Un buen libro con un título engañoso y malo. El original en inglés es Total war. From Stalingrad to Berlin. Es decir, Guerra total. Que es lo que hubo y es lo que hay en estas páginas. No suspiritos y cartitas. Que también las hay dentro pero no va de eso este libro. Con una sólida documentación, este volumen hubiera necesitado más páginas, muchas más de las 333 de esta edición de Crítica, para dar cabida a lo que era su objetivo: contar la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista soviético desde Stalingrado hasta la conquista de Berlín y desde el punto de vista subjetivo de los soldados. El enfoque es el adecuado, y Jones narra con pericia y poniendo las cosas claras desde un comienzo. Ya en el prefacio lo advierte: La respuesta de algunas tropas soviéticas al llegar a territorio alemán -donde cometieron toda una serie de atrocidades contra la población civil- fue igualmente vergonzosa. En este libro, los combatientes rusos hablan sinceramente de las violaciones, los asesinatos y los saqueos cometidos por los de su propio bando. Aquellas acciones ensuciaron el heroísmo del Ejército Rojo.
En el apresurado repaso a los hechos, que son narrados sólo para dar lugar a los testimonios, se señala la responsabilidad de Ilyá Ehrenburg sobre la conducta de sus lectores, y no se esconde la dejación de responsabilidades de los mandos soviéticos que permitieron tanto asesinato innecesario, tanta violación, hasta que tardíamente le pusieron coto. Como tampoco se obvian las atrocidades nazis. Por medio, asistimos a la nostalgia del poeta Pavel Antokolsky, padre de un caído de 18 años y autor de un celebrado poema sobre esa pérdida, titulado escueta y elocuentemente Hijo (el poema, aquí en español), y revelaciones terribles. Tal vez la peor de ellas sea la que cierra el libro y que da voz al soldado que en la famosa foto ondea la bandera soviética sobre el Reichstag y cuya identidad, Alexei Kovalev, se ocultó durante décadas para otorgarle a otro ese momento eterno de gloria. Explorador en el Ejército Rojo, este veterano de mil combates, se sincera con Michael Jones (es pertinente la larga cita en la que reproduzco el final del libro):
"Como explorador con labores de reconocimiento, siempre iba por delante de nuestro ejército y tenía que reunir datos para la inteligencia. Usaba a la gente local; los abordaba y les preguntaba por el paradero de los alemanes. Eran rusos, gente buena, y querían ayudarme. Me decían todo lo que sabían". Kovalev se esforzó por continuar. Le resultaba difícil decir esto, sobre todo a un occidental. Pero Kovalev me miró a los ojos y siguió:
"Imagine esto. Cojo a una joven rusa, que está lavando la ropa en el río, a un niño que juega en un pueblo, o a un anciano sentado a la puerta de su casa. Les pregunto. Ellos me ayudan en todo lo que pueden. Y entonces, la "norma férrea de nuestro ejército": tengo que matar a mis fuentes, sin excepción. No puedo correr el riesgo de que los alemanes los capturen, interroguen y descubran que nuestras tropas están en las inmediaciones. No puedo poner en peligro a todo nuestro ejército por la vida de una sola persona".
Kovalev hizo un gesto repentino con la mano. Tenía lágrimas en los ojos. "Les cortaba el cuello con un cuchillo. Maté a centenares de los nuestros, personas decentes, amables, honradas. Los maté, los asesiné para poder derrotar a los alemanes. Este es el precio que pagué. Tengo que vivir con esto cada día, durante toda mi vida".
Una victoria extraordinaria, sustentada en un sufrimiento inimaginable. Y una bandera roja ondea sobre el Reichstag.
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