Hemos celebrado el 150 aniversario del nacimiento de Gustav Mahler, en 2010, y ahora lamentamos el centenario de su muerte. Por ello, nuevamente la Orquesta Filarmónica de Málaga trae al Teatro Municipal Miguel de Cervantes un programa que llama “Mahler 2010-2011” que esta vez tiene como director a Juanjo Mena y que se compone por la Sinfonía nº 10, de la que sólo llegó a componer íntegramente su Adagio, y “La canción de la tierra” en la que es su primera audición en Málaga y que tendrá como solistas a la mezzo Iris Vermilion y al tenor Gustavo Peña. La fecha, el viernes y sábado 29 y 30 de abril.
Decía lo de lamentar porque en tiempos de oleole, de bulería bulería, de zarandaja y gol, de ná de ná, se hace necesario volver a quien fue y sigue siendo profundo y dolorosamente, complejamente, humano, grande al final de la época de los grandes, clásico absoluto tras el que los que sobrevivieron no llegan, ay, a serlo. Porque clásico, según la docta Academia Española, es, dicho de un autor o de una obra, lo que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia, y dicho de la música y de otras artes relacionadas con ella, lo que es de tradición culta. De ahí que haya quien tenga miedo a acercarse al dolorido y titánico y tiránico Gustav Mahler. Normal: su arte supera nuestra capacidad de asimilación, y por mucho que se le escuche, por mucho que se agote la mansedumbre plateada del disco, siempre pareceremos poco más que cabras ante el canto de Orfeo. Un misterio trascendente surge y se agota ante nosotros, que recogemos las migajas de un banquete para dioses y para héroes inmortales. Pero algo se nos quedará cada vez, algo calará en nuestra sensibilidad atrofiada por el euríbor y el politono. Algo nos habrá desvelado, en un destello, un atisbo de eternidad.
El Adagio de la Décima Sinfonía, inacabada por la muerte del autor, es austero, contenido, etéreo, una mirada final a un mundo que se diluye como un atardecer y que guarda en su interior el eco punzante de la muerte de Mahler y de un infarto recién sufrido y apenas superado, en una partitura en cuyo manuscrito escribió el nombre de su mujer y un definitivo “vivir por ti, morir por ti”. “La canción de la tierra”, gran novedad de la velada, es una obra singular que puede ser juzgada como una sinfonía en seis partes o como un ciclo de lieder. En todo caso, es reflejo extraordinario de un momento en que, tras la muerte de su hija María, mortalmente enfermo y presa de la desesperación por el fracaso de su matrimonio, reconocía en una carta a su amigo Bruno Walter que “me arrastraba sin embargo un amor por la vida completamente nuevo y más intenso que nunca”. Ese apego por la vida, esa conciencia también de que “todo verdor perecerá”, la confirmación de que la belleza es eterna y que ese hecho es motivo de gozo y desesperación, lo encontrará expresado en una antología de antiguos poemas chinos que adaptará mezclando los modos del lied con el de la sinfonía, en un producto complejo que tiene todo el sabor de la Viena de Klimt, del oro y la podredumbre. El espíritu inquieto de esta obra fundamental se transmite en el inicio del texto del primer movimiento: “El vino brilla en las copas de oro, / pero no bebáis aun, ¡oíd mi canto! / El canto de la pena sonará en vuestras almas como una risa. / Cuando llega la pena, los jardines del alma se vuelven desiertos. / Se marchitan y apagan la alegría y las canciones. / Sombría es la vida, sombría es la muerte…”
Artículo publicado en diario Sur, 16 de abril de 2011
El artículo, en diario Sur
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