Las inevitables entrevistas de promoción del libro al publicarse, alguna reseña, me pusieron en la pista de este relato, una novela de no ficción que es casi (un casi muy pequeño) una obra maestra. Comenzando en primera persona, Ruge cuenta cómo accede a los archivos soviéticos, los del Komintern para cuyo organismo de Inteligencia trabajaba, la OMS (Departamento de Enlaces Internacionales pero en sus siglas rusas), su abuela. Una abuela, alemana, que no había contado demasiado sobre su experiencia, fugitiva de los nazis, en el Moscú de las grandes purgas. Del Gran Terror. Cosas de comunistas. Tan asquerosas como las de los nazis.
Como sea, tras ese prólogo en el que va dando voz a sólo tres personajes -Charlotte (la abuela del autor), Vasili Vasílievich (presidente del Colegio Militar del Tribunal Supremo de la URSS), Hilde, exmujer del segundo marido de Charlotte y secretaria del jefe del Komintern-, seguimos a la pareja feliz e imperfecta formada por Charlotte y Wilhelm, que compartían ocupaciones e ideologías, que ve tambalearse su tranquilidad de unas vacaciones de verano en Crimea, al leer el nombre de un conocido, más bien amigo, entre los juzgados, condenados y ejecutados en el juicio contra el centro zinovievista-trotskista, Alexander Emel. Bastará ese dato, leído en un periódico, para que la vida cambie, y llegue el miedo y la pareja se apresure a confesar ese conocimiento, minimizándolo, ante el riesgo de ser arrastrados hacia la culpa a pesar de saberse sumisos secuaces de Stalin. Es en ese clima que la pareja cesada en sus ocupaciones es hospedada en el deslumbrante hotel Metropol del título, convertido en Purgatorio, en almacén de futuras víctimas, donde van desapareciendo comensales en el comedor, donde van apareciendo, tras pasos en la madrugada, habitaciones selladas. La inclusión, acá y allá, de documentos reales, reproducidos fotográficamente acompañados de su transcripción, no sirve para dar sensación de realidad, sino que aumenta la extrañeza, remarcada por el excelente dominio que Eugen Ruge tiene de los resortes literarios. Pocos libros tan intensos como este, al que sólo le sobraría un epílogo en el que se cuenta qué se sabe de este o aquel personaje, y Ruge reconoce qué tuvo que inventarse o qué no. Este epílogo equivale, ay, a explicar trucos de magia. De ahí que no sea la obra maestra que sería sin ese añadido.
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