Este
libro de Gregorio Morán, que escribe con sagacidad y mala uva, con prosa
afilada y no poca perspicacia, es un retrato del mundo cultural español (más
bien del literario, con algún filósofo, un cura musicólogo, no pocos
funcionarios y mucho advenedizo –notoria es la inquina que muestra hacia Umbral
y Cela, a los que nombra siempre de pasada para meramente despreciarlos-,
entreverados con funcionarios del régimen de entonces y el de la Transición)
usando como pretexto la figura del cura Jesús Aguirre, devenido después en
Duque de Alba. Es un retrato cruel de la intelectualidad española (los
mandarines) sobre la que va superponiendo, como río que se esconde y vuelve a
surgir, la figura de Aguirre. Todo contado desde el sustrato de la posguerra en
el Santander de posguerra en que se incuba, con sus complejos y su ambición,
Aguirre, pero sobre todo desde 1962, el año del contubernio de Múnich, la boda
del príncipe Juan Carlos, el estado de excepción, el fusilamiento de Julián
Grimau, la publicación de Tiempo de
silencio de Luis Martín Santos. No muy lejos quedarían los fastos, en 1964,
de los XXV Años de Paz con su exaltación de la benevolencia del régimen
franquista. Los que eran mandarines durante los años 60, seguirán siéndolo con
la democracia recién reinstaurada. Algo muy español.
Jesús
Aguirre, cuando se casa con la duquesa de Alba, es un sacerdote, abandonado del gremio, por desgana y aburrimiento,
homosexual convicto y confeso que no le hace ascos a nada, inteligente y sagaz,
culto, sin un duro. El personaje de Aguirre es sólo un pretexto para narrar
las décadas de los 60 y 70, con un Martín Santos de trato difícil, un García
Hortelano convertido en un chistoso y poco más, un Manuel Sacristán convertido
en portento de la inteligencia, un Aranguren que hace lo posible y se deja
llevar, un Max Aub doliente y conmovedor en sus dos regresos a un país devenido
extraño e ingrato, Laín Entralgo
inconsistente, mi amado Manuel Alcántara premiado. Y un Juan Luis Cebrián oportunista y
tornadizo. Con todo, más allá de que liándosela con papel de fumar Víctor
García de la Concha intentara prohibir
su publicación, lo que hizo que se leyera más de lo inesperado, es un ajuste de
cuentas con la clase de los letraheridos tan pagada de sí mismo. Como defecto,
se echa de menos que pase tan por encima, sin apenas tocarlas, por las décadas
de 1980 y 1990 (el relato se cierra en 1996 con la llegada al poder de Aznar,
por mucho que el cura/duque muriera en 2001). Ira, subjetividad, extrema
capacidad crítica en un libro implacable y necesario.
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