En uno de mis libros favoritos por lo raro y
arbitrario, “Novelistas buenos y malos juzgados por el P. Pablo Ladrón de
Guevara de la Compañía de Jesús” (Cuarta Edición Completa, Bilbao, El Mensajero
del Corazón de Jesús, 1933), se despacha a Emile Zola con contundencia:
“ZOLA,
Emilio. (1840-1902). Su padre era italiano, y él nació en París, donde murió de
muerte desastrada, después de haber escrito libros tan escandalosos por su
impiedad y asquerosa lujuria, que acabó por causar náuseas a sus mismos amigos.
Con tal infame comercio se hizo muy rico. A su realismo le llama un crítico, y
por cierto de lo más impío, brutal y grosero, añadiendo que los tipos de
sus novelas son generalmente grotescos y monstruos repulsivos, dejando su
lectura una impresión penosa.
NOVELAS:
Todas sus obras, opera omnia, están prohibidas en el Índice
actual”.
Fastidia tener que darle la razón al
iracundo cura. Más aún cuando ayer fue elegido Papa otro jesuita, el arzobispo
Bergoglio, que tanta esperanza y admiración despierta. Pero es que la lectura
de Naná es desesperante. Es mi primera lectura de Zola, y tal vez la
última. Aunque sea Zola tan ejemplar en su lucha valiente a favor del capitán
Dreyfus, este libro repele, invitando a dejar incompleta y truncada para
siempre la lectura. Se comienza leyendo con
la sensación de que los defectos de ese estilo mareante pero sin adornos deben
achacarse a la traducción. Que en mi edición barata nadie firma. Sólo cuando
haya acabado el libro, y sepa que es sólo la tercera novela de la saga de los
Rougon-Macquart y la primera de una trilogía dentro de esa serie (son las otras
La taberna y Germinal), se comprenderá por qué aburre y aleja al
lector, produciéndome el mismo efecto de hastío que algún título, olvidado, de
la Comedia Humana de Balzac.
Aquí todo es lo mismo, verborrea,
nombres, pinceladas, rellenando páginas y más páginas que siguen las peripecias
de un puñado de burgueses y de nobles, de señoritas livianas y voraces, de
comiduchos brutos. Pero sin que nadie te interese mucho, sin que esos
personajes te aporten nada. Ni por lo bueno ni por lo malo. Se piensa enseguida
en La Regenta, en el pequeño mundo que Clarín nos propone. Y gana el
novelista español. Sin que se parezcan las dos novelas excepto en la voluntad
realista. Naná, la protagonista, es una imbécil. E imbéciles, sin matices pero
con diversos grados de intensidad, son los que le acompañan o sufren en las 470
páginas.
A lo más, un
par de párrafos merecen subrayarse por cuanto sintetizan una época.
En el
capítulo XII, un eco de una sociedad:
“Constituía una locura hacinar quinientas personas en una
estancia donde apenas cabían doscientas. ¿Por qué, entonces, no habían resuelto
firmar el contrato en la plaza del Carrousel? “Efecto de las nuevas costumbres”
decía la señora Chantereau; en otros tiempos esas solemnidades transcurrían en
familia; actualmente era preciso una muchedumbre, entrada libre para todo el
mundo y el aplastamiento, sin el cual la velada parecía insípida. Era cuestión
de exhibir el lujo y para ello se introducía en la casa la espuma de París, y
nada más natural si semejantes promiscuidades pudrían en seguida el hogar.
Aquellas señoras se quejaban de no conocer a más de cincuenta personas. ¿De
dónde salía todo aquello? Hasta las solteras, muy escotadas, exhibían sus
hombros desnudos. Una mujer llevaba un puñal de oro plantado en su moño,
mientras que un bordado de perlas de azabache la vestía como una cota de
mallas. A otra la seguían sonriendo, ¡tan singular encontraban la osadía de sus
faldas ajustadas! Todo el lujo de aquel fin de invierno se encontraba allí; el
mundo del placer con sus tolerancias, lo que una señora de casa recoge entre
sus relaciones de un día, una sociedad en la que se codeaban los grandes
apellidos con las grandes vergüenzas, en un mismo apetito de goces. El calor
aumentaba y la cuadrilla desarrollaba la cadenciosa simetría de sus figuras, en
medio de los salones demasiado llenos.”
En el
capítulo XIII, una escena de degradación masoquista:
“-¡Si llegaremos a ser tontos!
-acababa ella por decir.- No tienes idea de lo feo que eres, gatito mío. Por
Dios, si te viesen en las Tullerías...
Pero estos jueguecitos en
seguida se estropearon. No fue crueldad por parte de ella, pues continuaba
siendo buena muchacha; aquello fue como un viento demencial que pasó y creció
poco a poco en la habitación cerrada. Una extraña lujuria los descomponía, los
impelía a las fantasías delirantes de la carne. Los antiguos espantos devotos
de sus noches de insomnio volvieron ahora con una sed de bestialidad,
un furor de ponerse a cuatro patas, de gruñir
y morder. Un día, cuando él hacía el oso, ella lo empujó tan
rudamente que cayó contra un mueble, y ella se echó a reír involuntariamente al
verle un chichón en la frente. Desde entonces, cogido el gusto por aquellos
ensayos con Héctor de la Faloise, ella lo trataba de animal, le pegaba y le
perseguía a patadas.
-¡Vamos ya! ¡Vamos! Tú eres el
caballo... ¡Arre, ya! ¡Sucio burro! ¿Quieres caminar?
Otras veces él hacía de perro.
Ella le arrojaba su pañuelo perfumado al otro extremo de la habitación y él
debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las
rodillas.
-Tráemelo, “César”. Espera,
que voy a pegarte si te portas mal... ¡Muy bien, “César”! Obedece, sé amable,
sé bonito.
Y él amaba su bajeza, saboreaba
el goce de ser un animal.”
Poco más
puedo decir de este clásico árido sin aburrir tanto como Zola ha hecho conmigo.
Aunque nadie termine de quitarme la impresión penosa aducida por el padre Ladrón
de Guevara.
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