martes, 30 de mayo de 2017

Lecturas: ¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos (Will Gompertz)

Nos encontramos ante un excelente ejemplo de divulgación, un repaso a la Historia del Arte desde el pre-impresionismo (en el que sitúa discutiblemente a Géricault, Courbet y Manet) hasta las últimas tendencias. Gompertz sabe, y además sabe comunicar. Con lo que el libro cumple su objetivo aunque algunas pegas se le puedan poner: excepto en el caso de Cindy Sherman, elude por completo la fotografía, elude por completo el cine y la videocreación (aunque sí glosa una película de Fischli/Weiss), y aventura dar un nombre que englobe el arte de los últimos veinticinco años que es, cuando menos, cuestionable: empresarialismo. Da una importancia desmesurada al grupo de los Young British Artists, dando en el libro casi tanto espacio (casi) a Damien Hirst como a Picasso. Y su repaso al surrealismo es demasiado sucinto y deja de lado la primacía del instinto sobre la razón en este movimiento. Omite a Balthus, a Chagall, a Basquiat, el expresionismo europeo queda reducido al mínimo, la Nueva Objetividad no existe. Lo mejor, con todo, es que su exposición de los diversos ismos es razonada y razonable, y nos ayuda a comprender mejor obras que ya conocíamos y nos descubre otras que ignorábamos. Con todo, este libro me hace descubrir que sintonizo especialmente, si nos guiamos por las palabras de Gompertz, con la posmodernidad más que con mi amado surrealismo y me reafirma en la indiferencia que me produce el minimalismo. Tal vez una edición en la que se reprodujeran, en color, todas las obras comentadas serviría para hacer de este libro la gran fiesta que podría llegar a ser.



domingo, 28 de mayo de 2017

Lecturas: Desertores (Charles Glass)

En la Segunda Guerra Mundial, 100.000 estadounidenses y 50.000 británicos abandonaron filas, rehuyendo el combate. Cuarenta y nueve fueron condenados a muerte, y sólo uno, antes de que callaran las armas, vio cumplida esa sentencia de paredón y después. El porcentaje de deserciones, a lo largo de aquella insoportable guerra, raramente subió más de un uno por ciento. Ni traidores ni cobardes, aquellos hombres simplemente perdieron no el coraje, no la fe sino la fuerza. Hay en este libro ejemplar datos curiosos: "Aunque había más de tres millones de soldados estadounidenses en Europa, no había más de 325.000 combatiendo en un momento dado. La infantería, apenas el 14 por ciento del total de la presencia militar estadounidense en Europa, sufría el 70 por ciento de las bajas". Esto pone de relieve la sobrecarga que ese 10 por ciento llevaba sobre sus espaldas, el agotamiento de combate, la fatiga desalentadora, que llevará a muchos a la deserción. El soldado estadounidense se encontraba inmerso en una guerra en la que no se sustituían los grupos de combatientes tras una batalla o una campaña, para darles un descanso breve, como sucedía en la Primera Guerra Mundial, sino que era sustituido por soldados bisoños a medida que caían prisioneros, eran heridos o morían en combate. Ese panorama desalentador es el que llevó a algunos a plantar cara a su propio país, a sus compañeros de armas, a un destino terrible.

  



Charles Glass, con un excelente pulso narrativo, centra su atención en tres de aquellos soldados: los estadounidense Stephen Weiss y Alfred Whitehead y el británico John Vernon Bain, que sería conocido como poeta con el nombre de Vernon Scannell. De ellos, Steve Weiss fue un soldado ejemplar cuya figura merecería un libro sólo para él o una película de esas de balas trazadoras y sangre salpicando brusca a cámara lenta. El puro cansancio, cuando los sinsabores eran más que insoportables, le llevarán a desertar y a ser castigado por ello. Un soldado que, no obstante, obtuvo en aquella guerra la Estrella de Bronce, tres estrellas de batalla, la Medalla de la Victoria, la distinción por el desembarco en el sur de Francia (menos conocido que el de Normandía), la Insignia al Combate de Infantería y la Medalla de Buena Conducta, además de obtener de Francia el título de oficial de la Legión de Honor, dos Cruces de Guerra, la Medalla de la Resistencia, la Cruz de Combatiente, el diploma de ciudadano de honor del departamento de los Vosgos. Y la ciudadanía francesa. Un hombre así no podía ser cobarde, ni tampoco lo fue. 








La gran aportación del libro es descubrir cómo los desertores no fueron ni unos cobardes, ni unos pacifistas heroicos. Fueron, en su mayor parte, buenos soldados que sucumbieron a la fatiga de combate y que optaron por abandonar aquella abominación de la vida en el frente, viendo morir a los compañeros o, en el caso de Bain, asqueado al ver cómo los propios soldados ingleses desvalijaban el cadáver de sus compañeros de armas. En el caso de Weiss, fue puramente el cansancio, cuando ya quedaban meses al conflicto. En el de Witehead, horrores como el que él mismo cuenta: A veces matábamos por accidente a familias enteras al despejar un edificio: no había tiempo para preguntar quién estaba en el subterráneo cuando lanzabas las granadas. Fue una experiencia terrible. A veces, también, aparecía un niño o una niña pequeña con uno o los dos brazos amputados por el combate, chillando histéricos y muertos de miedo. Whitehead, al desertar, optó por el hampa formada por otros desertores que en el París liberado se dedicó al mercado negro. Entregado a la policía militar, se le condenó a cinco años de trabajos forzados, omitiendo sus delitos y considerando sus méritos como combatiente. Weiss, el esforzadísimo y noble soldado Weiss, fue condenado a trabajos forzados de por vida; Bain, que tomaría el seudónimo por el que se haría famoso como poeta para ocultar la gran mancha de su pasado, fue recluido en un sanatorio mental e indultado más tarde por razones médicas.


Lecturas: Los verdugos y las víctimas (Laurence Rees)

El subtítulo completa que nos encontramos ante Las páginas negras de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Y la ilustración de la portada sobrecoge, con un verdugo que es Heinrich Himmler apoyando su brazo en el hombro de un niño presumiblemente pobre y víctima, muy dickensiano, mientras en gris otro nazi comparece entre ambos y observa sonriendo. Porque este mundo de víctimas y verdugos es el que verdadera y elocuentemente puebla este libro imprescindible. 


Dividido en siete partes (tituladas Genocidios; Resistencia; Combatir y matar al "inferior" y al "subhumano"; Prisioneros; Soldados de la fe; Servidores del régimen; y Suicidios colectivos), el libro, en forma de capítulos breves, un total de 35 en un volumen de 295 páginas, recoge resúmenes de las entrevistas que Rees realizó a supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, que en unos casos fueron víctimas de las atrocidades de los dos bandos, pero que en otras fueron ejecutores. Nos encontramos con judíos, miembros de la resistencia, civiles diversos, soldados, aviadores. Todos cuentan con serenidad su experiencia. Que fue siempre dolorosa. Pero que en el caso de los verdugos no va acompañada de muestras de arrepentimiento. Hay una actitud común. Tanto entre nazis, soldados nazis, aviadores norteamericanos, chequistas soviéticos. No me arrepiento, cumplía órdenes, hice lo correcto, no podía hacer otra cosa. Todo eso.  Y las víctimas cuentan el sufrimiento, el ansia por vivir, la culpa por haber sobrevivido mientras otros sucumbieron. Todo eso. Todo eso que olvidamos y que algunos hijos de puta niegan. Y no me refiero sólo a los negacionistas de aquí y allá, sino de los que prefieren ignorar que barbarie hubo en cada rincón de los países convertidos en teatro de operaciones. Cada lector encontrará un villano especialmente odioso (en el momento de escribirse el libro, todos viejitos respetables), una víctima de la que compadecerse, un héroe desconocido quie de pronto recibe un nombre. Depende de la sensibilidad de cada lector. En definitiva, un libro escalofriante que debería ser leído en cada escuela.

sábado, 13 de mayo de 2017

Lecturas: 1Q84 (Haruki Murakami)

Un libro con el que te apasionas mientras lo lees (aquella cosa tantas veces dicha del placer) pero que después te deja un recuerdo un tanto vago. Tal vez sea cosa de mi memoria, que ya es la que era. En todo caso, es un libro brillante, en el que se van alternando los capítulos que recogen las andanzas de los dos protagonistas, el profesor de matemáticas y corrector literario Tengo y la instructora de gimnasio y asesina por encargo Aomame. Dos personajes que comienzan la historia cada uno por su lado y que irán previsiblemente confluyendo en sus tramas pero sin coincidir físicamente. En el tercer libro (y segundo volumen) de la novela aparece un tercer personaje, Ushikawa, un calamitoso pero concienzudo detective, que también entra en el reparto, ahora a tres, de los capítulos. 


Si bien al comienzo se van introduciendo elementos que dan sensación de irrealidad que va percibiendo Aomame (que por tanto no vive en 1984 sino en 1Q84), esa sensación de irrealidad se borrará pronto, desmintiendo toda afinidad con la pesadilla totalitaria de 1984 de George Orwell. En Murakami la irrealidad se limita a un cambio en el armamento de la policía japonesa y a los planes soviético-estadounidenses de construir una base lunar conjunta, a los que más adelante se unirá la presencia, en el firmamento, de dos lunas. Esa sensación de irrealidad se verá sustituida por una secta político-religiosa y la gravitación enorme de un raro libro titulado La crisálida de aire y cuya confluencia, la de la secta y el grupo, convertirá la novela en un hábil thriller con dos lunas. Pero sin nada más que podamos adscribir al género fantástico. Porque realmente ésta es una novela de amor.




O intenta serlo, porque los dos protagonistas principales se perseguirán con finalidad exclusivamente amorosa, a través de los tres libros, los dos volúmenes, de la novela. Tras un momento fugaz en la infanciaen que se tomaron de la mano,  se buscarán a través de Tokio y de los años. Por medio habrá muertes espantosas (tres, todas violentas pero una de ellas indolora), una historia de amor paterno-filial, sin que la palabra amor sea nítida, y algunas subtramas que apuntalan la historia pero que habrán de difuminarse. Porque en verdad no importa que La crisálida de aire no nos interese, de poco nos importará la naturaleza ni el alcance de la actividad de la secta. Ni por qué hay dos lunas. Nos importará la imagen de Tengo en la fría noche subido en un columpio mirando la luna y suspirando por Aomame. Nos importará la determinación de Aomame de, a toda costa, reencontrarse con Tengo. Que el final de la novela sea tontorrón tampoco importará. Lo que queda, mientras las lunas se apagan en nuestra memoria, es la grata experiencia lectora. Nada más. Pero tampoco nada menos.


El Irworobongdo coreano (con sol y luna a la vez)
que nada tiene que ver con Murakami
pero que me gusta