Es como si Barnes hubiera
cedido su nombre para que lo usara Javier Marías. Que me gusta también precisamente por eso,
pero en Barnes prefiero ese estilo menor, más superficial, de antaño. Copio
desde una edición electrónica cazada en la red un párrafo seleccionado al azar:
“Cuando escribí a Adrian, ni yo mismo sabía claramente
a qué me refería con lo de los “abusos”. Y sólo lo tengo un poco más claro casi
una vida entera después. Mi suegra (que felizmente no figura en este relato) no
me tenía en gran concepto, pero al menos fue sincera conmigo, como era en
la mayoría de las cosas. Una vez comentó -cuando salió en la prensa y en los
telediarios otro caso más de abuso sexual infantil-: “Creo que abusaron de
todos nosotros”. ¿Estoy insinuando que Verónica fue víctima de lo que hoy día
llamamos “conducta inadecuada”: de miradas lascivas con aliento a cerveza a la
hora del baño o de acostarse, de algo más que unas caricias
fraternales con su hermano? ¿Cómo podría saberlo? ¿Hubo algún momento
primario de pérdida, alguna privación de amor cuando más lo necesitaba,
algunas palabras entreoídas de las que la niña dedujo que...? Tampoco puedo
saberlo. No tengo indicios documentales ni deducidos de anécdotas. Pero
recuerdo lo que dijo Old Joe Hunt cuando discutió con Adrian: que los estados
de ánimo podían deducirse de los actos. Esto sucede en la historia: Enrique
VIII y demás. En la vida privada, en cambio, creo que lo cierto es lo
contrario: que se pueden deducir actos pretéritos de estados de ánimo actuales.”
A eso me refiero, a esa introspección verbosa,
abstracta, que puede ser tan profunda como aburrida. Pero el resultado, con
todo, y con la confusión que en el lector producen dos giros inesperados de la
trama al final de la novela, uno diez páginas antes del cierre, y otro en la
penúltima, es notable. Por mucho que fastidie que una de las claves del libro
esté, como en esa penúltima página se clarifica, en una frase tan abstrusa como
“En consecuencia, ¿cómo se expresaría una acumulación que contuviera las letras
b, a1, a2, s, v?” Y es que, como dicen las ultimísimas palabras de
esta novela, “Hay acumulación. Hay responsabilidad. Y, más allá de ellas, hay
desasosiego. Un gran desasosiego”.
vaya,
ResponderEliminareste el el libro que me falta por leer de barnes
los que me cansaron un poco
fueron "inglaterra, inglaterra"
y "el puercoespín"
pero siempre vuelvo a barnes
gracias por la reseña, me has animado
El espín me falta, bk, la del england x 2 cansa en demasía. Te recomiendo, por encima de todas, "Metrolandia", que le hubiera gustado a nuestro santo del perpetuo asombro (otro difunto que añoramos).
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