A Noemí Cohen
Y será la última impostura peor que la primera
Mateo 27, 64
Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, doy fe de que el Mesías ha estado y estará con nosotros, y por ello he seguido, cantando salmos, fatigando senderos, hasta estos confines olvidados de la piedad de los hombres al ungido Sabbatai Zewi, el elegido.
Sé que él ha osado, en la sinagoga de Esmirna, gritar durante el culto divino el nombre de quien todo lo dispensa y cuya cifra es sólo alcanzable para Aquél que ha de venir en el final de los días. Sé que le han visto en la soledad saciar sus lágrimas en las llamas de la oración, en el fuego del ayuno, en el ardor de los azotes y el hielo del mar al amanecer. Yo, Moisés Nizberg, le he oído, a las puertas injuriadas de Jerusalén, llorar dulcemente bajo las estrellas la pérdida de Sión, y puedo decir, yo que hasta esta pérfida urbe de Adrianópolis he sido testigo de su gloria, que en su voz un ángel cantaba.
Quienes compartimos su destino hemos efectuado el tránsito de ermitaños a peregrinos, y en el camino que él nos ha marcado, de Esmirna a Salónica, de Salónica a Morea, de Atenas a Constantinopla, y de allí al lugar en el que los patriarcas reposan, sabemos que el Mesías está con nosotros y que llegará, según es rigor y reza la profecía, como ladrón en la noche.
Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, le he visto resplandeciendo en mis sueños, sobre muros de alabastro y entre banderas ondeantes, y le he visto, mientras todos duermen, coronado de oro proclamando su condición ante la multitud que, surcando mares, hollando valles, superando montañas, ha seguido la estela de su gloria como a su pastor hasta este imperio abandonado a la perfidia de los infieles otomanos.
Quien haya inquirido los signos sagrados de la Torah y los senderos vertiginosos de la Kábala, sabe que el anatema de Joseph Iskapa, el elogio de Abraham Cuenqui, el amor predestinado de la inmarcesible Sara, la lealtad del sabio Raffael Chelebi, la certeza del profeta Nathan Ashkenazi, no son sino el rostro mismo de una misma y vasta doctrina cuya verdad sólo en la conjetura de los sueños, de lo que los nombres callan, puede ser desvelada.
Yo, Moisés Nizberg, he gritado ante las puertas de Esmirna en la entrada triunfal de Sabbatai Zewi en su patria, he ayunado con sabios y niños, mujeres y rabinos y él; he infligido severas penitencias a mi cuerpo cansado, he cantado con él y con la muchedumbre salmos por las calles de Esmirna porque yo le he visto en mis sueños alzar su voz como un trueno hacia nuestro pueblo devastado sobre una muralla majestuosa, flanqueado de gallardetes tremolantes, coronándose, vibrante el ademán, tonante la voz, fulgurante la mirada, con un aderezo de pedrería mientras mil voces lo aclaman.
Por ello, siguiendo el llamamiento de Samuel Primo, de Jacob Sasportas, he seguido, dejando todo, a Sabbatai Zewi desde la convicción de los sueños y la certeza de que el verdadero , el grande, el único Mesías ha habitado y habitará con nosotros para redimir la cautividad de Babilonia y traer, para la eternidad, la remisión de los pecados. He también llorado en la sinagoga antes de partir hacia Tierra Santa, he llorado sobre las cabezas de mis hijos, los labios marchitados de mi esposa, porque todo lo abandonaba para seguir a quien cada noche se transfiguraba en el hijo de Dios para llevarnos victoriosos al trono de Sión.
Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, he oído a Sabbatai Zewi anunciar su marcha a Constantinopla y el destronamiento del sultán, soberano de los Santos Lugares; y le he visto repartir las coronas del orbe entre sus más fieles seguidores y bendecir palomas antes de la partida, y le he visto, con la misma majestad, en Constantinopla, atravesar las puertas de la prisión y volver a traspasarlas entre los improperios de los infieles, camino de la fortaleza de Abydos cuando doscientos navíos llevaban a los pies de la fortaleza a diez mil fervorosos hijos de Judá y rechazar, con ira, el dictamen de Nehemia Kohen al llamarlo, tras secreto examen, seductor de turbas y falso Mesías.
Yo le he visto triunfante en sueños y prisionero en Adrianópolis, y he seguido el halo de su virtud desde la costa de Gallípoli y afrontar con serenidad, ante los arqueros y las picas enhiestas, la amenaza del réprobo Mehmet V sobre los baluartes de la ciudad, y con una mirada secreta dominar la llanura en la que los fieles de Sión esperábamos su palabra de fuego que podía llevarle la afrentosa muerte al reafirmar su naturaleza de Mesías. Y yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, yo que sé que el Mesías ha morado y morará con nosotros, yo que por su fe todo lo abandoné como impuros ropajes, yo, Moisés Nizberg, que he visto en mis sueños coronarse de paños carmesíes a Sabbatai Zewi sobre una muralla de fúlgidos estandartes, yo, Moisés Nizberg, le he visto como un relámpago alzar su voz sobre la llanura y, desde la muralla, arrebatarle el turbante a un lancero y posándolo sobre su sagrada cabeza, gritar sobre el silencio ¡Alá es Grande!
[Publicado originalmente en Puente de plata, nº 1, Málaga, 1992,
recogido en el libro MONTAÑEZ, Mario Virgilio: Humo en un jardín. Relatos, 1986-2006. Prólogo de Juan Francisco Ferré. Málaga, Area de Cultura, 2006]
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