jueves, 24 de marzo de 2011

La cautividad de Babilonia

 A Noemí Cohen


 Y será la última impostura peor que la primera
Mateo 27, 64


      Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, doy fe de que el Mesías ha estado y estará con nosotros, y por ello he seguido, cantando salmos, fatigando senderos, hasta estos confines olvidados de la piedad de los hombres al ungido Sabbatai Zewi, el elegido.

          Sé que él ha osado, en la sinagoga de Esmirna, gritar durante el culto divino el nombre de quien todo lo dispensa y cuya cifra es sólo alcanzable para Aquél que ha de venir en el final de los días. Sé que le han visto en la soledad saciar sus lágrimas en las llamas de la oración, en el fuego del ayuno, en el ardor de los azotes y el hielo del mar al amanecer. Yo, Moisés Nizberg, le he oído, a las puertas injuriadas de Jerusalén, llorar dulcemente bajo las estrellas la pérdida de Sión, y puedo decir, yo que hasta esta pérfida urbe de Adrianópolis he sido testigo de su gloria,  que en su voz un ángel cantaba.


Quienes compartimos su destino hemos efectuado el tránsito de ermitaños a peregrinos, y en el camino que él nos ha marcado, de Esmirna a Salónica, de Salónica a Morea, de Atenas a Constantinopla, y de allí al lugar en el que los patriarcas reposan, sabemos que el Mesías está con nosotros y que llegará, según es rigor y reza la profecía, como ladrón en la noche.

Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, le he visto resplandeciendo en mis sueños, sobre muros de alabastro y entre banderas ondeantes, y le he visto, mientras todos duermen, coronado de oro proclamando su condición ante la multitud que, surcando mares, hollando valles, superando montañas, ha seguido la estela de su gloria como a su pastor hasta este imperio abandonado a la perfidia de los infieles otomanos.


Quien haya inquirido los signos sagrados de la Torah y los senderos vertiginosos de la Kábala, sabe que el anatema de Joseph Iskapa, el elogio de Abraham Cuenqui, el amor predestinado de la inmarcesible Sara, la lealtad del sabio Raffael Chelebi, la certeza del profeta Nathan Ashkenazi, no son sino el rostro mismo de una misma y vasta doctrina cuya verdad sólo en la conjetura de los sueños, de lo que los nombres callan, puede ser desvelada.


Yo, Moisés Nizberg, he gritado ante las puertas de Esmirna en la entrada triunfal de Sabbatai Zewi en su patria, he ayunado con sabios y niños, mujeres y rabinos y él; he infligido severas penitencias a mi cuerpo cansado, he cantado con él y con la muchedumbre salmos por las calles de Esmirna porque yo le he visto en mis sueños alzar su voz como un trueno hacia nuestro pueblo devastado sobre una muralla majestuosa, flanqueado de gallardetes tremolantes, coronándose, vibrante el ademán, tonante la voz, fulgurante la mirada, con un aderezo de pedrería mientras mil voces lo aclaman.

Por ello, siguiendo el llamamiento de Samuel Primo, de Jacob Sasportas, he seguido, dejando todo, a Sabbatai Zewi desde la convicción de los sueños y la certeza de que el verdadero , el grande, el único Mesías ha habitado y habitará con nosotros para redimir la cautividad de Babilonia y traer, para la eternidad, la remisión de los pecados. He también llorado en la sinagoga antes de partir hacia Tierra Santa, he llorado sobre las cabezas de mis hijos, los labios marchitados de mi esposa, porque todo lo abandonaba para seguir a quien cada noche se transfiguraba en el hijo de Dios para llevarnos victoriosos al trono de Sión.

Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, he oído a Sabbatai Zewi anunciar su marcha a Constantinopla y el destronamiento del sultán, soberano de los Santos Lugares; y le he visto repartir las coronas del orbe entre sus más fieles seguidores y bendecir palomas antes de la partida, y le he visto, con la misma majestad, en Constantinopla, atravesar las puertas de la prisión y volver a traspasarlas entre los improperios de los infieles, camino de la fortaleza de Abydos cuando doscientos navíos llevaban a los pies de la fortaleza a diez mil fervorosos hijos de Judá y rechazar, con ira, el dictamen de Nehemia Kohen al llamarlo, tras secreto examen, seductor de turbas y falso Mesías.

Yo le he visto triunfante en sueños y prisionero en Adrianópolis, y he seguido el halo de su virtud desde la costa de Gallípoli y afrontar con serenidad, ante los arqueros y las picas enhiestas, la amenaza del réprobo Mehmet V sobre los baluartes de la ciudad, y con una mirada secreta dominar la llanura en la que los fieles de Sión esperábamos su palabra de fuego que podía llevarle la afrentosa muerte al reafirmar su naturaleza de Mesías. Y yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, yo que sé que el Mesías ha morado y morará con nosotros, yo que por su fe todo lo abandoné como impuros ropajes, yo, Moisés Nizberg, que he visto en mis sueños coronarse de paños carmesíes a Sabbatai Zewi sobre una muralla de fúlgidos estandartes, yo, Moisés Nizberg, le he visto como un relámpago alzar su voz sobre la llanura y, desde la muralla, arrebatarle el turbante a un lancero y posándolo sobre su sagrada cabeza, gritar sobre el silencio ¡Alá es Grande!

[Publicado originalmente en Puente de plata, nº 1, Málaga, 1992,
recogido en el libro MONTAÑEZ, Mario Virgilio: Humo en un jardín. Relatos, 1986-2006. Prólogo de Juan Francisco Ferré. Málaga, Area de Cultura, 2006]

Et lux perpetua


Es necesaria la penitencia. Al menos, olvidar la soberbia nuestra de cada día, la cómica ufanía del consabido “nunca cometemos errores”, dejar el oe oe oe fantasmón de quien desdeña los juicios sobre sí mismo y señala con ligereza idiota a los ajenos. Y no, no se está tratando aquí de política, pero también. Hablamos de lo grave y severo, de lo trascendente, señores, de lo que sólo son palabras mayores y dolor y ansia y tal vez paz. Del pellizco que se nos debería agarrar al alma cada día o cada semana y que dejamos fuera, como un perro bajo la lluvia, como olvido arrugado en una esquina. Excusen, en todo caso, el lirismo. Pero es que se intenta aquí presentar a un viejo conocido, el Réquiem de Mozart, que en estos momentos de muertos acá y allá, en la Libia del tirano fatuo, en el Japón de las aguas negras y el humo terrible, nos debe hacer pensar en esto, tan débil, que somos.

Y ojalá que para propiciar el cuestionamiento de la carne torpe y egoísta sirva la triple audición de la pieza cumbre de Mozart que tendrá como escenarios la Iglesia de San Francisco, en Antequera, el 26 de marzo, el Auditorio de la Diputación, en Málaga, el 2 de abril y la Real Colegiata de Santa María la Mayor, en Ronda, el 3 de abril. En todos los casos, quien ofrece esta oportunidad para ser distintos (decir que mejores es incurrir en optimismo) es la Orquesta Sinfónica Provincial de Málaga, dirigida esta vez por Carlos Cuesta, junto a la Coral La Salle de Antequera, dirigida por Antonio Sillero, y la Coral María Inmaculada, también de Antequera, dirigida por Ángel J. García. De terminar de sobrecogernos se ocuparán la soprano Bernardina del Pino, el tenor Luis Pacetti, la mezzosoprano Oxana Arabadzhieva y el barítono Juan Manuel Corado.

Vanitas vanitatum...
Atribuido a Antonio de Pereda: El sueño del caballero (1655)
Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando

        Obviemos la fantasmagoría novelera y disculpable de la película “Amadeus” de Milos Forman, que nos hizo creer en una versión y circunstancias del nacimiento del Réquiem. Quedémonos con lo que hace que Mozart quede a la altura de Bach. Porque Johann Sebastian Bach puede ser la geometría, la aritmética, pero es también la Misericordia, la Piedad, el Perdón. Y Mozart, que era el terciopelo, el cristal, la llamarada, lo angélico, con este Réquiem se pone el ropaje, la peluca, la emoción, del maestro sagrado y demuestra que se puede hacer música tan dolorosamente bella y verdadera, que en esa boca repleta de fatuidad y risitas que nos hizo aborrecer Milos Forman lo que había verdaderamente es ceniza y pena y verdad y eternidad. Todo ello a través de 14 números distribuidos en ocho secciones, que integran una obra que debería estar en cada casa, un disquito que en la versión que se consiga (mientras esto se escribió sonaba la muy recomendable versión de la Filarmónica de Berlín con Karajan y Tomowa-Sintow, Baltsa, Krenn y van Dam), buena o mala, con la seguridad de que el genio de Mozart es capaz de vencer a las limitaciones de la orquesta más modesta. Como un botiquín para el espíritu, un disco, bueno o malo, con el Réquiem puede salvarnos el espíritu en tiempo de zozobra. Pueden creerme.

        Ejemplarmente completada por un discípulo de Mozart, Franz Xavier Süssmayr, los ocho compases iniciales del “Lacrimosa” (quizás la parte más sobrecogedora del Réquiem) son las últimas notas que Mozart escribió antes de morir a los 36 años y en la miseria. En todo caso, es un grandioso canto fúnebre, sombrío, sin tentaciones ornamentales u operísticas. El Réquiem, año tras año, sigue poniendo la piel de gallina y mordiendo, hasta las lágrimas, el corazón de todos, que recibimos mientras suena un trozo de luz que dura y permanece para siempre, que nos redime y nos consuela hasta que volvamos fatalmente a caer.

(Inédito, escrito originalmente para diario Sur)

martes, 22 de marzo de 2011

Ekaterina Dimitrovna Suslova (1887-¿?)

Para empezar, dos citas. Después, una aclaración.

Ekaterina Dimitrovna Suslova (San Petersburgo, 1887- ¿?): Hija de un funcionario imperial, realizó sus estudios en el Liceo Kutuzov de su ciudad natal. Casada en 1906 con Ivan Alexandrovich Suslov, capitán de infantería, fue en 1915 cuando inicia su actividad literaria a raíz de la desaparición de su esposo en el frente polaco durante la Primera Guerra Mundial. Sus primeros escritos fueron publicados en la revista “Adelphia” publicada en Nizhni-Novgorod por Vladimir Daiushin. En ellos se aprecia el tono intimista y de hondas preocupaciones espirituales que eclosionarán en su único libro publicado: “La cruz blanca” (Moscú, 1919). Al ser editado con prólogo de Anna Akhmatova y un retrato lírico de la autora firmado por Alexander Blok, fue recibido con recelo por las autoridades soviéticas, que ya la habían interrogado por la posible participación en la Guerra Civil del desaparecido capitán Suslov, presuntamente enrolado con las tropas de Kornilov, siendo juzgado por ello en ausencia y condenado a muerte. Ekaterina Suslova rehusó prestar su testimonio en el consejo de guerra que condenó a su marido, por lo que a partir de 1925 fue obligada a residir en Nozornok, con la prohibición expresa de salir de la localidad. Su rastro se pierde a partir de 1936.

(Artículo de la Nueva Enciclopedia Rusa, Moscú, Nuevas Producciones Editoriales, 1993)


Prólogo a “La cruz blanca”:

PALABRAS PARA EKATERINA

           Se cuenta de nuestro gran Pushkin que fue una vez invitado, tras una velada literaria en casa del conde Orlovsky, a pernoctar en casa de su anfitrión. El poeta adujo que declinaba la generosidad  porque no toleraba la abundancia de espejos en aquella casa, ya que no hacían sino prolongar y confirmar su soledad. Esa sensación de soledad, esa conciencia de quién se es y de cómo se es, en definitiva, de la vida, es el primer paso hacia la creación. No es necesaria la certidumbre, sino la simple inquietud por lo que, en la hondura, tal vez se sea. Y así como nuestro poeta estaba herido, azotado hasta la carne desgarrada y más adentro aún, por la idea de su soledad, así Ekaterina Dimitrovna Suslova ha emprendido el mismo camino que el mayor de nuestros bardos. El camino hacia sí misma. No conozco personalmente a la autora. Pero puedo decir que sus colaboraciones en alguna revista literaria hacen que sin haber visto nunca sus ojos, que imagino grises y con un destello débil de tristeza, me han hecho conocerla más allá de la experiencia y de las apariencias.

Sus poemas, llenos de música que discurre con la mansedumbre del más tierno arroyo, sirven para que seamos conscientes de que nos muestre su alma, su alma desnuda y luminosa, aunque su luz sea pálida a veces y dolorosa. Cuando el mundo literario ruso sea consciente de la aportación que este libro, “La cruz blanca”, supone para nuestras letras, entonces seré capaz de aproximarme a ella y decirle que soy Anna Ajmatova y que, como en la queja de Pushkin, sus poemas han reflejado mi propio dolor, mi propia y débil alma. Quien sostenga ahora mismo este libro queda advertido: tras mis palabras no hay páginas, sino espejos.

Anna Ajmatova


Verdadera efigie de Suslova (según Google)

 

Y aquí la aclaración:

 

Ekaterina Dimitrovna Suslova no existe. No existió. Por lo tanto, son falsas las citas. La historia. Pura novelería. Por lo tanto, los poemas del libro de Suslova "La cruz blanca" que iré poniendo acá y allá en este blog no fueron escritos por ella, sino por Mario Virgilio Montañez, que intenta, desde la identidad y las circunstancias de otro, escribir poesía que escape de sus propias maneras de afrontar la creación. Como ejemplo, vaya un primer poema de Suslova:

 

 

Interior


La lámpara llora su letanía
lentamente, como un viajero
que supiera que en su destino
hay tan sólo una lápida
aguardando su nombre.
La tarde cae como un telón ajado
sobre una escena vacía.
Escucho voces en la escalera,
tal vez en la calle desierta.
Miro la lámpara,
la luz fugitiva de la tarde:
sólo puede ser mío el silencio.

(Ekaterina Dimitrovna Suslova,
La cruz blanca, 1919)

 

domingo, 20 de marzo de 2011

El contubernio de los niños

Es lo que tienen los mitos, lo que no pueden evitar los secretos. Que se consigue la pervivencia más allá de los tiempos y de los lugares, de la condición social y de eso que llaman ideologías, que todo termina sabiéndose o intuyéndose, y que lo que fue soplido en la oreja, símbolo mostrado entre tinieblas especialmente turbias, sigilo, peligrosa cautela, puede ser al mismo tiempo diversión, rato con los niños, fábula asequible, diversión de un domingo por la mañana y confortable. Es lo que sucede con la gran ópera masónica, esotérica, de Mozart, que llega ahora para solaz de todos, para que la luz penetre la penumbra oscura de los símbolos: los días 19 y 20 en el Teatro Cánovas se lleva a escena la ópera “La Flauta Mágica”, con música de Wolfgang Amadeus Mozart y libreto de Emanuel Schikaneder en un montaje para toda la familia de la compañía La Tarasca, escrito y dirigido por Ramón Bocanegra y con la actuación de Marcela Lacourt, Juan Carlos Guajardo, Leticia Gude, Mirko Vullo, María José Villar y Eugenio Jiménez.

La aparición de la Reina de la Noche según la puesta en escena de
Karl Friedrich Schinkel, 1815

En un montaje en el que la danza tiene un protagonismo especial, al que se une la ópera y el teatro, el melómano oirá, si no, la ópera completa, sí al menos lo fundamental de ella. Los niños captarán una historia de aventuras de malos y buenos, peligro y superación. De luz triunfante, ya se ha dicho. Y les podrá ser explicado que lo que les ha ofrecido La Tarasca es una cumbre de la cultura occidental, y lo que fue ritual y liturgia civil habrá pasado a ser atrezzo, comentario al margen, nota para eruditos, más allá de los oropeles polvorientos del siglo de las pelucas y los filósofos. Al fin y al cabo, cuando surgió esta ópera, última que compuso y estrenó Mozart, lo que se buscaba era un espectáculo popular. Todo empezó en Salzburgo en 1780, cuando Mozart conoce a Schikaneder, que en 1789 (año en el que el asalto a una prisión inaugura la Revolución Francesa con el triunfo, y tiranía, de la Razón) es empresario de lo que se llamará, hasta que en 1801, arda, Freihaustheater auf der Wieden y que es un teatro al aire libre con capacidad para 500 personas y que a lo largo de 14 años de historia acogerá 350 obras destinadas a entretener a las clases populares de los suburbios de Viena. Será entonces cuando el masón Schikaneder acuerda con bel masón Mozart estrenar allí un singspiel (una ópera popular, algo no muy alejado a lo que nosotros llamamos zarzuela) que estará empapado del credo esotérico y filosófico de ambos. El libreto nos hablará de Tamino, un  príncipe japonés que comienza huyendo de una serpiente gigante, de un pajarero que toca un carillón  de plata y que tiene por vistoso nombre Papageno (también estará por medio su amada Papagena, que toca la siringa), de la severa Reina de la Noche y de su hija Pamina que será amada obsesivamente por Pamino. Por medio, el hechicero Sarastro que tiene cautiva a Pamina, y su fiel Monostatos se interpondrán en el previsible triunfo final del amor. Para ayudarse en su propósito, Tamino recibe en el primer acto una flauta dorada,  que infunde en los hombres la alegría y la bondad.

La ambientación del estreno, el 30 de septiembre de 1791 (Mozart morirá el 5 de diciembre) fue rica en elementos egipcios (la simbología egipcia, y muy especialmente la pirámide, es una de las fuentes de inspiración de la masonería), con elementos alquímicos como la misma serpiente del inicio, o el personaje de Sarastro, que es un “maestro venerable”, las pruebas de superación, el mensaje de igualdad y fraternidad, la presencia más o menos encubierta del número tres en la obra (que empieza con tres acordes mayores, junto a la triple cualidad de Tamino, compuesta de virtud, caridad y discreción, o los tres instrumentos mágicos: flauta, carillón y siringa) delatan el componente masónico de esta ópera tan popular.  El aria “Der Hölle Rache” (es decir “La venganza del infierno”, acto II, escena 3) con el sobreagudo que debe alcanzar la Reina de la Noche es, pese a su excelencia, sólo uno de los tantos momentos memorables de este ritual luminoso.

Publicado en diario Sur, 19 de marzo de 2011

¿A qué teme Virginia Woolf?

            En 1878 se casaron dos viudos, Leslie Stephen, que había estado casado con una hija del novelista William Thackeray (autor de “Barry Lindon” y de “La Feria de las Vanidades”), y Julia Princep Jackson, que había sido modelo del prerrafaelista Edward Burne-Jones y que era sobrina de la más excelsa fotógrafa de la época victoriana, Julia Margaret Cameron. Ambos habían sido padres en sus primeros matrimonios, y en esta definitiva unión el matrimonio Stephen tendrá cuatro nuevos hijos: Vanessa (1879-1961), Thoby (1880-1906), Virginia (1882-1941) y Adrian (1883-1948). Estos padres con edad de abuelos, tal como los describirá Virginia, darán a sus tardíos hijos la formación victoriana habitual en las familias burguesas: los hijos serán enviados a Oxford y Cambridge, y las niñas seguirán una educación cuidada pero limitada. Ese hecho convertirá a Vanessa y Virginia en autodidactas por más que participaran de lo más excelso de la cultura inglesa de su tiempo. Las puertas de la universidad quedarán cerradas para ellas, y así cuando a Virginia al final de su vida se le ofrezca en 1939  un doctorado honoris causa, lo rechazará como protesta y recordatorio de la injusticia dictada por los prejuicios victorianos. La ausencia de sus hermanos varones, ante los que se sintió injustamente postergada sirvió para unirla de forma especialmente intensa a su hermana Vanessa. Que, como ella, alcanzará perdurable fama no por su apellido propio, sino por el de su esposo. Virginia y Vanessa Stephen serán por siempre Virginia Woolf y Vanessa Bell. Iguales prejuicios educativos sufrieron los hijos del primer matrimonio de Julia: Stella, George y Gerald Duckworth. De George consignará en su diario la adulta Virginia abusos sexuales experimentados durante la infancia, que también afectaron a Vanessa. En un controvertido libro cuyo título es a la vez un resumen de su contenido, Louise DeSalvo estudia ese pormenor mayor: “Virginia Woolf: El impacto del abuso sexual infantil en su vida y su obra”.
Vanessa y Virginia, jugando al cricket

               Del dolor al placer
           
         Sin embargo, el momento clave en su vida temprana le llegará a Virginia en 1904. Es entonces cuando, tras haber superado una primera y devastadora depresión causada por la muerte de su madre en 1895, en la que recae cuando también muere su hermanastra Stella Duckworth en 1897, llega la muerte de su padre, a los 71 años y por un cáncer de estómago. Leslie Stephen, que había sido agnóstico declarado, alpinista, polemista y editor del “Diccionario Biográfico Nacional”, con su ausencia lleva a la ya desestabilizada Virginia a intentar el suicidio saltando por una ventana. Un primer internamiento es la respuesta de lo que queda de la familia. También la venta de la casa familiar en el barrio londinense de South Kensington, al lado de Hyde Park, para instalarse en el barrio, más céntrico pero de menor prestigio, de Bloomsbury.
De tal palo. Virginia con su padre

Según su biógrafa Hermione Lee, Virginia Woolf era maniaco-depresiva, con insomnio y jaquecas y dolores físicos continuados que la incapacitaban para una vida corriente y que a la vez la obligaron a adoptar una postura estoica ante la vida. Como válvula de escape contra toda desdicha le queda la escritura, actividad comenzada a la asombrosa edad de tres años y que no abandonará. Rodeada de voces interiores, que son masculinas y terribles, y que le recriminan su valía que juzgan de escasa, Virginia colabora en el Suplemento Literario del Times, y accede a trabajos mínimos como lectora para damas ancianas. Pero esa normalidad inestable vuelve a quebrarse. Demasiado pronto. En 1906, cuando los hermanos Stephen están disfrutando de unas vacaciones en Grecia, los dos hermanos mayores, Vanessa y Thoby, enferman de fiebres tifoideas. El regreso anticipado de Thoby a Inglaterra no le evita morir prematuramente. Tenía 26 años, y en la universidad de Cambridge había dejado a un puñado de amigos que heredarán sus hermanas: son Clive Bell, John Maynard Keynes, E. M. Forster, Leonard Woolf, Lytton Strachey y David Garnett. Los que con algunos añadidos (Bertrand Russell, Roger Fry, Duncan Grant, Dora Carrington, Saxon Sydney-Turner, Desmond McCarthy, Arthur Walley)  constituyen el que será conocido como Grupo de Bloomsbury. Quien quiera conocerlo mejor puede acceder al impecable retrato colectivo que es “Bloomsbury. Una guarida de leones” de Leon Edel, publicado por Alianza, o asomarse desde dentro a través de las memorias de Gerald Brenan (que en 1923 recibirá la visita del matrimonio Woolf en Yegen, una experiencia que duró diez días y que narra vívidamente en “Al sur de Granada”).
Tiempos felices. Mezclados en la fiesta: Leonard Woolf, Virginia Woolf, Adrian Stephen, Julian Bell, Raymond Mortimer, Angelica Bell, Jack Hutchinson y Vanessa Bell.

Bodas y bromas

     En 1907 Vanessa se casa con Clive Bell, crítico de arte y tal vez el mejor amigo del difunto Thoby. Uno de los dos hijos que tendrá el matrimonio, Julian, morirá en 1937 combatiendo en la Guerra Civil Española. Con esta boda, Virginia, asustada, siente que también ha perdido a su hermana. Aumenta su trastorno. Pero no todo es drama: en 1910, junto a su hermano Adrian, el pintor Duncan Grant (con el que en 1918 Vanessa tendrá una hija) y un par de amigos, se hizo pasar por el príncipe Ras Mendax (en latín, “Mendax” significa mentiroso) de Abisinia, dentro de una falsa delegación imperial etiópica que visitó, a través de elaborados y disparatados engaños y con honores, el acorazado británico “Dreadnought”. La prensa pronto supo de la burla. El episodio está recogido en el libro “La broma del acorazado” publicado por Valdemar y firmado por Adrian Stephen y Virginia Woolf.
Los falsos abisinios del acorazado. De izquierda a derecha: Virginia Woolf, Guy Ridley, Adrian Stephen, Anthony Buxton, Duncan Grant, Horace de Vere Cole.

En 1912 Virginia, tras haberse prometido breve, conmovedora y bochornosamente con el homosexual Lytton Strachey (probablemente el mayor genio verbal, el más depurado estilista de todo el grupo) tras una confesión mutua de soledades, se casa con otro miembro del grupo, Leonard Woolf, que sirve en el Foreign Office británico. El nuevo rol como esposa de Virginia la hunde en mayores cuitas: saberse poseedora de un rol sexual agudiza sus conflictos. Leonard, poseedor de la virtud de la tolerancia tan representativa de Bloomsbury, la protegerá, renunciará a la paternidad y consentirá las relaciones amorosas de Virginia con otras mujeres. Vita Sackville-West, nieta de Pepita Durán, una gitana perchelera, será el gran amor de Virginia, sólo comparable con el que tuvo por Leonard Woolf. En 1915, tras un nuevo  intento suicida en 1913 (una dosis letal de veronal atajada a tiempo), publica su primera novela, “Fin de viaje”, una obra experimental que refleja la muerte de su madre, el fin de la infancia y la amenaza de la locura, recibida entre el estupor y el desdén, en la que ya está presente el célebre “flujo de conciencia” que la hizo famosa.
Los señores Woolf el día de su boda

Aunque la invención del mismo corresponde a Dorothy Richardson, y la fama a James Joyce, el procedimiento, es lo que caracteriza a Woolf: al igual que Vanessa Bell pinta en esta época retratos en los que los personajes (incluida Virginia) carecen de rasgos y de detalles, con rostros vacíos, en su escritura se refleja lo que se piensa, lo que se siente, pero no lo que se dice o se hace.
Retrato de Virginia. Vanessa Bell, 1912

La dificultad de una literatura como la suya encuentra una contrapartida con el hecho de disponer de una editorial propia,  Hogarth Press, que está ubicada en la residencia de los Woolf en el barrio londinense de Richmond y que acoge también libros arriesgados o rechazados por otras editoriales. “La tierra baldía” de T. S. Eliot, junto a los libros de Virginia (usualmente ilustrados por Vanessa), junto a títulos de Freud ejemplifican esa faceta casi artesanal de la que se ocupa principalmente Leonard. En 1919 pasan a vivir entre Rodmell (cerca de Sussex) y Londres. En el campo habitan una casa, Monk’s House, en la que instalan un escritorio especial para que Virginia pueda escribir (como Balzac) de pie. También las largas caminatas por la campiña (una afición heredada de su padre, que fue notorio y pionero alpinista) le permiten recitar en alto sus textos, modelando con la voz la fluidez de lo que escribirá más tarde [Aquí, la única grabación de la voz de Virginia: http://www.cygneis.com/woolf/vw2.wav]. Es también el lugar en el que las visitas de sus sobrinos, de los hijos de sus amigos, le permiten ejercer una maternidad ficticia y grata. Pero quizás ya es demasiado tarde. Nigel Nicolson, hijo de Vita Sackville-West, recuerda a Virginia en sus peores momentos: “Insultaba, era cruel con la gente que más quería, como con Leonard Woolf. Escupía a la gente y pensaba que Eduardo VII venía a cenar a casa cuando había muerto veinte años antes”.

         Encuentro en la cumbre. T. S. Eliot y Virginia Woolf

Creación, destrucción

En 1919 publica “Noche y día”, rechazada con dureza por su amiga, y rival, Katharine Mansfield, que la encuentra anticuada; en 1922 “La habitación de Jacob” recoge la experiencia de la muerte de su hermano tanto como de la Primera Guerra Mundial. 1922 es el momento también del gran idilio con Vita que se prolongará hasta finales de la década y que después se tornará amistad sincera. En 1925 llega su primer gran libro, “La señora Dalloway”, que le da al fin prestigio y causa admiración: hay aquí feminismo, pero también literatura de la más alta calidad y de lectura no sencilla. La discutible película “Las horas” (Stephen Daldry, 2002) adapta muy libremente el libro y presenta, a la vez, un retrato incompleto pero sugerente de Virginia aque le valió el Oscar a Nicole Kidman. “Al faro” (1927) y “Las olas” (1932) son profundizaciones en este ámbito experimental e intenso; “Orlando” (1928) y “Flush” (1933) son un ejercicio de estilo y un divertimento; “Una habitación propia” (1929) es un ensayo feminista irreprochable; “Tres guineas” (1938) es más duro y beligerante en sus puntos de vista, y en su denuncia incluye el fascismo triunfante en Alemania (un país que había visitado en 1929).
Monk's House

El estallido de la Segunda Guerra Mundial determina el destino breve de Virginia. Los bombardeos arrasan la casa de los Woolf en Londres, y las oficinas de Hogarth Press. En ambos casos, se salvan los papeles del matrimonio que se refugia del peligro en Rodmell, Sussex. En caso de invasión nazi, Virginia y Leonard, que se saben incluidos en la lista negra por sus opiniones políticas y por ser judío Leonard, han planeado un suicidio compartido. Bajo los constantes bombardeos, la sensación, nada nueva, de estar perdiendo el control a la vez que su capacidad creativa, que intuye en la dificultad creciente que le presenta la novela en la que trabaja, “Entre los actos”, entre alucinaciones crecientes y la presión implacable del insomnio llevan a Virginia a llenar de piedras sus bolsillos y buscar el sueño, junto al silencio, entre las aguas de un río. Es el 28 de marzo de 1941. Su cuerpo será encontrado veinte días más tarde. De su paradero en el río Ouse daban aviso las dos cartas, breves, que dejó preparadas en casa, destinadas a Leonard y a su hermana Vanessa.
La nota del adiós

De ellas, ha conocido amplia difusión la  que dirigió a su inminente viudo: "Estoy segura de que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento que no puedo pasar por otra de esas terribles temporadas. Y esta vez no me recuperaré. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta enfermedad terrible apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y que lo harás es algo que sé. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. Todo me ha abandonado excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros”.
(Publicado en diario Sur, 19 de marzo de 2011)

jueves, 17 de marzo de 2011

Ein Volk, ein Reig...

Expongo los hechos con tranquilidad. Es decir, como si no fuera yo. Sin saber cómo quedará y si los nombres quedarán dichos. Estuve en un acto cultural (blanco y en botella, o rojo y de whisky si se mira el blog de quien hablo). El protagonista (yo era un telonero bien intencionado) sacó sus ideas políticas. Que son muy diferentes a las mías. E hizo un llamamiento a la ira, a la venganza. A la violencia si era preciso. Porque nada puede perdonarse. Al menos, nada de lo que hicieron los opuestos a los suyos. Lo que significa que no hay asesinos y culpables sin más, sino que hay asesinos buenos y asesinos malos, culpables buenos y culpables malos. De forma elocuente, dijo que “hay buenos y malos, y yo sé quiénes son los buenos y quiénes los malos”. Obviamente, el bueno es él, y los buenos son los suyos.

¿Los buenos?

Pero lo peor viene después. Fuimos a la terraza de un restaurante (él fuma, los demás del grupo, no) para tomar algo después del acto. Un amigo, escritor y honesto, que estaba sentado a mi lado, me preguntó si yo accedería a comer algo o lo evitaría por motivos religiosos. Aclaro aquí que estoy en vías de convertirme, por fe y solamente fe, al Judaísmo. Renuncié a comer nada. Los demás, extrañados de mi ayuno, me preguntaron los motivos. Fui claro: “soy judío y soy conservador. Sé que vuestras ideas son muy distintas a las mías, pero no las criticaré ni intentaré convenceros de las mías. Como veis, soy tolerante”. El escritor se permitió, entre sonrisas y alguna chanza, atacar mi fe, discutir, con insultos y groseros prejuicios, al Estado de Israel. Es más, como si yo fuera Shimon Peres (o más bien Benjamín Netanyahu, o mejor aún el propio Ariel Sharon), me preguntó por qué Israel no ha reconocido nunca, por qué se niega a reconocer, al Estado de Palestina. Contesté que en el momento fijado para la fundación de los dos estados, 15 de mayo de 1948, sólo uno cumplió lo previsto y el otro optó por no hacerlo y, en su lugar, apoyar la invasión por parte de cinco ejércitos, de Israel. En definitiva, “los palestinos nunca fundaron su estado; sólo lo hicieron en 1988 en Argel”. El escritor entró en una espiral conmigo: “falso, lo crearon en 1948”. Yo, “no: fue en los años 80, y sé lo que digo”. En esas estábamos, en una batalla por mantener cada uno sus certezas (cualquiera puede comprobar los datos históricos discutidos y dar la razón a quien la tiene), cuando apareció un hombre.

        Sesenta años, menudo, ojos claros, buenas maneras, acento español pero no andaluz. Pedía un trozo de pan. Le entregamos el bollito de pan que yo no había tocado. Dijo “no saben la vergüenza que me da todo esto”. Lo vimos sentarse un par de mesas más allá, comer con lenta avidez ese pan pequeño. El escritor (que había dicho en el acto previo tener escrita una novela, de espías e inédita, ambientada en Palestina, y que demostró clara ignorancia sobre Palestina e Israel, que también atribuyó antes a Shakespeare una cita de Rabelais y que en la cena/ayuno erró con una de Tertuliano a San Agustín), cuando soltó su arenga más cargada de política que de literatura, había dicho que la izquierda (y por tanto él) defiende la justicia y la igualdad y que la derecha sólo piensa en ella misma. Mientras el hombre pobre comía en su rincón, los demás charlábamos indiferentes. Comiendo (ellos) viandas mejores mientras el pobre roía su pan. Entonces, mientras seguían con su conversación, me levanté y hablé con el hombre. Abrí mi monedero y le di un billete de 10 euros, que era cuanto llevaba. Se resistió levemente, aceptó el billete que puse en su mano. “Para que coma algo, caballero. Aunque sea ya mañana. Que Dios le bendiga”. Se llevó una mano al pecho, sacó un pequeño atado de documentos y papelitos, me dijo “gracias, pero le voy a enseñar mi familia”. Le dije “no hace falta, créame; no hace falta”. Me mostró una estampa, recortada, de la Virgen del Carmen, una foto pequeña del beato Escrivá de Balaguer. Volví a mi sitio. No supieron lo que había pasado. No presumí de caridad. Tal vez el escritor, que se llama (lo habrá deducido el lector) Rafael Reig, el defensor de la justicia y la igualdad, del odio y la violencia, me habría acusado de “moral judeocristiana”. Para mí, es misericordia. Compasión. Tzedaká, por utilizar el término preciso y hebreo.

Hace un par de horas, escribí a un amigo, suscriptor de este blog, un correo en contestación a otro en el que preguntaba cómo fue el acto. Copio tal cual un fragmento de mi contestación:

“Rafael Reig resultó ser un rojo rojísimo. Peligroso. Mi presentación la he colgado en mi blog (http://pan-para-hoy.blogspot.com/2011/03/acerca-de-rafael-reig.html). En su intervención dijo estupideces pavorosas, de las que presagiarían incluso mi fusilamiento a manos de los suyos. Qué miedo. En la mini-cena posterior puse las cartas sobre la mesa, con cortesía y transparencia: soy judío y "conservador". Entre sonrisas se dedicó a atizarme puñaladas. Que no devolví. Que otros practiquen el odio. El mal. Yo estoy en otro reino, en otro mundo. Ya escribiré en el blog, con calma, mi relato de la velada. En el mismo, he repescado, oportunamente, uno de mis artículos clave para comprender "de qué voy": http://pan-para-hoy.blogspot.com/2011/03/gulag-memoria-de-los-campos.html. “

Puestos aquí, en el propio blog, estos enlaces pueden ser irrelevantes. Quien quiera saber más sobre el personaje, puede completar su juicio moral a través de este otro:  http://www.elgransurmano.com/rabietas-rafael-reig

Desde otro reino, otro mundo, no dedicaré más palabras a este personaje. De todos modos, su novela es espléndida, muy recomendable. He dicho.

GULAG: Memoria de los campos

Nota previa: recupero aquí un artículo, con alguna leve corrección como la actualización de las fechas de Solzhenitsyn, que apareció en diario Sur (7 de octubre de 2005), en el que, para empezar me declaraba anticomunista, y a continuación, "hombre de izquierda moderada". A día de hoy, me ratifico en lo primero y desmiento lo primero de lo segundo. Soy moderado, pero no de izquierda. No puedo participar de esa (para mí) abominación. Tampoco soy del todo derechista (las abominaciones de la derecha me son tan rechazables como las practicadas desde el extremo opuesto). Este artículo, en el que reconozco que no soy del todo objetivo, supuso un posicionamiento que me hace/hizo/hará ser ingrato a muchos. Me acojo a la afirmación del "reaccionario" Aristóteles: "Soy amigo de Sócrates, pero soy más amigo de la verdad".


  
"Y yo dirijo a nuestro Gobierno esta súplica:
dóblese, triplíquese la guardia en su tumba."
Yevgueni Evtushenko: Los herederos de Stalin.


Que nadie se llame a engaño ni se rasgue las vestiduras (hay quien es amigo de esos destrozos): quien esto firma se declara anticomunista. Que es lo mismo que ser antifascista. Y aunque sea hombre de izquierda moderada, reconoce cuánta bobería, cuánto dogma, cuánta arrogancia ágrafa hay en la izquierda. Que suele olvidar que nadie ha matado más comunistas que los propios comunistas. Y hay una ceguera en ellos, y en otros, que consiste en distinguir entre totalitarismos, por no llamarlos abiertamente dictaduras, buenos y malos. Los malos son, por supuesto, los de derechas. Las dictaduras de izquierda las excusan por la nobleza inicial de los ideales, por su amor al pueblo, etcétera. Bobadas. Maneras de autoengañarse. Castro es un dictador asesino. También Pinochet. Del mismo modo que Franco, que Mao, que Mussolini, que Pol Pot, que Hitler, que Stalin.
  
Y es que Stalin es el mayor asesino en serie del siglo XX. Justamente eso. Bien lo sabe Alexandr Solzhenitsyn (1918-2008) y bien lo supo Andréi Sajarov (1921-1989), galardonados hace justamente 35 y 30 años con el Premio Nobel de Literatura y de la Paz, respectivamente. Ambos supieron lo que fue la persecución, la saña asesina, el odio a la divergencia. Ambos fueron víctimas del comunismo, esa otra modalidad del atroz fascismo; ambos fueron tachados por la inteligencia de izquierdas como fascistas, pequeño burgueses, de vendidos a los intereses del también inhumano capitalismo. La estupidez tiene como norma la obcecación. La verdadera inteligencia consiste en saber que no hay que exterminar la libertad para acercarse a la igualdad, como hizo el comunismo. Y tampoco pulverizar las oportunidades de igualdad en aras de asegurar la libertad, como hace el capitalismo salvaje. Antes de ser vituperado, conste que, de adolescente, me consideré comunista. Hasta que se me cayó encima un muro. El de Berlín.
  
Primera página del artículo en su publicación original

Los ideales de la revolución de 1917 fueron nobles. La de febrero de aquel año, que derrocó la monarquía zarista. La de octubre fue un golpe de estado (artero como todos) de la facción bolchevique, que abrió paso a una guerra civil y a una dictadura. Lenin, por tanto, no fue un santo. Sí un interesante teórico. Tras la leve apertura del régimen que supuso la 'Nueva Política Económica' en los años veinte del siglo pasado y que inauguró un momento esperanzador para todos los izquierdistas del mundo, llegó la abyección.
   
Cuando murió el dictador Lenin y fue sustituido por Iosif Visarionovich Dzhugasvilli, Stalin (en ruso, 'acero', y no es gratuito este apodo de clandestinidad con sus connotaciones de dureza y frialdad). Y Stalin, alabado por Alberti, por Picasso, por Paul Éluard, por tantos creadores bienintencionados, fue un criminal sin excusas. La propaganda soviética y, sobre todo, el prestigio ganado por la URSS tras llevar, y padecer, parte importantísima del triunfo sobre Hitler, se ocupó de tildar de fascistas a quienes cuestionaran al líder y su política. Así pues, no me extrañará que los nuevos estalinistas de siempre me tilden de lo mismo. Allá ellos. La ignorancia y el fanatismo, ya lo digo, tienen esas cosas.


Pero este artículo no es un panfleto (aunque lo parezca), ni un libelo (que no lo es de ningún modo). Es un réquiem. Por los olvidados, por los perseguidos, por los muertos del sistema del Gulag. Réquiem es, además, el título del más conocido poemario (1963) de Ana Ajmátova (1889-1966), una de las más intensas voces del siglo XX, cuyo marido fue fusilado en 1934 y su hijo fue encarcelado durante siete meses mientras Ana hacía cola, día tras día, ante la cárcel de Leningrado para tener noticias de él. El primer poema del libro comienza diciendo:
  
"Las montañas se doblan ante tamaña pena
y el gigantesco río queda inerte.
Pero fuertes cerrojos tiene la condena,
detrás de ellos sólo 'mazmorras de la trena'
y una melancolía que es la muerte."
(Traducción de José Luis Reina Palazón)
  
La escritora, y miembro del PCUS, Evgenia Ginzburg (1904-1977) fue otra víctima de los campos de muerte estalinistas. Pasó dieciocho años internada en diversos campos, principalmente en el de Kolima, el más duro de ellos. Tuvo suerte y coraje y sobrevivió. Otros 20 millones de personas (son cifras del historiador británico Robert Conquest, aunque Walter Laqueur llega a citar, entre los diversos cálculos sobre las víctimas del Gulag y las purgas, incluso 40 millones de personas) no tuvieron otro destino que la muerte en el cautiverio o ante el revólver apuntado en la sien. Sus memorias de perseguida, El vértigo (1967), son un testimonio escalofriante de la degradación humana y un canto al espíritu de supervivencia.

La Dirección General de los Campos, cuyo acrónimo en ruso es Gulag, fue creada en 1919 (es decir, bajo el mandato de Lenin) y fue en los años 30 cuando llegó a su plenitud. Junto a delincuentes, reunió a millones de disidentes, o de sospechosos de serlo, para emplearlos en labores que contribuirían a dotar a la URSS de su poderío económico e industrial. También de judíos, ya que tal condición era compartida por Lev Davidovich Bronstein, Trotsky, auténtico Anticristo del padrecito Stalin. Es más, según revela Jean Ellenstein en El fenómeno estaliniano, por la mente del dictador cruzó la idea de exterminar, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, a todos los judíos soviéticos.
  
Interior de un barracon en el Gulag, 1936-37

Estos campos de trabajo en poco se diferenciaban de los de exterminio nazis. Solamente en los procedimientos de aniquilación. También es ilustrador el más reciente título de Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, para comprender los mecanismos y el alcance de la locura asesina del georgiano contra su propio pueblo. Ni siquiera Hitler asesinó a tantos soviéticos como el camarada Stalin. En vez de cámaras de gas, hubo extenuación, hambre, torturas.


Como los nazis, los estalinistas buscaban acabar con toda sensación de individualidad, convirtiendo a sus presos en meras cifras, en máquinas sin alma ni esperanza. Los nombres de Kolima, de Vorkutá, de Slovki, de Iskitim, de Karaganda, de Recks, son equivalentes a los de Auschwitz, Dacha o Mauthausen. Así de simple.

Los intelectuales son sólo los casos más conocidos de entre las millonarias (en número, nunca en posesiones: los kulaks, o campesinos acaudalados, fueron exterminados antes, y los aristócratas y burgueses supervivientes tuvieron que ir al exilio, que la izquierda llamó, cínicamente, 'emigración') del Gulag. Solzhenitsyn fue uno más, encerrado entre 1945 y 1953 en diversas cárceles y el campo de Ekibastuz por haber llamado en una carta a Stalin "el hombre del bigote". Y el que mayor alcance tuvo en su denuncia del régimen.
  
El prisionero Alexandr Solzhenitsyn, 1953

Su libro capital, Archipiélago Gulag 1918-1956 (1973), contribuyó a sacudir las conciencias de Occidente. Como dice Raúl del Pozo, "pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Y es más, Alexandr Solzhenitsyn ha hecho más anticomunistas que toda la CIA. Su libro cambió la vida a mucha gente, al estilo que llevaron a Santa Teresa o a San Ignacio por el camino de Dios. La fábula tiene una honda raíz religiosa y la escritura es terrible y hermosa".

Pavel Florensky, muerto en el Gulag,
junto al teólogo Sergei Bulgakov, muerto en el exilio.
Cuadro de Mijail Nesterov, 1917

 El poeta Danil Andréiev, hijo de Leonid Andréiev, pasó diez años en la prisión de Vladimirski; el inmenso narrador Isaac Babel, autor del clásico Caballería Roja (1926), fue ejecutado en 1939; el maestro entre maestros Mihail Bulgákov murió amargado y amenazado de ser enviado a los campos en 1940; el teólogo y científico Pavel Florenski fue fusilado en 1937 en el campo de las islas Solovietski, el ensayista Iván Katáiev murió durante la purga de 1939, el novelista y poeta Serguéi Klichkov fue detenido en 1937 y murió posiblemente en 1940, el poeta Nikolái Kliúiev fue desterrado en 1934 a Siberia, fue detenido nuevamente en 1936 y fusilado un año después. El periodista Mijail Koltsov fue víctima de las purgas en 1940, Vladimir Maiakovski se suicidó en 1930, cansado del enrarecimiento del clima político y cultural, crecientemente opresivo; el director de escena Vsiédolov Meyerhold fue fusilado en 1940, el poeta Vladímir Narbut desapareció en las purgas hacia 1944, el narrador Boris Pilniak, autor de El año desnudo (1921), fue fusilado en 1937; el ensayista Valerian Pravjudin pereció en las purgas hacia 1939, igual que, en 1937, el poeta Iván Pribludinila; la poetisa Marina Tsvetáieva se suicidó en 1941, tras la desaparición de su marido en las purgas; el escritor Artiom Vesioli fue detenido en 1937 y fusilado en 1939, el escritor y traductor Olieg Volkov estuvo internado en el Gulag casi 30 años, así como ocho años estuvo prisionero el poeta Nikolái Zabolotski.

Esta nutrida nómina es sólo una selección somera. El Gulag existió. La mentalidad de los que lo promovieron todavía existe. Honor a las víctimas y a su memoria. Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis.

Acerca de Rafael Reig

        Palabras leídas en la presentación de la novela de Rafael Reig "Todo está perdonado". Acto organizado por el Aula de Cultura de diario Sur y el Centro Andaluz de las Letras. Málaga, 16 de marzo de 2011
        Quien tome este libro en sus manos, como ahora yo, encontrará, para empezar, una jugosa carta publicada en el diario Público, en cuya sección de Opinión trabaja Rafael Reig, asturiano de Cangas, firmada por Antonio Menéndez Vigil. Al volver la página encontrará que Menéndez Vigil es también asturiano, y que sigue la Eurocopa de 2008 a la vez que vive y narra los episodios que recoge la novela. Sería fácil deducir que Reig se oculta tras Menéndez Vigil para relatar una fábula amarga y española. Pero creo que se equivocará el lector que tal pretenda. Pero no nos adelantemos. El arrebato chusco de patriotismo, lo que aquí equivale a decir delirio, de la carta que firma Menéndez Vigil, deliciosa y provocativa, que aprovecha la racha triunfal de la Roja (y también Gualda) en la Eurocopa de 2008 para proclamar la fe en esa España imbatible, da lugar a que pronto, en la misma página inicial en que asoma Asturias, se proclame, hablando de fútbol, que “Hay otra España”, un país constituido a veces en una unidad de destino en lo universal y otras en unidad de desatino en lo nacional. Efectivamente, otra España la hubo entonces, sobre el césped. Y la hay en este volumen singularísimo en la que nuestra áspera nación está atravesada, en una cicatriz navegable, por el Canal Castellana que comunica Lisboa y Alicante pasando por Madrid. Una España eucarística como la de aquel congreso multitudinario de 1952 en Barcelona, en la que, en ese 2008 que sigue siendo ahora, la gracia divina se ofrece en máquinas automáticas que dispensan obleas bendecidas como quien oferta cigarrillos o condones. Es, en suma, un país cuya historia reciente y alternativa, a la manera de las ucronías más audaces, se nos presenta así:
Nací en 1940 y crecí en la España una, grande y libre del Caudillo, tuve un Seiscientos y otros muchos coches, hasta que se acabó el petróleo, viví la II Restauración borbónica, la Inmaculada Transición, el golpe del 23-F, la ayuda norteamericana para consolidar la democracia (y para la ejecución de las obras del Canal Castellana), el entusiasmo institucional con el referéndum de 1984 (“De entrada no”, decían los del PSOE con calculada ambigüedad), que nos convirtió en Estado Asociado a los USA, con el inglés como lengua cooficial (a partir del segundo referéndum, el del 86) y una monarquía tributaria del Imperio de Washington.
            Nos encontramos, pues, en un paisaje contrafáctico, en el que en el momento en que, hace ya 25 años, Felipe González nos llevó a comulgar con la OTAN, lo que se propuso fue unir nuestro destino (nuestro desatino) a los Estados Unidos. Pero no es sólo una fábula política la que nos presenta Reig, sino eso mismo revestido eficazmente como una historia policial, en la que el hecho desencadenante es una muerte repentina, la de Laura Gamazo en el día de su boda, y que nos llevará a buscar responsable, y responsables, a través de la investigación que por encargo lleva Menéndez Vigil secundado por un perdedor ejemplar, Carlos Clot, Charlie para los lectores, que es quien, se admiten apuestas, tiene una voz más parecida a la que conocemos de Rafael Reig. Y es esa investigación la que nos lleva a retratar un país a través de una familia, los Gamazo, a lo largo del último siglo. Un país que, según Menéndez Vigil, no augura nada bueno: “Decía Balzac que detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen. Eso será en Francia. Aquí sólo hay traiciones, cobardías casi disculpables, negocios bajo cuerda y, por debajo de cada moneda, detrás de cada billete, la sombra de una guerra civil que nadie quiere recordar”.

            Y, claro, con estos mimbres veremos cómo desde el punto de vista del patriarca de los Gamazo, se contempla la democracia como un derivado programado del propio Franquismo. Una España que no es sino una oligarquía con instituciones democráticas. Del Franquismo se nos reflejan las agitaciones de 1956 con un retrato demoledor, desde el punto de vista de los vencedores, de Dionisio Ridruejo, como es igualmente malvado el comentario sobre “un muchacho con tan buena disposición y tantas ganas de complacer que acabó redactando editoriales en El País”.
Aquel Franquismo en el que medraron los Gamazo dio lugar a un régimen en el que tuvimos, y así los nombra la novela, a Suárez, González, Aznar y Zapatero. Como igualmente se tiene a Julio Llamazares y Luis Landero (con los que toma gin-fizz y croquetas de pollo Menéndez Vigil) y, en una apócrifa nota de sociedad y camuflados como asistentes a una boda de postín, a Martín Casariego, Antonio Orejudo, Marta Rivera de la Cruz, Constantino Bértolo y Belén Gopegui. Realidad y ficción se irán enhebrando en los recortes de prensa que se intercalan en la narración, hasta que en el fundamental de ellos aparecen relacionados, en un suceso de sangre, dos de los principales personajes de la ficción: Martínez Vigil y Rosario Valverde. 
En este juego entre realidad y ficción es fundamental la aseveración que hace el personaje secundario Alfonso Olmedo: “La vida es todo lo contrario a una novela”. Por lo tanto, esta novela, será, en aplicación de este principio, independiente de la vida en cuanto realidad, y así añade a este Madrid alternativo, sin coches pero con sacramentos, tribus urbanas, encabezadas por los bucalistas, que se rigen por herejías religiosas y que nos remiten al espíritu desquiciado y  santo de Philip K. Dick.
Dividida en cuatro partes que se distribuyen, zumbonamente, como las diversas fases de aquella Eurocopa, “Fase eliminatoria”, “Cuartos de final”, “Semifinales” y “Final” que a su vez remiten a las etapas hacia el perdón, “Examen de conciencia”, “El dolor de los pecados”, “El propósito de la enmienda” y “La penitencia”, esta novela expiatoria, este “Todo está perdonado”  que nada tiene que ver con aquel “Todo está iluminado” de Jonathan Safran Foer, nos podría llevar a concluir que no hay redención, pero más bien a que ésta siempre, perpetuamente, se aplaza: no puede haber cielo para España, sino un Purgatorio siempre en cuarentena en el que suenan enloquecidos los dados. O, más positiva y lúcidamente,y ya termino, en palabras del narrador acerca de Charo Valverde y Charlie Clot:
Ambos sabían, como lo sé yo, que la culpa sólo remite o con la absolución o con el castigo, y que aquel que ya no es capaz de creer en una instancia superior con potestad para perdonar, no tiene otro remedio que juzgarse por su cuenta y administrarse a sí mismo el castigo con los medios a su alcance.
Ese cromo, como el de Pirri, aparece en todos los sobres. A mí me ha tocado: al que ha perdido la fe sólo le queda el acerbo privilegio de condenarse a sí mismo en tercera persona.
Tal vez tenían los mismos cromos repes, el de la cobardía temeraria, el de la soledad, el del sentimentalismo complaciente, el del martirio acreedor. Aun así, debieron de calcular que entre los dos podrían completar por fin un solo álbum.
Confortados por las palabras de Rafael Reig, Ego absolvo vobis a peccatis tuorum in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Oé oé oé. Muchas gracias.