Igual que para darnos pisto gustamos de decir aquello de valer más por lo que callamos que por lo que decimos, el conjunto de semi-ruinas que conocemos como Baños del Carmen son algo cuyo valor está en lo que oculta, en lo que fue, en lo que tenemos olvidado, en lo que podría llegar a ser, y que llegará a ser. Estas mismas páginas informan de cuando en cuando de trámites y expedientes, planos y propuestas, presupuestos y plazos, promesas electorales que cada cual puede creer o no, para que ese rinconcito de la bahía tenga su segunda oportunidad y la esperanza de la resurrección. Mientras tanto, eucaliptos cobijan una playa libertaria, con noticias de mugre y hasta de navajazos, una playa esquiva de baño problemático por la conspiración de las piedras contra los tobillos, una playa que antaño fue la de un camping, y que tiene otra playa, ya más civilizada y benévola de la que sólo le separa el cascarón de lo que fue el corazón del balneario y que sobrevive, más mal que bien, en la inminencia aplazada de la reforma. Todavía no se ha escrito aquí la palabra decadencia, y por ello debe comparecer. Belleza, encanto y melancolía deben acompañarla.
Los del Carmen son el último vestigio de una ciudad feliz en la que también estaban los Baños de Diana, de la Estrella y los de Apolo, en las cercanas al puerto de Málaga y que el niño Picasso frecuentó y recordaba. El heroico balneario fue lugar de vermut y ropas blancas, orquestas ingenuas y una fuente de la que manaba vino, un lugar en el que en los años veinte un honestísimo rótulo pregonaba “Visite usted nuestro acuarium. Es lo más interesante en este balneario”, un lugar del que los periódicos (la anotación es de “La Unión Mercantil” del 13 de agosto de 1921) anunciaban: “Esta noche de moda: baile en la terraza; iluminación a la veneciana. Gran orquesta con Jazz-Band. Dos pistas de baile. Atracciones”. Y en las mismas páginas, cuatro días después, se le llamaba aristocrático y se anunciaban regatas de jábegas. Todo esto había tras los muros desconchados, tras las ágrafas pintadas, tras las aceras levantadas por la presión de las raíces de los árboles. No es un monumento, no tiene una arquitectura impresionante, pero es el mejor memorial de la felicidad perdida.
Reconstrucción virtual de los Baños del Carmen
con el aspecto que tenían en 1933
Creado como establecimiento de temporada por el empresario Enrique García de Toledo y Clemens sobre el terreno de lo que había sido, en las playas de la Torre de San Telmo, un muelle auxiliar para construir las escolleras del puerto de Málaga, abrió sus puertas el 16 de julio de 1918 (ayer hizo de esto 92 años), pero el éxito hizo que desde 1922 se mantuvieran abiertos durante todo el año. Al comienzo era un lugar parco, con casetas al estilo de las de San Sebastián (referente del veraneo elegante entonces), baños y café-bar. Por 50 céntimos se ofrecía el combinado de entrada al balneario y servicio de autobús en trayecto de ida y vuelta. Mientras en La Estrella y Apolo el baño era bajo cubierto, en el Carmen se hacía en la playa, al sol. De los modos del XIX, el Carmen nos lleva al XX, al XXI, al espíritu libre y vitalista tan propio. El Málaga Fútbol Club, cuando estaba recién creado y tenía una vocación británica y en ningún caso árabe (lo que son los tiempos), tuvo allí su primer campo entre 1922 y 1941. Pero también fue escenario para el tiro con arco, el boxeo, el patinaje, la hípica, regatas, cine en la playa, veladas de baile, verbenas. En los años cuarenta, tiempos en que imperaba el espíritu de Isabel y de Fernando, se segregó la playa en zona para hombres y zona para mujeres. De todo aquello, acaso sólo permanece sin cambio el sol y el mar. Y el ansia de disfrute de los malagueños. Feliz verano.
Artículo publicado en diario Sur el 18 de junio de 2011
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