Es inevitable. También es necesario. Cada año, cuando está a punto de iniciarse la Semana Santa, y la historia de los últimos días de Jesús de Nazaret se escenifica en las calles, luz y cuerpos y música, emoción y compasión, pellizco y azahar, la banda sonora para esas jornadas ocupa las salas de concierto. En las últimas semanas, la música sacra (qué redundancia: toda música verdadera es sagrada) ha sonado con el Réquiem de Fauré en el Cervantes, con el de Mozart en el Auditorio de Diputación, y la meritísima Escolanía Santa María de la Victoria (donde tanta esperanza hay) resonó en la Parroquia de Santiago. Apagados esos ecos, sonarán con los tronos las bandas de música con un repertorio en el que quizás sean las marchas procesionales “Mater Mea” y “Caridad del Guadalquivir” las que mejor aportan el necesario elemento de piedad y conmoción. Pero dejemos las bandas cofrades (ya suenan a lo lejos, casi a la vuelta de esta página) para hacer un recorrido esencial por la banda sonora de esta Pasión, por la música para un Cristo muerto.
William-Adolphe Bouguereau: Pietà (1876)
Bach
Entre todas las obras compuestas para rememorar la Pasión de Cristo, hay una que se muestra insuperada a pesar de los siglos, las mutaciones del gusto y los decaimientos de la fe. Es fácil deducir de qué música hablamos, de la pasión-oratorio que Johann Sebastián Bach tituló “La Pasión según San Mateo” (también compuso una “Pasión según San Juan” de destacables méritos pero de menor alcance y limitada a sólo 40 números frente a los 68 de la de Mateo, además de una memorable cantata, la cuarta, titulada “Jesús yace en brazos de la muerte). Las dimensiones de esta obra perfecta son importantes: Bach compuso este oratorio para ser interpretado en la liturgia del Viernes Santo, que solía durar entre cuatro y cinco horas: entre las dos partes del oratorio se intercalaba la homilía de rigor, con lo que lo habitual es que las grabaciones de la obra ocupen habitualmente tres compactos. A lo largo de dos partes que contienen un total de 68 números musicales, asistimos al relato de los últimos días de Cristo, usando el texto de San Mateo en la versión evangélica alemana de las Escrituras. Con todo, nadie debe abrumarse con los 68 números que forman la obra; bastantes son muy breves (y algo enojosos): los recitativos en los que la voz del evangelista, Mateo en esta ocasión, lee el texto bíblico con acompañamiento de teclado, y que en el caso de ser la voz de Cristo la que sea citada es la cuerda la que fluye bajo las palabras. Los números en los que se dramatiza lo leído, sea con los solistas o las corales, es lo que aporta grandeza a esta composición. Desde los grandes números corales, plenos de dramatismo e intensidad hasta los números solistas hasta las arias de maravillosa expresividad (en las que la voz se enfrenta a un instrumento solista), todo se confabula para tocar el corazón de los hombres. Se tenga fe o no se tenga. Por poner un ejemplo de sublimidad, basta con oír el aria para contralto “Erbarme dich, mein Gott” (“ten piedad de mí, Dios mío”), en la que el texto es breve y conciso: “ten piedad de mí, Dios mío, / advierte mi llanto; / mira mi corazón y mis ojos, / lloran amargamente ante ti. / ¡Ten piedad de mí!”. Con un acompañamiento orquestal mínimo pero con un violín solista que entrelaza su melodía doliente con la voz de la cantante, a lo largo de casi siete minutos se está con el corazón en un puño, alborotada el alma, sintiendo ganas de llorar o de arrancarse las culpas con las uñas. Aunque no se sepa de qué va eso que escuchamos. Da igual. Bach opera esos milagros, nos ofrece piedad y compasión, nos arroja contra los oídos algo que podrá tener toda la matemática y la fría aritmética que siempre salen a colación, pero que es fuego dulce, lágrimas de aire, caricias de palabras, y nos consuela y absuelve. No es algo religioso. Pero también lo es. No hay escapatoria. La belleza no hace prisioneros.
Erbarme dich...
(Eula Beal, contralto. Dirige Antal Dorati, Yehudi Menuhim violín solista )
También intenta hechizarnos el que fuera en tantos sentidos precedente de Bach y que, como él, fue el principal compositor alemán de su siglo. Hablamos de Heinrich Schütz (1585-1672), que como él naciera en Turingia y exactamente un siglo antes. Y como él, nos entregó un oratorio titulado “La Pasión según San Mateo” (1666) y otra según San Juan (además de una según San Lucas). En la Pasión según San Mateo de Schütz, hay una solemnidad gregoriana, una orquesta reducida, una parsimonia litúrgica, una austeridad casi calvinista, que no borra la emoción que sí predominaba en su oratorio, primero cronológicamente de toda la música alemana, “Historia de la Resurrección de Jesucristo” (1623) que absorbe modelos italianos con una elegantísima, y sutil, orquestación.
Siete palabras
“Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz” (1786), de Joseph Haydn (1732-1809), se rige por el mismo esquema que “Las tres horas de agonía de Nuestro Señor Jesucristo” de Giuseppe Giordani (1751-1798), conocido como Giordaniello, un delicioso autor napolitano (como también lo fuera, no por nacimiento sino por su trabajo, Giovanni Battista Pergolesi) que es poco conocido pero que merece una fama más amplia y perdurable. De este músico menor cabe reivindicar también sus “Tres cancioncitas para los Viernes de Marzo” cuyos textos remiten al Viernes Santo. En ambos casos, el oratorio de Haydn se articula a través de las siete palabras (aunque realmente son breves frases) que Cristo pronunció en la cruz y que recogen los Evangelios. Conviene, por ser lo último que Cristo dijo según estas fuentes, recogerlas aquí para dar letra, voz, a esta música sobresaliente: 1ª, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”; 2ª, “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”; 3ª, “He ahí tu hijo; he ahí tu madre”; 4ª, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”; 5ª, “Tengo sed”; 6ª, “Consumado es”, 7ª, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. La concisión de estas sentencias permite en Giordani un tratamiento más pleno de luz que de pesadumbre, mientras que en Haydn se acerca más al modelo majestuoso, pleno de emotividad, de las pasiones de Bach. Y, una vez más, tenemos a Schütz de predecesor, pues también él nos dejó sus propias “Siete palabras” cargadas de influencias italianas.
El encargo a Haydn llegaría de parte del gaditano Oratorio de la Santa Cueva en 1785, entregándose en 1786 la partitura que será reformada en 1787. Con una soberbia calidad, y un impresionante terremoto en su conclusión, cuando Cristo muere, conviene transcribir lo que la primera edición de la partitura, en 1801, contaba sobre este oratorio y su destino, citando palabras de Haydn: “Hace unos quince años, un canónigo de Cádiz me solicitó que compusiera música instrumental sobre las siete últimas palabras de Cristo en la cruz. En esa época se acostumbraba hacer un oratorio cada año, durante la cuaresma [...]: las paredes, ventanas y columnas del templo estaban cubiertas con telas negras y una lámpara colgada en el centro proporcionaba luz en esta santa oscuridad. Al mediodía, se cerraban las puertas y la música comenzaba. Después de un apropiado preludio, el obispo subía al púlpito, pronunciaba una de las siete palabras y procedía a comentarla. Luego bajaba del púlpito y se arrodillaba ante el altar. Durante esta pausa se volvía a tocar música. De manera similar, el obispo subía y bajaba del púlpito para cada una de las restantes palabras, y la orquesta tocaba en cada pausa."
La madre dolorosa
Quizás la más emotiva de las piezas compuestas acerca de aquellos días de Jerusalén, que todos imaginamos llenos de atardeceres y noches, pero nunca de mañanas, sea el “Stabat Mater”, un subgénero sacro de larga tradición del que las plasmaciones más intensas son las de Giovanni Battista Pergolesi y la de Gioacchino Rossini. Tal es la intensidad doliente de la pieza de Pergolesi, tan transida de emoción, que Diderot, en “El sobrino de Rameau”, hace decir a uno de sus personajes que “La policía debería prohibir que se cante el Stabat de Pergolesi”. No es para menos.
Escrita para contralto y soprano con una pequeña orquesta, fue escrita mientras Pergolesi estaba retirado en un convento luchando contra la tuberculosis. La rotundidad orquestal, y vocal, del primero de sus doce números, cuyo texto brevísimo reza, en latín, que “Estaba la madre dolorosa / junto a la cruz, llorosa, / en la que el hijo colgaba”, es dejada en un susurro inexpresivo comparada con los lamentos hirientes que figuran en el segundo: “Cuya alma gimiente / acongojada y doliente / atravesó la espada”. Pueden buscar la “Lamentación por Cristo muerto” de Annibale Carracci de la Nacional Gallery de Londres, o el “Cristo muerto sostenido por un ángel”, de Antonello da Messina, en el Prado. Ambas pinturas comparten el espíritu, la intensidad, la congoja suprema, con la música de Pergolesi.
Pergolesi: Stabat Mater
Cantan Katia Ricciarelli y Lucia Valentini
Antonello da Messina
“Cristo muerto sostenido por un ángel”
Más llevadera, por cuanto tiene de operística, es la versión del “Stabat Mater” de Rossini. Comparte con el oratorio ya reseñado de Haydn tener su origen en el encargo de un clérigo español. Tomando como libreto el poema latino atribuido al franciscano medieval Jacopone de Todi, al igual que las demás versiones del “Stabat Mater” (citemos algunas: Palestrina, Lassus, Charpentier, Scarlatti, Boccherini, Haydn), el encargo llegó durante una visita a nuestro país en 1831 cuando Rossini, casado entonces con una española y retirado de componer óperas, recibió la petición del sacerdote Manuel Fernández Varela, que tenía el campanudo título de Comisario General de Cruzada, de componer un Stabat Mater destinado a su capilla privada. Presa de un cierto estado depresivo, Rossini se repartió con otro compositor, Giovanni Tadolini, hacer la música, en partes iguales, para las doce secciones en que se había dividido el poema originario. Fue esta versión despareja la que se entregó al comitente y la que se estrenó privadamente en Madrid el Viernes Santo de 1833. Tras la muerte de Fernández Varela, sus herederos vendieron la partitura que cayó en manos de un editor que hubo de enfrentarse al de Rossini, y al compositor mismo, que no querían que se divulgara esa versión bicéfala. Rossini, para borrar todo resto de Todolini, reescribió la obra, repartida ahora en diez secciones, y ganó la batalla legal.
Annibale Carracci:
“Lamentación por Cristo muerto”
El estreno público de este Stabat Mater exclusivamente rossiniano, en 1842, primero en París y después en Bolonia, alcanzó un éxito tan grande que con motivo del estreno italiano, bajo la batuta de Caetano Donizetti, llegó a acuñarse una medalla conmemorativa. Baste con decir que el número primero de la obra presagia las resonancias dramáticas de la venidera plenitud de Verdi, y que el segundo, “Cuius animam gementem” es de una ligereza operística que contradice el dramatismo del contexto pero logra una de las mejores páginas masculinas de canto masculino de nuestro compositor. Igual e inevitablemente operístico es el “Encantamiento del Viernes Santo” del “Parsifal” (1882) de Richard Wagner que, según confesó a su esposa, era lo más hermoso que había escrito hasta entonces. No erraba mucho.
Del siglo XX destacaremos la “Pasión según San Lucas” (1963-1966) de Krzystof Penderecki que desde la experimentación asume la tradición con un resultado impresionante y el oratorio para orquesta, coro y barítono “Los improperios” (1964) de Federico Mompou, tal vez la mejor pieza sacra del adverso siglo español y que muestra a Cristo increpando a Jerusalén por ser el lugar que ha de llevarle al sacrificio. Se crea, o no, en el Padre, en el Hijo o en el Espíritu Santo, lo que debemos rescatar aquí, en este tiempo, en esta fecha, en este lugar, en estas escenas de la calle (ya suenan a lo lejos, y menos lejos ahora), en estas músicas seleccionadas no desde la Pasión sino desde la pasión, es el Espíritu, que sin necesidad de credos es de por sí, siempre y también ahora, Santo.
Publicado en diario Sur, 16 de abril de 2011
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