Olvidamos que en esta ciudad hay una estatua desprovista de pedestal, y con ello de la debida dignidad, que muestra a un sabio ensimismado al que ignoran los paseantes en calle Alcazabilla. Olvidamos que aquel hombre, Shlomo Ben Gabirol, iluminó con su razón y su pasión con un resplandor que aún pervive, la fe de Israel desde que naciera en estas mismas calles malagueñas. Olvidamos que este trozo de orilla fue lugar para que de las tres culturas que en un instante pugnaron o convivieron, una de ellas quedara convertida en nota al pie de página, susurro entre las calles de la Judería, delatada públicamente por ese bronce descabalgado. Y cuando, en la noche en blanco, se alborote nuevamente, entre el Museo Picasso y el Teatro Romano, ese trozo de la ciudad, la música que mantiene viva esa añoranza y esa ausencia, sonará en el Teatro Cervantes.
Porque esa noche, la del 14 de mayo, tendrá lugar allí el concierto de Klezmer Sefardí, “Música judía de bodas y otras celebraciones” que integran el español Eduardo Paniagua, los hermanos búlgaros Ivo y Nasco Hristov y el argentino Jorge Rozemblum. Media hora antes del conciero, Paniagua y Rozenblum darán en el mismo lugar una charla sobre la música tradicional judía. Allí se hablará de cómo es el Klezmer la música popular judía, acrisolada en el ámbito centroeuropeo con influencias venidas tanto de Oriente Medio como de la música de los zíngaros. En todo caso, nos encontramos con una experiencia musical insólita, por cuanto el Klezmer es, casi por definición, askenazí (nombre que recibe la cultura judía centroeuropea, que tiene como medio de expresión el yiddish, una mezcla de hebreo y alemán). Al mostrarnos una vertiente sefardí del klezmer, este conjunto, liderado por el veterano, heterodoxo e infatigable especialista en música antigua Eduardo Paniagua, se convierte en el pionero en conciliar ambas ramas de la tradición judía.
Burning Bush
Shaom Aleichem, un clásico para el Shabbat,
en una versión conmovedora
Toda formación Klezmer tiene como instrumentos básicos el acordeón, el clarinete, la percusión (que también puede ser suplida por un contrabajo) y el violín (que a veces es sustituido por el acordeón), siendo lo instrumental de tanta importancia para el género que su propio nombre significa en hebreo simplemente eso, “instrumento musical”. Otra etimología más dudosa la haría derivar del yiddish con un significado que podría traducirse como “recipiente de canciones”. El origen más directo y distinguible de este género, que en Málaga es conocido por los escasos aunque vibrantes conciertos del trío polaco Kroke, sin tener que remontarnos a la crucial Edad Media, está en el tránsito entre los siglos XVIII y XIX, cuando las aldeas judías de Ucrania, de Polonia, del Imperio Austrohúngaro, son recorridas por pequeñas bandas ambulantes de músicos que amenizan las bodas, las fiestas de Purim y las ferias. Estos músicos, conocidos como klezmorim, hacen una música que se sabe profana desde que, tras la destrucción del Templo de Salomón en el 70 d. C. los instrumentos musicales quedaran excluidos de las sinagogas. Esta música, que para los oídos atentos suena cada vez con mayor frecuencia como fondo en anuncios de televisión o que empapa con su lánguido lamento de clarinete el arranque de la “Rhapsody in blue” de Gershwin, tuvo su momento de esplendor en las primeras décadas del siglo XX, con un mercado discográfico en auge, que el Holocausto cercenó. Con la posguerra la influencia del jazz (el mismo Benny Goodman se formó en la tradición Klezmer) y de la experimentación fueron dando lugar a singulares sonidos como los que representan las bandas europeas y americanas de lo que se conoce como Revival Klezmer. Los polacos de Kroke, los norteamericanos Klezmatics y Klezmer Conservatory Band, el dúo argentino Lerner y Moguilevsky o los británicos de The Burning Bush son recomendaciones útiles para iniciarse en esta música que gana aficionados con intensidad gozosa. Son sonidos, con el resultado de la luz y la calidez (y la calidad) son como la zarza de Moisés, arde y no se consume.
Artículo publicado en diario Sur el 7 de mayo de 2011
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