Ayer se aprobó en el Congreso de los Diputados (votos a favor, PSOE, CiU, PNV) que Álava, Vizcaya y Guipúzcoa pasaran, urbi et orbe, a llamarse Araba, Bizkaia y Gipuzkoa (me rechinan los dedos al escribir esas aberraciones, ya que mi idioma es el español, en el que ya existían nombres para estos lugares). No debería escribir nada más sobre el particular. Cualquier lector con un discernimiento medio se daría rápida cuenta de la estupidez de cambiar nombres cuando ya en el idioma del que tratamos, el español, existen las tres palabras de siempre (no sé por qué, o acaso sí, se me viene a las mientes el vizcaíno de Cervantes), y son proscritas y cambiadas por otras de otro idioma, que es minoritario incluso en su territorio. Como si ahora debiéramos nombrar London o Antwerp rechazando Londres o Amberes. No me vale, no, que los que ese cambio aprobaron representan al pueblo español.
Pero las ganas de abrir la ventana y enarbolar una bandera de dos colores, de proclamar llegada la hora de la ira y de las llamas, se me antoja prescindible. Se trata, una vez más, de subterfugios para entretener la cólera con necedades prescindibles. Mi paz es demasiado valiosa para que los votos de botarates la estropeen. Desde las gradas del circo, opto por apartar la mirada de la pista sucia y pequeña, cerrar los ojos y pensar en lo que pocos, aquí, piensan. En la añoranza de una familia israelí por un muchacho secuestrado por un comando de islamistas. Gilad Shalit permanece en el limbo terrible desde el 25 de junio de 2006, el día después de que yo, en Málaga, cumpliera 40 años. El tiempo pasa, cambian las palabras, las coyunturas, maduramos, envejecemos, caen tiranos y otros ejercen el poder con meticulosa fidelidad hacia el error. Prefiero pensar en el soldado flaco y prisionero, y poner entre el ruido y la oscuridad bárbara un poquito de esperanza, una luz pequeña y temblorosa. Gilad Shalit, que seguirá estando vivo mientras alguien, acá o allá, lo nombre.
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