La noticia es vieja, tanto como Pitágoras. Pero está datada en 2004, cuando un satélite de la NASA pudo captar lo que aquellos griegos llamaron “música de las esferas”. Esta vez fue corroborado aquella teoría venerable por algo que fallidamente dio el acrónimo de TRACE (Transition Region and Coronal Explorer), con lo bien que hubiera quedado trance, pero ahí hubiera dado entre nosotros una asociación de ideas con pastilleros y bacalaos, cosas así, pero lo que importa es que la atmósfera del sol, decían los titulares de entonces, emitía ondas sonoras 300 veces más graves que las que puede captar el oído humano. De ahí a confirmarse que cada cuerpo celeste emite algo parecido y que todo se armoniza según una pauta secreta pero que no importa porque nadie la oye pero que ahí está, poco, o muchísimo, queda. Una conjetura poética, al fin y al cabo, que nos puede llevar a los terrenos resbaladizos y resplandecientes y serenísimos, de la fe. Pero vivimos tiempos en que se cree que un orangután tripulando un caza supersónico es más ético que un campesino analfabeto inclinado sobre un arado de palo. Algo así dijo Ernesto Sabato, que tanto pensó en la superstición de la ciencia y que recorrió el camino difícil del cientifismo a la trascendencia. Pero valga todo esto, este sermón sabatiano y cósmico, para justificar por qué tiene una armonía recóndita el programa extraño de la Orquesta Filarmónica de Málaga que unirá Cosmos y panderetas el 16 y 17 de diciembre en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes. Bajo la dirección de Edmon Colomer, bajo el título conciliador de “Navidad” se interpretará la suite sinfónica “Los planetas”, op. 32, de Gustav Holst y una selección de diez villancicos populares andaluces (quiere esto decir que habrá chiquirriquitín pero no fum, fum fum) orquestados, irónicamente, por Albert Guinovart.
El (piadoso y fantasioso) libro de Pijoan
De lo que todos hemos cantado o sufrido cada año al acercarse estas fechas, sin ponernos tan divinos como para confesar que uno se decantaba por aquello de Haendel de “for unto us a child is born...”, no será preciso hacer aquí la exégesis ni hacer explícita la nostalgia por los trajes de pastorcillo con atroces camisas de cuadros de franela que aquella navidad de 1970, en una noche de frío. No, paremos la nostalgia ombliguista de cuando fuimos inocentes y cristianísimos. Y vayamos a Holst, a esa suite ha dejado de ser tan popular como fuera y que nació aquí al lado y tan lejos. Es decir, en Gibraltar y rozando los chispazos primeros de la Gran Guerra. Allí fue donde, de viaje con un amigo, prendió la idea componer un grupo de piezas inspiradas en los diversos plnetas y sus caracteres presumibles. No es rara la idea, con todo. Hay un libro del cura Rafael Pijoan, editado en 1895, en Madrid, que sostiene que todas esas bolas que los telescopios captan están, todas, habitadas, pasando a describir cómo es cada bicho, su manera de ser, según el temperamento que creemos que debe tener cada planeta. Que en Holst eran “Marte, el que trae la guerra” (violencia rítmica), “Venus, el portador de la paz” (mágica lentitud etérea), “Mercurio, el mensajero alado” (scherzo con flauta y celesta), “Júpiter, el portador de la alegría” (danza que alberga en su interior un himno patriótico inglés), “Saturno, el que trae la Vejez” (sombrío), “Urano, el mago” (melodía exasperante de fagots) y “Neptuno, el místico” (termina con un coro sin palabras). Mucha audacia y mucha facilidad hay en esta música. Mucho acierto. Mucha esfera, mucha música (de la buena).
En el interior, el himo "I vow thee, my country"
Y muchas felicidades en esta Navidad. Y como dice el padre Pijoan en la página 232 de mi ejemplar, “Por tantas magnificencias, por tantas bondades, por tantos beneficios derramados sobre tantos mundos, brote de los labios de todos sus habitantes un himno solemne y eterno de acción de gracias”.
Artículo publicado en diario Sur el 10 de diciembre de 2011
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