Primero fue un rostro, en blanco y negro, en un anuncio de una novela, The Secret History, que en el metro de Londres me observaba en 1992 con exitosa insistencia. Reconozco que entonces fue el rostro, en esa foto que ahora orna esta reseña fugaz, el que me llevó al libro anunciado. Que sólo leí, en inglés, hasta la página ciento y algo dejándome, al cabo de tantos años, en el recuerdo un amplio y prometedor exordio y una sensación de tardes infinitas y vacías, de televisión y calor, que el protagonista evocaba en Texas. Después nada. Durante años. En los que compré una edición en español de lo que se titulada El secreto antes de que un libro idiota pasara a llamarse igual y vendiera lo suyo.
Llega el momento de ahora en que opto por El jilguero después de leer una crítica casi entusiasta de Stephen King [aquí la crítica de King] y decidir darle la oportunidad truncada y pospuesta a la autora. Por una parte, todo lo que dice King es cierto. Es una novela notable y muy Dickens. También innecesariamente gruesa. Pero esa lectura es también gratificante. E incómoda. Por momentos parece una novela de Paul Auster, con ese mundo de anticuarios y porteros, de adolescentes sagaces y esquinas precisas. Más adelante, aparecen drogas y los personajes perfectos dejan de serlos, abriéndose una barrera de extrañamiento que sólo muy a la larga terminará rompiéndose. Por medio, y deslizándose a lo largo de toda la novela, esa misma sensación de tiempo paralizado, de tardes eternas, que ya vislumbré en El secreto y que esta vez tiene como marco geográfico una ciudad holandesa. Al final, la novela de un giro hacia el género negro y añade un epílogo moral. Una buena lectura pero sigue sin ser un libro perfecto cuando, a lo largo de todas páginas, Tartt nos ha ido demostrando que es capaz de conseguirlo pero que prefiere dejarlo para otra ocasión. Una pena. Pero también una promesa.
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