Si algo hace atractiva la Falange
Española, más allá de la figura trágica de José Antonio y una visión de España
que vivía entonces, como ahora, en un momento crucial e inestable (cito a Primo
de Rivera: Nuestra España, que se
calificó por ser un “estilo” según Menéndez y Pelayo, es hoy la cosa menos
estilizada del mundo. Nosotros queremos una España alegre y faldicorta. El
mundo, y España forma parte del mundo, asiste a los minutos culminantes del
final de una edad), más allá de comparaciones groseras y guerracivilistas
hechas con trabuco y cócteles molotov desde un campo de batalla que se avizora
posible, queda como su mejor legado la calidad deslumbrante de los prosistas de
la Falange. Este libro de Rafael García Serrano, reeditado por Almuzara en una
colección ejemplar de testimonios de las dos y hasta tres Españas, es un
ejemplo deslumbrante de ese estilo frío pero efusivo, calmo y vibrante,
cincelado como un relieve romano, como un camafeo helenístico, orfebrería
verbal.
Concebido
más como un poema en prosa en nueve capítulos que vienen a ser nueve cantos,
seguimos a un falangista, Eugenio, contemplado por su camarada de estudios y
militancia que es el propio autor. Eugenio es un exaltado, alguien que un dos
de mayo de 1935 se lía a bofetadas con alguien que sale de la embajada
francesa, harto del espíritu vulgar de las conmemoraciones, de la calma
burguesa desprovista de grandeza y de heroísmo (El miedo, camaradas, es un prejuicio pequeño burgués), y lo
seguiremos enamorándose en su comarca norteña, confesando haber matado a un
comunista y finalmente vertiendo su sangre en un enfrentamiento con los
adversarios, justo un año después y situándose, por tanto, antes del disparate
de julio de 1936.
Así
cae el protagonista:
En la Facultad
nació el rumor de golpe y nadie sabía el belén triste de aquellas palabras. Fue
rápido el rumor; y la angustia. Era dos de mayo en todos los calendarios y
primer día de sol en las más altas azoteas. Eugenio había caído en el borde de
la mañana, al recorrer su habitual camino universitario. Dos pistolas
comunistas hirieron su ímpetu madrugador. Y en la huída gastaron pólvora en
salvas con el nuevo aire. Tal gallardía de caído tuvo Eugenio, el bien
engendrado. Al principio, nadie lo quiso creer: yo, sí. Y estoy seguro de que si
Eugenio repasó su vida, con los ojos fijos en la corriente sangre, recordó con
entrañable resignación su mañana de ungido. Exactamente un año.
Y así lo asume
el narrador, y así concluye el libro:
Ahora voy solo
hacia casa. Las gentes viven igual que hace dos días. Pero antes de ayer
Eugenio respiraba libertad y fervor de abrazarnos. Y esta asquerosa multitud no
se entera de que veinte años heroicos se pudren bajo la tierra. Luchando por la
felicidad del universo. Luchando por este hombre y esta mujer que pasan a mi
lado. Me siento con fuerza para dar fuego a Madrid por sus cuatro esquinas
camperas. Esta canalla que se divierte mientras los demás nos batimos. En el
pecho me nace la angustia, como un amor. Y siento ganas de gritar en cualquier
encrucijada, seguro de hallar respuesta seca, las divinas palabras que acabo de
heredar, porque no soy yo quien habla. Es Eugenio, siempre conmigo. Para
siempre a mi lado. Me dice suave y las silabas adquieren un prestigio violento.
Más que charla, sermón de la buena nueva. Cuando vuelvo a quedarme solo,
renazco a la ciudad completamente tranquilo. Y me parece soñar romanos saludos
como militantes donaires de la calle. En un periódico veo la noticia que me
alegra: diez bestias enemigas muertas en represalias. Estoy seguro de que sabré
manejar el fusil y buscar diana precisa cuando sea necesario. En las entrañas
mías -soy camarada de Eugenio- presiento lo que vendrá. Porque, muerto Eugenio,
soy yo, también, profeta. Por cada baja, más hombres a los puestos del aire.
-¡Camaradas: acaba de proclamarse la
Primavera!
Escojo disparos en
cada ser que cruza mi camino. Y al tiempo, el rumor de la noche me exalta el
amor porque cayó Eugenio.
-¡Camaradas: ésta es la proclamación la
Primavera!
Contengo las dos
últimas lágrimas de mi vida. Al levantar mi brazo ante un grupo falangista
suenan unos disparos hacia la iglesia de San Luis. Sobre el escudo se alza la
noche: en primaveral consigna.
La
retórica falangista alcanza en este libro una gran altura literaria. El mensaje
moral, el gozo en el exterminio, es algo que no se puede asumir. Pero sí su
defensa de esta patria nuestra, tan vituperada como áspera.
Lo leí con catorce años en una edición de bolsillo (y para un bolsillo muy particular: "Ediciones para el bolsillo de la camisa azul" se llamaba la colección) que tenía mi padre, y también tuve la sensación, como el autor, de que Eugenio era el muerto que me gustaría haber sido.
ResponderEliminarNo lo quiso así la vida, pero ahora, cuando estoy a punto de cumplir los 62 años y parece que si el destino no lo remedia (la esperanza es lo último que se pierde, y la vergüenza lo primero, apuntábamos en el Tercio) me veré abocado a la insulsa muerte burguesa del "catálogo" de muertes expuesto en el libro, aún sigo cumpliendo el juramento que realicé dos años después de leer el libro.
C.A.F.E.