En la Segunda Guerra Mundial, 100.000 estadounidenses y 50.000 británicos abandonaron filas, rehuyendo el combate. Cuarenta y nueve fueron condenados a muerte, y sólo uno, antes de que callaran las armas, vio cumplida esa sentencia de paredón y después. El porcentaje de deserciones, a lo largo de aquella insoportable guerra, raramente subió más de un uno por ciento. Ni traidores ni cobardes, aquellos hombres simplemente perdieron no el coraje, no la fe sino la fuerza. Hay en este libro ejemplar datos curiosos: "Aunque había más de tres millones de soldados estadounidenses en Europa, no había más de 325.000 combatiendo en un momento dado. La infantería, apenas el 14 por ciento del total de la presencia militar estadounidense en Europa, sufría el 70 por ciento de las bajas". Esto pone de relieve la sobrecarga que ese 10 por ciento llevaba sobre sus espaldas, el agotamiento de combate, la fatiga desalentadora, que llevará a muchos a la deserción. El soldado estadounidense se encontraba inmerso en una guerra en la que no se sustituían los grupos de combatientes tras una batalla o una campaña, para darles un descanso breve, como sucedía en la Primera Guerra Mundial, sino que era sustituido por soldados bisoños a medida que caían prisioneros, eran heridos o morían en combate. Ese panorama desalentador es el que llevó a algunos a plantar cara a su propio país, a sus compañeros de armas, a un destino terrible.
Charles Glass, con un excelente pulso narrativo, centra su
atención en tres de aquellos soldados: los estadounidense Stephen Weiss y Alfred Whitehead y el británico John Vernon Bain, que sería conocido como poeta con el nombre de Vernon Scannell. De ellos, Steve
Weiss fue un soldado ejemplar cuya figura merecería un libro sólo para él o una película de esas de balas trazadoras y sangre salpicando brusca a cámara lenta. El puro cansancio, cuando los sinsabores eran más que insoportables, le llevarán a desertar y a ser castigado por ello. Un soldado que, no obstante, obtuvo en aquella guerra la Estrella de Bronce, tres estrellas de batalla, la Medalla de la Victoria, la distinción por el desembarco en el sur de Francia (menos conocido que el de Normandía), la Insignia al Combate de Infantería y la Medalla de Buena Conducta, además de obtener de Francia el título de oficial de la Legión de Honor, dos Cruces de Guerra, la Medalla de la Resistencia, la Cruz de Combatiente, el diploma de ciudadano de honor del departamento de los Vosgos. Y la ciudadanía francesa. Un hombre así no podía ser cobarde, ni tampoco lo fue.
La gran aportación del libro es descubrir cómo los desertores no fueron ni unos cobardes, ni unos pacifistas heroicos. Fueron, en su mayor parte, buenos soldados que sucumbieron a la fatiga de combate y que optaron por abandonar aquella abominación de la vida en el frente, viendo morir a los compañeros o, en el caso de Bain, asqueado al ver cómo los propios soldados ingleses desvalijaban el cadáver de sus compañeros de armas. En el caso de Weiss, fue puramente el cansancio, cuando ya quedaban meses al conflicto. En el de Witehead, horrores como el que él mismo cuenta: A veces matábamos por accidente a familias enteras al despejar un edificio: no había tiempo para preguntar quién estaba en el subterráneo cuando lanzabas las granadas. Fue una experiencia terrible. A veces, también, aparecía un niño o una niña pequeña con uno o los dos brazos amputados por el combate, chillando histéricos y muertos de miedo. Whitehead, al desertar, optó por el hampa formada por otros desertores que en el París liberado se dedicó al mercado negro. Entregado a la policía militar, se le condenó a cinco años de trabajos forzados, omitiendo sus delitos y considerando sus méritos como combatiente. Weiss, el esforzadísimo y noble soldado Weiss, fue condenado a trabajos forzados de por vida; Bain, que tomaría el seudónimo por el que se haría famoso como poeta para ocultar la gran mancha de su pasado, fue recluido en un sanatorio mental e indultado más tarde por razones médicas.
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