Recuerdo el inicio de la protofascista película El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, que realmente trata de la destrucción de una nación, de su escisión y de la constitución de dos naciones enfrentadas: la Unión y la Confederación. En uno de los primeros intertítulos se señala, de sopetón, el culpable de la tragedia: The bringing of the African to America planted the first seed of desunion. Asimov, en este tercer tomo dedicado a Estados Unidos dentro de su Historia Universal muestra que realmente la discusión sobre la abominable esclavitud, la semilla la desunión fue la propia debilidad de la Unión, que no supo gestionar la autonomía de cada Estado en su relación con el estado central federal. Leyendo a Asimov, lo que extraña es que no se liaran a matarse cincuenta años antes. Desde la perspectiva española actual, resulta una lectura instructiva, casi un aviso. Si los clarines aquí sonaran (que de todo somos capaces, ya que otra vez estamos divididos entre comunistas y fascistas, o al menos entre dos bandos que tratan así al otro), yo estaré con la Unión.
Yendo al libro, resulta escalofriante la torpeza y la estupidez de los politiquillos que llevaron a la guerra. Emerge, como un faro, Lincoln, convertido en un titán, y décadas antes el insensato Andrew Jackson. En tercer lugar y cuarto lugar, quedan Robert E. Lee, a quien ofrecieron el mando del ejército de la Unión, pero que eligió servir al bando al que se uniera su Estado natal, Virginia, que fue a la Confederación, y Ulysses S. Grant. Llamativa es la ineptitud del primer jefe militar de la Unión, George Brinton McClellan, un idiota especialista en postureo y poco más.
Entre los datos curiosos está la participación de Lewis Wallace, futuro autor de Ben Hur, que con su defensa férrea frenó una incursión confederada sobre Washington que podría haber dado la victoria definitiva a los confederados. Impresiona el dato de que Lincoln daba por perdida su reelección y con ello la guerra (fue investido por segunda vez el 4 de marzo de 1865, Lee firmó la rendición el 9 de abril, cinco días después fue asesinado Lincoln, y el 2 de junio se rindió la última ciudad de la Confederación, Galveston), teniendo planes para firmar la paz, y con ella la división final del país en dos, antes de que fuera investido su rival.
Como pasaje a no olvidar, el inmortal discurso de Lincoln sobre el campo de batalla de Gettysburg, convertido en memorial de los caídos un año después. Aquel 19 de noviembre de 1863, Lincoln escribió y leyó una de las mejores páginas de la historia de la Humanidad:
Hace 87 años, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación concebida en libertad e imbuida de la creencia de que todos los hombres son creados iguales.
Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil, en la que se pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y con tales ideales puede durar largo tiempo. Nos encontramos en un gran campo de batalla de esta guerra. Hemos venido a dedicar este campo como lugar final de reposo para aquellos que aquí dieron sus vidas para que esta nación viva. Es totalmente correcto y apropiado que hagamos esto.
Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar, este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado, muy por encima de nuestro escaso poder de añadir o quitar. El mundo tomará poco en cuenta, y no recordará, lo que decimos aquí, pero nunca olvidará lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, quienes debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que los que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron la última medida colmada de celo. Que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.Hace ochenta y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales.
Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como lugar de último descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa. Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí ya lo han consagrado, muy por encima de lo que nuestras pobres facultades podrían añadir o restar. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí digamos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. En cambio, nos corresponde a nosotros, los vivos, comprometernos a dedicarnos a la tarea inconclusa que quienes han combatido aquí han hecho avanzar tan noblemente hasta ahora. Nos corresponde comprometernos aquí a la gran tarea que nos queda por delante: que por estos venerados muertos aumente nuestra devoción a la causa a la que ellos dieron toda su devoción; tomemos la firme resolución de que estos muertos no hayan muerto en vano; de que esta nación, conducida por Dios, conozca un renacer de la libertad, y de que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la tierra.
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