lunes, 12 de junio de 2017

Kathleen Cassello. Elegía por una soprano

Un amigo especialmente querido  va  a dar esta tarde una charla sobre tenores. Yo, al hilo de la charla con él (somos compañeros de trabajo, y hablo de Ignacio Jáuregui), se me ocurre mirar qué se sabe últimamente de Kathleen Cassello. La red informa que murió el 12 de abril de 2017 en Múnich por causas no reveladas.  A los 58 años. Un puñado, escaso, de referencias aquí y allá. Kathleen Cassello. Muerta. La soprano a la que estaba dedicada un poema en prosa dentro de un librito que me publicaron en 1996, “Cinco quimeras”. Kathleen Cassello a quien va dedicada la novela que comencé a escribir hace veinticinco años y que tal vez algún día terminaré (junto a ella, esa obra inacabada, titulada Reinaba en el silencio, va dedicada a mi esposa, Mª Isabel Alcobendas). Kathleen Cassello, a quien debo por obra de música y sueño y belleza y verdad mucho de lo que soy y que ahora confesaré como homenaje, y quisiera que elegía, a Cassello.


                Es muy simple, verdaderamente. El 7 de febrero de 1992 asistí a una función de ópera en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes, en Málaga. Yo tenía 25 años entonces, y me había casado (para mi desdicha) veinte días antes. Oficiaba, por entonces, como crítico musical de Diario 16 de Málaga. La ópera era Lucia di Lammermoor, de Donizetti, y como solía hacer, había leído el libreto en los días previos, había escuchado varias veces el viejo disco. Estaba preparado para juzgar la función. En el rol de Lucia, una joven soprano norteamericana, Kathleen Cassello. Cantaba magníficamente Cassello. Al llegar a la escena quinta del primer acto, la tensa escena en que debe firmar el contrato nupcial con Enrico, cuando Lucia se debate y canta Me misera [Pobre de mí], estampa su firma y afirma Io vado al sacrificio [Voy al sacrificio], al llegar a ese momento, tras un doloroso insistir de violines, mis ojos estaban llenos de lágrimas. Me sentí superado por la emoción, no podía resistir más. Es algo que nunca antes me había pasado. Al día siguiente, escribí una crónica entusiasta y gestioné una entrevista con Cassello antes de la segunda función (la recuerdo ataviada de época, haciendo ejercicios con la voz camino de la oficina en que grabé (guardo esa cinta) aquella entrevista hecha en italiano (el canto es una expresión del alma fue el titular y el resumen de lo poco que dijo) y en la que al final me dedicó la foto del programa de mano (que también conservo y nunca llegué a enmarcar).



                Hasta ahí, todo normal, todo lógico. El muchacho malagueño que en la ópera se emociona. Pero la siguiente noche tuve un sueño que me transformó (y transformado sigo). Tuve un sueño sin imágenes en que sólo había música, y acaso una voz que era la de Cassello. Recién despertado, y conmovido, conmocionado, no sabía qué música era aquella pero tenía una certeza inconmovible: había accedido, a la vez, a la belleza absoluta que por sí misma era, a la vez, la verdad absoluta. Esa belleza y esa verdad pasaban a ser, eran, una manifestación de algo infinita, inmortal y superior a nosotros, mortales y débiles. Era, sí, la forma que había tenido la divinidad de manifestarse a este débil mortal que escribe esto veinticinco años después y dos meses tras la muerte de Cassello. Es el dios en que sigo creyendo y siempre creeré. Yahveh, el dios de los judíos. YHWH, haShem, el nombre (el dios de que hablo carece de forma). Pero no quiero hablar de mi firme judaísmo, de mi fe. Quiero hablar de cómo recibí esa lanzada de luz en el corazón durante un sueño, ese vislumbre de eternidad. Lo que sentí, gracias a esa voz, lo quise expresar en el  poema en prosa que ahora, tantas años después, reproduzco.


Regnava nel silenzio

A Kathleen Cassello, soprano


                Enjutos caballeros entonan sus preces. El eco perfila en los terciopelos el sendero de un éxtasis celeste, surca las plateas de dorados emblemas convocando la levedad de un sueño. Una voz puede ser la clave para penetrar en un reino secreto, y por ello el escriba recorría febriles pergaminos inquiriendo los signos apresados entre  líneas impares las señales sacras de una armonía invisible.
                Bajo las almenas, una doncella enloquece, y en su lamento un pájaro de oro enreda su silueta en un laberinto de raíces sombrías. El dios de que hablo carece de forma, y sus frutos pertenecen al aire. Lágrimas son sus indicios, y melancolía su cifra.



                Ahora, Kathleen Cassello es silencio. En su memoria, me queda las lágrimas, queda la melancolía.






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