Se pusieron de moda los títulos de libros de Historia encabezado por "Los mitos de..." y así como tenemos los de la Guerra Civil y del Franquismo, de Pío Moa, los de la Historia de España de García de Cortázar, del 18 de Julio de Ángel Viñas o los de la Historia Argentina de Felipe Pigna, este volumen del siempre solvente Payne sirve para, con frialdad y sin alaridos, demostrar que mucho de lo que desde ciertos medios de comunicación, desde la tribuna del parlamento, desde los propios centros educativos, se afirma sobre el estallido de la guerra civil no es sino una sucesión de mitos, de interesadas mentiras, destinadas a exculpar a la Segunda República (de la que escuché decir a un chisgarabís local que era "una democracia estupenda") y de cargar la culpa de ese fracaso a las derechas, los fascistas (cómo resuena ese término, hoy, ahora, pavorosamente, en bocas poco doctas). Payne expone el clima de anormalidad que adquirió la Segunda República desde el estallido de la Revolución de Asturias de 1934, urdida y preparada por el PSOE de Francisco Largo Caballero, ese botarate peligroso a quien don Pedro Sánchez Pérez-Castejón ha homenajeado recientemente y ha expuesto como ejemplo de conducta política. A él. Al Lenin español. Téngase en cuenta que en esta España de todos, algunos castigan a quienes no respeten su visión unívoca de la historia, esa memoria histórica en la que sólo puede haber villanos de derechas y adalides, héroes, de izquierda. Que intentaron, ellos, acabar con la República en ese octubre de 1934. Una República que la derecha gobernó desde 1933 hasta febrero de 1936 gracias al voto y cuyo partido principal, la CEDA de Gil-Robles, nunca propugnó la violencia (como sí hizo y usó el PSOE).
La memoria es subjetiva, tornadiza, infiel. La Historia es objetiva, fija en el pasado, hechos que fueron. Payne desmiente mucha paparrucha. Para empezar, y para evaporar esa visión idealizada, rompe el primer tópico, el de la democracia: En consecuencia, los republicanos de izquierda y los socialistas pergeñaron un régimen radicalmente reformista que, casi de inmediato, procedió a cercenar ciertos derechos y a silenciar a la oposición, convirtiéndose en un sistema que, como lacónicamente señalaría Javier Tussell, principal historiador político español de finales del siglo XX, era “una democracia poco democrática”, y quizá esta sea la mejor síntesis en cuatro palabras que se haya hecho de la Segunda República. Esta joven República aprobó una ley electoral, prostituida en febrero de 1936 para dar la victoria en unas elecciones fraudulentas (así lo demostraron, y Payne lo asume, Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García en 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular) a los que fracasaron en su intento de recuperar el poder con las armas y contra propia legalidad, dando lugar a un régimen tramposo: Mientras la CEDA había aceptado provisionalmente una ley electoral redactada por sus adversarios y preparada con el solo fin de excluirla del poder, las izquierdas afirmaban que no se podía permitir que la oposición ganara los comicios, ni siquiera en unas elecciones democráticas y auténticas -las primeras en la historia de España-, porque la CEDA abogaba por introducir cambios fundamentales en el régimen republicano. Las izquierdas insistían en que la República no debía ser un régimen democrático igual para todos -un sistema con reglas fijas y resultados inciertos-, sino un sistema con reglas cambiantes -a su antojo- y resultados ciertos para mantenerse permanentemente en el poder.
Esta falsa democracia, pues falsa es cuando no trata igual a todos sus ciudadanos, que sólo reprimía los hechos violentos cuando los sufrían sus afines, llevó la violencia a cifras raramente vistas: Así presentó [José Calvo Sotelo] el primero de una serie de informes sobre los actos de violencia y destrucción en España afirmando que entre el 15 de febrero y el 1 de abril, 74 personas habían sido asesinada por motivos políticos y 345 habían resultado heridas. Asimismo se habían incendiado 106 iglesias, de las que 56 habían quedado arrasadas. Puesto que el Gobierno no presentó estadísticas que refutaran estos datos, bastantes historiadores las consideran en esencia correctas, como de verdad parecen ser. A continuación, Calvo Sotelo citó algunos discursos de portavoces revolucionarios en los que declaraban que estos actos violentos eran el comienzo de la destrucción revolucionaria, lo que también era esencialmente correcto.
Gil-Robles tomó la palabra entre los habituales gritos y tumultos, y afirmó que la CEDA ofrecería su apoyo parlamentario para llevar a cabo reformas sociales constructivas, si bien estas no parecían ser el objetivo principal de las izquierdas. Hizo una advertencia contra el intento del Gobierno de gobernar solo para una mitad del país:
“Una masa considerable de la opinión española que, por lo menos, es la mitad de la nación, no se resigna a morir, yo os lo aseguro”,
Dirigiéndose a Azaña añadió:
“Yo creo que S.S. va a tener dentro de la República otro sino más triste, que es el de presidir la liquidación de la República democrática… Cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que las armas las ha cargado la injuria de un Gobierno que no ha sabido cumplir con su deber frente a los grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad”.
Esta sesión fue la ocasión para que José Díaz, secretario general del Partido Comunista, declarase en un discurso que Gil-Robles “morirá con los zapatos puestos”. Era la típica amenaza de asesinato político de los portavoces revolucionarios, aunque a Martínez Barrio le pareció una afirmación excesiva para ser pronunciada en una sesión de las Cortes. Llamó al orden a Díaz y decretó que la declaración no figurase en las actas.
Al día siguiente, el Parlamento volvió a reunirse en una atmósfera sobrecargada devino al cortejo fúnebre del guardia civil De los Reyes, que, en un momento dado, amenazó con pasar frente a las Cortes. Azaña empleó su retórica acostumbrada, atribuyendo toda la culpa de la violencia a la derecha y a su “profecías”. Con desprecio y sin asumir la menor responsabilidad personal, declaró: “Yo no me quiero lucir sirviendo de ángel custodio a nadie. Pierdan SS.SS. el miedo y no nos pidan que les tienda la mano. ¿No querían violencia, no les molestaban las instituciones de la República? Pues tengan violencia”.
Ésta fue la democracia envilecida de 1936. Dice Payne: La República revolucionaria ya no era una típica democracia occidental. Palabras especialmente hipócritas en la boca de alguien como Azaña, famoso por su preocupación y su miedo en lo que a su seguridad personal se refería. De todos los discursos de Azaña, quizá este pudo haber sido el más imprudente. Decir que los cinco años de actividad de la CEDA dentro de la legalidad constitucional solo demostraban que “querían la violencia” era de lo más delirante e incendiario. El espectáculo de un presidente del Gobierno parlamentario invitando a la oposición a tomar parte en una guerra civil no tenía precedentes, aunque las amenazas por parte de los presidentes del Congreso y de otros portavoces de las izquierdas continuarían hasta el 18 de julio.
Aquella sesión la cerró el catalanista Juan Ventosa aventurando a dónde habría de llevar el abuso permanente desde el gobierno del Frente Popular:
Solo con asistir a este debate, solo con escuchar las manifestaciones de ayer y de hoy —insultos reiterados, incitaciones al atentado personal, invocaciones a aquella forma bárbara y primitiva de la justicia que se llama ley del talión, petición insólita y absurda del desarme de las derechas, y no de todos—, solo con presenciar y observar el espíritu de persecución y opresión que se manifiesta en algunos sectores de la Cámara, claramente se ve la génesis de todas las violencias que se están desarrollando en el país.
A partir del fraude de las elecciones del 16 de febrero de 1936 y de su consumación en la repetición electoral en las elecciones en las provincias de Granada y Cuenca, podría decirse que el proceso electoral en Cuenca y Granada fue menos libre que las elecciones que Hitler llevó a cabo en Alemania en marzo de 1933, una triste comparación para España. Con la supresión de las elecciones libres se ponía fin a la menor posibilidad de alternativa por la vía electoral, alentando y abriendo paso a otra clase de opciones. A partir de ese momento, la "República democrática" era poco más que un recuerdo, aunque tendría una vida muy larga como mero eslogan de propaganda.
Entre la constante incitación a la revolución del sector del PSOE de Largo Caballero y la moderación, un tanto acomodaticia según la coyuntura, de Indalecio Prieto, las divergencias llevaron a que Prieto el 15 de junio de 1936 viera clarividentemente que el verdadero fascismo era el de Largo: es injusto considerar a todos los derechistas como fascistas. El peligro fascista no existe, salvo que venga generado por la izquierda. Lo que había sido ya anunciado cinco días antes: El 10 de junio, el cristianodemócrata Ángel Ossorio se lamentó en un artículo publicado el 10 de junio en Ahora de que el comportamiento de las izquierdas se hubiera transformado en irracional y destructivo, sin solución posible a la vista: "El Frente Popular fue creado para combatir el fascismo, pero por el camino que llevan las cosas en España, el único fascismo va a ser el del Frente Popular".
Tras un mes de guerra, muchos de los presupuestos de Mola serían abandonados. En todo caso, este libro de Payne da para pensar en la realidad de aquel régimen, de aquellos meses de vértigo, en tantas mentiras y mitos que hoy se nos imponen.
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