Al cumplirse
los 25 años de la más notoria y espectacular falsificación histórica, cuando en
febrero de 1981 fueron hallados los presuntos diarios de Hitler, es buena
ocasión para revisar algunos de los fraudes documentales más notorios de los
últimos cien años, por no mencionar algunos más antiguos como los que dieron
lugar al llamado “tubalismo” que pretendía un origen mítico para España como
nación merced a un pretendido rey Túbal, nieto de Noé, que propiciaría
fantasías vasco-iberistas para dar un soporte falsamente legítimo al
nacionalismo vasco de Sabino Arana, a partir del libro de Andrés de Poza De
la antigua lengua, poblaciones y comarcas de las Españas (1587), cuyas
fantasías son sabiamente desmontadas, no sin sarcasmo, por Julio Caro Baroja en
su obra fundamental “Las falsificaciones de la Historia” (1996). Antes de
entrar en las más llamativas, por lo populares, falsificaciones históricas del
siglo XX, que no serían sino los diarios falsos de Jack el Destripador y de
Adolf Hitler, conviene hacer un recorrido por otras que, si no tan conocidas,
sí han producido a veces daños de gran alcance.
Las
mentiras antisemitas
Los
autores del exterminio de los nazis
hacia el pueblo judío justificaban sus actos citando el libro Protocolos de
los sabios de Sión, que sigue siendo el credo, junto al autocomplaciente y
delirante Mein Kampf, para los neonazis, y para no pocos fanáticos
islamistas, que siguen creyendo la mentira, ya desmontada pieza por pieza por
los historiadores, de esta presunta obra anónima según la cual un grupo de
sabios hebreos trazaban un plan para adueñarse del mundo. Algo así como una
obra de Dan Brown pasada por la esvástica antes de que los nazis surgieran. En
concreto, este libro, que se sigue imprimiendo para uso de exaltados, apareció
por entregas en un diario ruso en 1903 bajo el título Programa para la conquista del
Mundo por los judíos. Basado en una obra historiográfica del clérigo francés Barruel
sobre el jacobinismo, y en la novela Biarritz del alemán Hermann
Goedsche y empapada del antisemitismo que propició las grandes matanzas de
judíos en las décadas finales de ese siglo, la autoría de esta falsificación
pertenece al agente zarista Serguei Nilus. El resultado, a la larga, se
convertiría en 6 millones de muertos, además de tantos judíos perseguidos antes
y después de la Segunda Guerra Mundial.
El Necronomicón
No todas
las falsificaciones han sido tan nocivas, ni buscado intereses políticos ni
económicos. Entre las inocentes, pero inquietantes, está el celebérrimo
“Necronomicón”, o “Libro de los nombres muertos”, invención de uno de los
padres de la literatura de terror y fantástica moderna, H. P. Lovecraft, que
menciona por vez primera esta obra en 1922, atribuyéndola a Abdul
al-Hazred, El Ciego, autor persa de hacia el año 700. Esta obra, capaz de hacer
comparecer a los demonios y destruir el mundo, ha sido buscada por legión de
admiradores de Lovecraft, y hasta se han reproducido páginas de antiguas
ediciones (se habla de una versión griega impresa en Italia en el siglo XVI, y
de una edición inglesa de 1571 traducida por el mago John Dee). Fichas
catalográficas de este libro perdido han sido halladas en la Biblioteca
Nacional de Francia y en la British Library de Londres, pero se debe más
a bromas de eruditos que a la existencia, nunca comprobada, de la obra.
Resultado de lo sugerente del libro es que se han editado diversas versiones
del libro, todas espurias, en las últimas décadas. Lovecraft, con su mirada
extraña y magnética, sonreiría siniestramente al comprobar el resultado de su
invención.
Max
Aub, el maestro
El
escritor español, más tarde nacionalizado mexicano, y cosmopolita, desarraigado
y de orígenes frances y alemanes, judío y republicano, es en España el maestro
de este género de la falsificación. Pero no es un falsificador. De hecho, a su
obra más conocida adscribible al género, “Jusep Torres Campalans” (1958) fue
considerada siempre por su autor como una novela, aunque se trate de una hábil
biografía, profusamente ilustrada con fotografías y obras de Campalans, de un
olvidado autor de la vanguardia plástica española, mezcla de Picasso y de Juan
Gris, y que no tardó en ser creída cierta, hasta el punto que el interés por la
obra de Campalans (realmente hecha por Aub) no tardó en despertar el interés de
coleccionistas, galeristas y museos. Algo similar consiguió Aub en 1971 con su
novela “Vida y obra de Luis Álvarez Petreña”, que recoge los avatares y textos
de un escritor de tal nombre con tal verosimilitud que sólo la palabra “Novela”
sobre la portada de la primera edición alertaba al lector que se encontraba
ante otro juego literario del autor nacido en París en 1903.
Un verdadero Torres Campalans
Falsos adioses
Quizás
de las falsificaciones recientes más exitosas sean las atribuidas a Jorge Luis
Borges y a Gabriel García Márquez, ambas en forma de poemas en los que ambos
autores, conscientes de la cercanía de “la postrera sombra que me llevare el
blanco día”, en verso memorable de Quevedo, recapitulan sobre su vida. En el
caso de Borges, el poema, titulado “Instantes”, comienza con “Si pudiera vivir
nuevamente mi vida. / En la próxima trataría de cometer más errores. / No
intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. / Sería más tonto de lo que he
sido, de hecho / tomaría muy pocas cosas con seriedad.” En todo caso, se trata
de una pieza mediocre, sin afinidad ninguna con el espíritu ni el estilo del
autor argentino, aunque se publicara en 1989 en la muy prestigiosa revista
mexicana “Plural”, y debida a la pluma de la norteamericana Nadine Stair, que
lo publicó en prosa en inglés en 1978 (8 años antes de la muerte de Borges), con
el título “Si tuviera que vivir nuevamente”, y que es casi una versión exacta,
previa y norteamericana, del apócrifo. Así pues, enigma borgiano resuelto.
Similar
es el caso de García Márquez. El poema circuló por las emisoras de radio
colombianas en 1996 y por Internet. Titulado “La marioneta de trapo”, comenzaba
diciendo “Lo dice una marioneta de trapo: / Si por un instante Dios se olvidara
de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente
no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva pensaría todo lo que digo. /
Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan...” En
fin, algo muy apropiado para lectores de Jorge Bucay o de Paulo Coelho. No
fueron pocos los que lo creyeron obra del Nobel colombiano, enfermo de cáncer,
en la opinión de que se trataba de otro adiós a la vida. La autoría no tardó en
desvelarse: se trataba de Johnny Welch, un ventrílocuo que incluyó ese poema,
en el mismo 1996, en su libro “Lo que me ha enseñado la vida”. La reacción de
Gabo al poema se concentra en una frase de una entrevista: “Lo que me mata es
que crean que escribo así”.
Falsos
diarios
Para
terminar esta galería de despropósitos y engaños, examinemos someramente dos
diarios falsos. El 18 de febrero de 1981, el escritor Gerd Heidemann ofreció a
un grupo editorial alemán 62 volúmenes de unos diarios manuscritos de Hitler
encontrado entre los restos de un avión derribado en la Segunda Guerra Mundial.
Aunque los primeros peritos los dieron por falsos, la editora decidió apostar
por su autenticidad y pagarle a Heidemann dos millones de dólares. El magnate
de la prensa Rupert Murdoch compró los derechos, a su vez, por 3.750.000
dólares en 1983 y contrató a Hugh Trevor-Roper, serio historiador del nazismo,
para que los autentificara. Y el historiador mordió el anzuelo. Dos semanas
después de que la revista “Stern” publicara la primera entrega de los diarios
con el artículo de Trevor-Roper que les daba credibilidad, los expertos
científicos hallaron por la composición química de los productos usados que su
elaboración era posterior a 1945. Heidemann no tardó en confesar: el falsificador
era Konrad Kujau. En 1985 los dos urdidores fueron condenados a cuatro años de
prisión por estafa.
Mientras
que la falsedad del diario de Hitler está demostrada, sigue discutiéndose la
del presunto diario de Jack el Destripador, según el cual el asesino y diarista
era James Maybrick, un comerciante de algodón asesinado por envenenamiento por
su esposa en 1989, un año después de los crímenes de Jack. El “descubrimiento”
se hizo en 1992. Creído como cierto, los expertos calígrafos de Scotland Yard
no tardaron en dictaminar que la letra había sido alterada con florituras
victorianas. También se puso en duda el tipo de tinta. Y también había
contradicciones de detalle con los hechos del Destripador. Finalmente, en 1995,
el hombre que apareció como el descubridor del diario de Maybrick, un
comerciante del metal llamado Michael Barrett, admitió que él y su mujer Anne
falsificaron el diario. Su actual propietario sigue batallando, en diversos
libros y contra toda esperanza, por la autenticidad de su posesión. Y es que el
que no se engaña es porque no quiere.
Artículo publicado en Diario Sur el 17 de febrero de 2006