La duda entre la realidad y la fe, la sospecha de que tendremos que redimirnos, la condena de la carne y la tentación del sacrificio, todo eso que es teología y es catolicismo estricto, todo eso que es Graham Greene, no está aquí. Excepto en algún diálogo tonto y leve entre el padre y la hija adolescente que cual nínfula nabokoviana tienta a un sanguinario represor cubano y que son, en menor medida, los protagonistas de este Greene menor pero tan placentero. La niña, hija de divorciados, se encapricha del deporte de la hípica para sobrellevar su soledad, a flor de rebeldía, en la Cuba de finales de los cincuenta, con guerrilleros dedicados a lo suyo y el padre de la joven que quería susurrar a los jamelgos encuentra el modo de satisfacer el capricho aceptando ser informante del servicio secreto británico. Ahí tenemos a un vendedor de aspiradoras y dipsómano leve de charleta con otro extranjero medio raro y medio intrigante, del que el inglés de los cacharros, de apellido Wormold, sospecha y no sospecha. Con tal de ganarse el jornal, Wormold idea que puede ser fácil y rápido el dinero que gane inventando datos y nombres e identidades para satisfacer a sus superiores. Lo que en este punto puede dar para una novela correcta de género -teologías y culpas y redenciones aparte-, se convierte en comedia ligera, grata, sentimental, con sangre y tiros al final pero aderezados con miraditas y diálogos de amor y un final previsible con perdices comidas. No está lejos del ánimo de Greene aquí el de Evelyn Waugh con "Noticia bomba" que ya se reseñó aquí. E incluso, por acercarnos más, a Tom Sharpe. Sin desfase, sin absurdo. Con fina ironía. Una lectura leve que, con todo, no desmerece, no engaña.
Sir Alec Guinness en la piel de Wormold
(y viceversa)
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