Hay en Londres una casa venerable y sosa, como tantas en esa ciudad, en el número 25 de la calle Brook. En ella vivió Händel, quizás el mejor compositor que diera el Barroco, o al menos el que mejor ha sobrevivido a su época, el que más vivo se mantiene. En esa casa, y ocupando también la vecina, la número 23, un modesto museo acoge la memoria de los años británicos del músico alemán pero también, y en estas fechas y con motivo de esta efeméride de luto, los años británicos de un músico norteamericano. Porque en el ático del 23, donde están las oficinas de administración del Museo Haendel, estuvo alojado Jimi Hendrix junto con su novia inglesa Kathy Etchingham, entre julio de 1968 y septiembre de 1969. Un año más tarde, en una fecha de la que ahora se conmemora el 40 aniversario, Hendrix, que fue también barroco y fue inagotable y fue genial, moría por una combinación funesta de alcohol y somníferos. Era el capítulo final de una vida en la que no todo fue muerte, drogas y rock and roll. La sombra fatal y amada de Janis Joplin también comparecerá aquí, llamada para adormecer a las Parcas.
El legado
Jimi Hendrix fue antes James Marshall Hendrix, y antes aún, aunque jamás usara ese nombre, Hohn Allen Hendrix. Mejor ser Jimi, más contracultural y de calle, más auténtico, que Johnny, que John, que James. Nacido el 27 de noviembre de 1942 es Seattle, estado de Washington, moriría en Londres, como Händel, hijo de un negro americano y de madre de sangre india cherokee. El nombre que finalmente impondrían al hijo, tras descartar el de John Marshall, era el de un hermano del padre, recién fallecido. Que el matrimonio se disolviera a los nueve de edad de Jimi y que a sus dieciséis muriera, cirrótica y beoda, su madre, son datos que nutrirían la biografía prototípica de algún jazzman y que, por ello, quizás no sean innecesarios. Lo que pasma y se erige por encima de cualquiera de estas contingencias es el hecho de que en sólo cuatro años de carrera artística como solista se convirtiera en el guitarrista más influyente de toda la Historia del rock al fusionar las tradiciones torrenciales del jazz, el blues y el soul a través del cauce del rock de vanguardia británico. A pesar de su imagen de éxtasis haciendo diabluras con las cuerdas antes de prender fuego al instrumento, sus composiciones iban desde los delirios sonoros más cargados de rabia y distorsión hasta las más delicadas baladas. Esta versatilidad unida a una personalidad carismática con capacidad de electrizar a las multitudes en una comunión instantánea con una figura que se sabía convertida en icono de una música y de una época, explica la perennidad de su legado. Esa capacidad para condensar influencias múltiples la dejó expresada en una máxima de cuya sapiencia es casi taoísta: “El conocimiento habla, pero la sabiduría escucha”.
Mal estudiante y guitarrista autodidacta, buscó en el ejército un destino frustrado. La otra alternativa era el correccional. Paracaidista, una lesión como pretexto, unido a la confesión fingida de homosexualidad, le evitó la experiencia extrema de la guerra de Vietnam. La década de los sesenta, que tendrá su imagen y su sonido, le sorprende como guitarra de acompañamiento para diversas y fugaces bandas. Primero en Tennessee, después en Nueva York, es un músico mercenario, que se amolda rápidamente a las necesidades de cada patrón, y que lo mismo se desempeña óptimamente en el blues que en el rock que aún no ha llegado a la psicodelia que él encarnará. De 1964 a 1966 define un estilo que ya no es el del imitador de voces, la fidelidad de la sombra: su sonido pasa a ser fuego, furor y fiebre en sus dedos. Y así pasa, en este intervalo, de acompañar a los Isley Brothers, Little Richard y a Ike & Tina Turner, a los que hace sombra a fuerza de desmesura y talento, a cambiar América por Inglaterra.
Entre dos orillas
Hey Joe, con subtítulos
En Nueva York, cuando ha entrado ya en la vorágine de las drogas, el contacto con el bajista de The Animals (“House of the rising sun” sigue siendo un tema hipnótico) le lleva a fichar para actuar en Inglaterra en agosto de 1966. Junto al bajista Noel Redding y el batería Mitch Mitchell, ambos británicos, forma un trío que asombra en sus actuaciones a un público fascinado entre los que se encuentran los integrantes de los Beatles, Rolling Stones y los Who. La leyenda acaba de nacer: sólo queda llegar rápido al estallido final, la súbita mortalidad, la inesperada e inevitable inmortalidad. Acumula Jimi experiencia, vampiriza los modos y el espíritu de Bob Dylan, de los Yarbirds, también de los Beatles, y acumula y superpone los modos indumentarios de los hippies blancos, la apostura provocativa de los Panteras Negras y las estridencias elegantísimas de la moda de Carnaby Street. En noviembre de ese 1966 su banda, The Jimi Hendrix Experience, consigue su primer éxito, una canción tradicional que llega al sexto puesto en las listas británicas sigue viva. “Hey Joe” tiene letra de blues, y en las actuaciones en vivo Hendrix la interpreta poniendo la guitarra en la nuca o mordiendo las cuerdas, en un arrebato diabólico (“Hey Joe, / ¿a dónde vas con esa pistola en la mano? / Voy a pegarle un tiro a mi señora / pues sabes que la pillé tonteando con otro hombre”). Antes de que en el verano de 1967 aparezca su primer álbum, “Are you experienced?”, al que sólo adelantará el impagable “Sgt Pepper’s” de los Beatles, otros discos sencillos del grupo de Hendrix entran en la lista: “Purple haze” y “The wind cries Mary” (un tema escrito en el piso vecino vecino al de Händel durante una bronca con su novia inglesa). En diciembre, un nuevo álbum sentencia la carrera meteórica: “Axis: Bold as Love”. El profeta terminará siéndolo en patria cuando en 1967 actúe en el Festival de Monterey por recomendación de Paul McCartney. Allí es donde la guitarra arde en lo que Hendrix definiría como un sacrificio religioso: “Cuando quemé mi guitarra fue como un sacrificio: sacrificas las cosas que amas. Y yo amo mi guitarra”.
Sin retorno
En 1968 regresa a Estados Unidos, pero el resultado de este retorno es desigual. El diario ABC habla en ese mes de 1968 de la llegada a Estados Unidos de tres grupos ingleses de música moderna dispuestos a conquistar el país: se tratan de los muy británicos Soft Machine (con Kevin Ayers), Eric Burdon and the Animals y de The Jimi Hendrix Experience. Al lector español podía no extrañarle que pudiera ser inglés el hombre de pelo afro y sombrero de ala ancha. A los norteamericanos, tampoco. Tal era el peso que los años ingleses habían dejado en el músico de Seattle, convertido en el chamán de Monterey, que ahora con su nuevo disco, que es doble, “Electric Ladyland”, la ambición y el deseo de ir más allá deja perplejos a los oyentes. Hendrix intenta imponer un estilo mucho más complejo, con letras más extrañas. Oigamos “Voodoo Child”: “Bien, me pararé junto a una montaña / y la cortaré con el filo de mi mano; / recogeré los pedazos y haré una isla / aunque podría levantar un poco de arena / porque soy un niño vudú”. O la maravillosa “All along the watchtower”: “Debe haber algún modo de salir de aquí, / dijo el bromista al ladrón: / Hay demasiada confusión, / no tengo consuelo. / Los hombres de negocio se beben mi vino, / los labradores escarban mi tierra. Ninguno de ellos en su sitio / sabe lo que eso vale”. La admiración, inevitable, se combinó con la duda, con la extrañeza. El carácter de Hendrix, abrumado ya de alucinógenos, se complicó en la medida que también lo hacía su música. De regreso en Londres, en febrero de 1969 dos conciertos clamorosos en el Royal Albert Hall marcan el último momento feliz de Hendrix. En junio de 1969 un concierto en Denver terminará en tumulto y gases lacrimógenos. Al día siguiente se disuelve el grupo; un mes antes, en Toronto se le incauta a Hendrix heroína y marihuana.
Ficha policial canadiense
El final está cerca. El 18 de agosto de 1969 será el adiós de las masas. El lugar, el mítico festival de Woodstock. El momento culminante, en una actuación de dos horas, las filigranas enloquecidas, más alucinadas que rabiosas, sobre el tema patriótico “The star and spangled banner”. El final definitivo es sórdido y miserable. Londres. 18 de septiembre de 1970. Hace cuarenta años, ya saben. Un hotel en Londres, el Samarkand. Alcohol, somníferos. Un vómito. Asfixia. La muerte. Para un hombre que supo diferenciar conocimiento y sabiduría. Alguien que dijo: “Lo que quiero es hacer una música tan perfecta que se filtre a través del cuerpo para curar toda enfermedad”.
Artículo publicado en diario Sur el 18 de septiembre de 2010
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