27 de septiembre, 2015. Domingo de paz en Málaga, de calor y humedad. De elecciones autonómicas en Cataluña. En casa, desde temprano, TV3 (entiendo catalán, mi esposa lo domina). Los programas rutinarios se convierten en verborrea rutinaria que recoge exclusivamente la opinión de los secesionistas. De los que quieren destruir mi patria y también la suya. De pronto, hay sensación de déjà vu, de la cantilena monótona de mis días de infancia, de cuando el asesinato de Carrero Blanco o la agonía de Franco, de las consignas unánimes y sencillas. Hay desazón en casa, vértigo. Veo a un chico que agita una bandera española (la bandera de todos, la constitucional) mientras vota Artur Mas y lo sacan entre zarandeos. Recuerdo el referéndum ilegal del 9 de noviembre de 2014, con gente votando arropada en la bandera secesionista, y todo eran sonrisas y compadreo. Hace unos días, la misma bandera de España (la bandera de todos, la constitucional) era retirada por una mano extranjera (nadie me podrá acusar de anti-argentino ya que la mitad de mi familia, junto a la mitad de mi cultura y de mi corazón pertenecen a ese país) del balcón del Ayuntamiento de Barcelona. Todo, decía, desasosegante y estúpido. Todo obviamente gilipollas.
Mi querida Cataluña (no diré mi amada Cataluña por mucho que sea barcelonesa y catalana mi, ella sí, amada esposa) fue en su momento, más allá del reparto de agravios del imaginario popular según el cual son tacaños los catalanes, vagos los andaluces, chulos los madrileños, brutos los vascos, tozudos los aragoneses, decía, fue el lugar de la tolerancia, de un modo de ser europeos que queríamos para los demás, de ser modernos y cosmopolitas y abiertos al mundo. Y hoy, esa Cataluña que algunos ruidosamente quieren nación se convierte en aldea, en lugarejo en el que sólo hay lugar para quien renuncie al idioma y a la bandera (la bandera de todos, la constitucional) de Cervantes y de Gil de Biedma o Juan Marsé, donde sólo hay lugar para los que doblen la cerviz ante la causa sagrada de la libertad de un pueblo que ya es libre, donde sólo hay lugar para los adoctrinados, para los que que se tragan todo lo que les dice la televisión norcoreana que siempre fue TV3. Cansado y asqueado estoy de la verborrea de parvulario de los secesionistas. Como, por poner un ejemplo simple, la que maneja, llena de ruido, furia e insultos, el atroz divulgador Sebastià d'Arbò (aquí, el facebook del especimen) del que ya me ocupé con amable crueldad en este blog (véase aquí). La Cataluña que me gustó, en la que vive mi familia política dividida entre cultores de la intoxicación y la mansedumbre y los que en silencio y con paciencia no olvidan cuál es el nombre de nuestra patria común e indivisible, en la que viven amigos queridos con los que apenas hablo por miedo a que estemos en posturas opuestas e irreconciliables, está desapareciendo. Ojalá esta noche, con los resultados, y en los días sucesivos, se termine la pesadilla y al despertar comprobemos que el dinosaurio ya no está ahí (sino en Andorra camino de Suiza camino de Canadá).
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