El Cementerio Inglés de Málaga sigue siendo un lugar poco conocido que encierra tantas historias como vidas
Hay un lugar en esta ciudad en que por tercer siglo la soledad se hace mármol y se hace flor. Un lugar cuya supervivencia ha peligrado, hasta el punto de hacerlo actualidad cuando es eternidad. Un lugar ante el que se pasa indiferente y que custodian dos leones de masa piedra junto a un rótulo que dice “Saint George's Anglican Church”. El Cementerio Inglés. Un tesoro de melancolía, historia y cultura que merece más de una visita, más de una mirada sobre los nombres de los ausentes y los olvidados y los recordados.
Desde la incorporación de la ciudad a la corona de Castilla, en 1487, no había lugar para sepultar a los que no profesaban un credo distinto al de los Reyes Católicos. Los que no lo compartieran, quedaban fuera de los recintos sagrados. En el caso de los extranjeros que morían inesperadamente en Málaga sin constancia de su religión, se optaba por enterrarlos en las playas, con el resultado de que el fluir de las mareas y oleajes solía traer de vuelta a la ribera al navegante póstumo. Esta Málaga atroz es la que se encontraron Torrijos y sus compañeros cuando fueron a dar con su sangre en la playa de San Andrés. Que fueron todos mártires y que excepto uno reposan bajo el obelisco de la Plaza de la Merced, el joven teniente irlandés Robert Boyd, a quien la extranjería no le concedió el favor de la vida, ni la juventud le evitó la afrenta de la muerte innoble. Reposa en este Cementerio Inglés, en el que su cenotafio lo proclama, en inglés, amigo y compañero de Torrijos y muerto en Málaga por la sagrada causa de la libertad.
No fue, sin embargo, Boyd el primer sepultado en el Cementerio Inglés: tal ingrato honor corresponde a George Stephens, marino ahogado, que en 1831, con el levantamiento de las tapias que delimitan el recinto, quedó lastimosamente fuera de ellas, de manera que examinando las inscripciones de las sepulturas se llega a la conclusión de que Boyd es el sepultado más veterano, merced a la iniciativa del cónsul William Mark, creador del cementerio en el año de Stephens y Torrijos y habitante del mismo desde 1849. Abundan también los enterramientos de niños, dada la alta mortalidad infantil del siglo XIX y parte del XX. Tal vez esas tumbas son las conmovedoras del Cementerio. Algunas por la elocuencia de la inscripción funeraria, como es el caso de una niña francesa, Violette, que sólo vivió un mes, y que muerta en 1959, su epitafio en francés resume su efímera vida con un conciso «lo que viven las violetas». También comparten quietud entre los niños, en una fosa común, los 62 cuerpos de las víctimas del naufragio, en diciembre de 1900, de la fragata alemana Gneisenau, señalada con un sencillo monumento. En otro lugar del recinto está enterrado el capitán de la nave, que no quiso salvarse y optó por hundirse con el barco.
Es éste un lugar de acogida para distintos credos y naciones, sin que falte alguna sepultura hebraica e incluso no creyentes, como el caso del poeta Jorge Guillén y su esposa. O el del hispanista Gerald Brenan, también, en forma de cenizas tras pasar años olvidado en formol en la Facultad de Medicina al haber donado su cuerpo a la ciencia, que reposa allí junto a la que fuera su esposa, la escritora Gamel Woolsey. Poetas y escritores han dejado testimonios literarios sobre el Cementerio Inglés, desde Hans Christian Andersen, que lo visitó y alabó, a Clarín que situó en él el desenlace de uno de sus relatos, hasta los autores actuales, entre los que destaca María Victoria Atencia, cuyo poema “Epitafio para una muchacha” figura desde 1960 en una lápida en la entrada de una de las secciones del camposanto.
Pero junto a esas tumbas pequeñas y humildes se encuentran otras en el mismo Cementerio con alegorías variadas, con ángeles de esbelta nostalgia que abrazan cruces y señalan el cielo, con inscripciones en inglés, danés, alemán, holandés o castellano, con cruces célticas de intrincada decoración, con exclamaciones de pesar o de cariño, que aportan al lugar la belleza, inmersa en jardines, de un réquiem de piedra y de hiedra. Frente a todos ellos, el pasar cansino de los malagueños y la permanencia indiferente del mar inmortal.
Artículo publicado en diario Sur el 16 de julio de 2011
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