Ya en su primera novela, Bobby Logan (2011), Miguel Ángel Oeste
(Málaga, 1973), presentaba sus
coordenadas narrativas: juventud y personajes que se relacionan en los años
80-90 en los barrios de Pedregalejo-El Palo de Málaga. Tal vez porque es joven
aún, adentrándose en una madurez personal y literaria que demostró en su
segunda ficción, Far Leys (2014) que
giraba en torno al cantautor maldito Nick Drake, vuelve a su lugar natural.
Aviso que es una novela que te
deja sin aliento y con mal cuerpo. Y lleno de admiración , con ganas de
aplaudir al autor y sacarlo a hombros. Por las playas de Pedregalejo, pero a hombros.
Y de besar la cubierta del libro (una costumbre, la del beso en el libro, que
mantengo sólo con los que merecen la pena). Admirando el ritmo sincopado del
primer cuarto (aproximadamente) de la novela: frases cortas, secas. Trallazos.
A lo, digamos, Palahniuk, como focos estroboscópicos hipnóticos en una
discoteca destinada a hacer alucinar a los danzantes que vociferan. Aunque,
como en el tango de Homero Manzi, parezca que La pista se ha poblado al ruido de la orquesta / se abrazan bajo el
foco muñecos de aserrín... Son enérgicas sus
descripciones de sudor y alucinación, carne joven y desesperada, a las que se
unen insertos de imágenes, metáforas, recuerdos, saltando como peces en el
horizonte. Hay tanta verdad en Bruno, narrador en primera persona y
protagonista absoluto, que el lector no puede dejar de empatizar con él, por
muy dominado que esté por pulsiones que pueden ser nocivas y dejarse seducir
por la voluble Reyes y sentirse harto de
la presencia del Manco, Pipo, el Bocina, los amigos de todos. Y atraído por ese
Diógenes en su tinaja que es el Pérez, que es más un sabio estoico que un
cínico.
Con todo, por mucho alcohol y
porros y pastillas y coca, vive en Bruno, sobrevive, una lucha por la pureza,
por la inocencia, por mucho que Bruno se sepa impuro, arrastrando sus heridas y
su desaliento, por querer escapar de esas páginas y ese pasado. Bruno quiere
sobrevivir, salir de ahí, de esas circunstancias, de esa historia, de esas
páginas, aunque sea montado sobre una ola. Como dijo Rimbaud, “sé que la carne
es triste, y yo he leído todos los libros”. Aunque no hace mucho alarde de
saberes, más allá de la cultura popular, la alusión final a Tender is the night de nuestro padre y
maestro Fitzgerald, nos sitúa, nos lo sitúa, en otro nivel. En alguien muy
distinto al resto de la pandilla.
Más adelante, aunque la narración
siga siendo veloz, la frase amansa su ritmo, pero sin caer en recovecos
barrocos. Se hace, no sé, más barojiana. Y mantiene con maestría esa tensión
que enmascara la memoria de sucesos de infancia en otro lugar de la costa
malagueña, Calahonda, haciendo que vaya asomando el desastre vital de los
padres, su capacidad de hacer infeliz a un inocente. Oeste nos presenta, en un
visto y no visto, los aletazos de la memoria de un episodio del pasado, carnal
y angustiante. Consigues que el olor a los cigarrillos y a la colonia Lacoste
nos ponga en alerta desde los primeros capítulos, más adelante desaparece y nos
deja con la duda de si el verdugo de esa inocencia casi olvidada es el padre o
Albor. Y al final, el mazazo, la rendición. El lector cierra el libro con pena,
desolación, estupor. Y admiración por el talento narrativo de Miguel Ángel
Oeste.
¿Desean pruebas? ¿Quieren probar
la mercancía antes de comprarla? Allá van.
Mientras culmina una fallida
operación de narcotráfico en el Campo de Gibraltar, Bruno rememora:
Desde Calahonda dormía mal. Aquel fue el verano en que comenzaron las
sombras. El olor a pieles mezcladas, un vaso con un líquido parduzco abandonado
en la mesita de noche, orientarme en la mañana, aturdido, sin descifrar las
causas, los detalles que cada mañana descubro en la nube por la que transita la
cabeza, aceites, vaselina, cintas de cuero, un cenicero con colillas, blísteres
metálicos arrugados y vacíos, retrocedo y corro hacia atrás, aunque me resulta
más complicado que hacerlo hacia delante, y a medida que transcurren las horas,
conforme el día avanza, parece que me recupero, que vuelvo a ser yo, con lo que
eso signifique.
Y al fin golpes.
Sombras. Que invaden, que
invaden. Un narrador que huye hacia atrás, arañando una memoria que desearía no
tener, que intenta ser él mismo. Éste es el universo Oeste, del salvaje y dulce
Oeste.
Algo más adelante, tras una
escena de sexo chungo y angustiante:
Los sueños como rayas.
Los sueños que dejaban de brillar a medida que descendías por las
grietas profundas.
Recuerdos o mentiras, me costaba diferenciar una cosa de otra.
Así es, en la conciencia alterada
del joven Bruno se confunden mentiras, memoria, deseo.
A continuación hace un ejercicio magistral
de descripción en collage de elementos objetivos y subjetivos:
Los gemidos, el olor, la presión, el sufrimiento, las ganas de vomitar para
sentirme mejor, el terror en mitad de la noche y mi padreen la cama para
arroparme, ¿o ya estaba allí?, las demás respiraciones, ¿o era la mía?, un
golpe seco en el estómago, los gritos y los brazos moviéndose en un caos
indescifrable, ¿dónde me encontraba?, un dolor en la mejilla, hincado de
rodillas, la cara en el suelo, encogido, culebras traspasándome, entrando por
los orificios, dando latigazos, perforando, reptando, la mano de mi padre en la
frente, mi mano en la frente mientras con la otra me sostenía al inodoro y
echaba a los polizones y escuchaba la ira de Reyes y a los demás y me
derrumbaba, apagándome, fuera de mí, de foco, en algún sitio protegido de los
recuerdos que infectaban los pensamientos diarios.
Es una novela que juega entre un presente
fingido situado alrededor de 1982 que evoca Bruno desde un periodo posterior,
que oscila entre las luces cegadoras de la violenta luz de Málaga, deslumbrante
y salitrosa, y la noche de jadeos y reggae y discos y pirulas. Entre el
inconfeso afán de recuperar la inocencia de antes de Calahonda. Pero no habrá
misericordia. La realidad es así de cabrona y el final es desalentador. Entre
ese montón de penas, y vuelvo a recurrir a Manzi, se puede decirle a Oeste que
a pesar de la crueldad de la historia, La
gente se te arrima con su montón de penas /y tú las acaricias casi con un
temblor... / Te duele como propia la cicatriz ajena: / aquél no tuvo suerte y
ésta no tuvo amor. Y concluyendo esta reseña y el tango, miro a los ojos
honestos de Miguel Ángel Oeste y sibilinamente le canto: ¿No ves que están bailando? /¿No ves que están de fiesta?/Vamos, que
todo duele, viejo Discepolín...