viernes, 17 de febrero de 2012

Francis Bacon: La vida como obsesión

               En abril cerró sus puertas la exposición antológica, primera desde su muerte en 1992, que el Museo del Prado dedicó a Francis Bacon. Ahora se cumple el centenario del nacimiento del artista irlandés, y su figura alcanza ahora la categoría de ídolo de multitudes, de artista que nos refleja con el ensañamiento del espejo y la explicitud de la sangre. Como si el gusto común por Van Gogh se hubiera desplazado hacia Bacon, que en el Prado, un lugar que amó, recibió la visita de muchedumbres fascinadas por el espectáculo cruel de sus pinturas detrás de las cuales puede anidar tanto la rabia como la compasión. Cien años de Bacon. Cien años de horror, de poesía, de carne dolorida.


                Hacia el arte
                Nacido en Dublín el 28 de octubre de 1909, de madre irlandesa y padre australiano aunque de origen inglés que había luchado en la guerra de los Bóer y que se dedicaría a entrenar caballos de carreras. Que su nombre coincida con el de un filósofo y político inglés de los siglos XVI-XVII se explica también por el hecho de que su padre descendía de un hermano del personaje histórico. Por otra parte, su tatarabuela, lady Charlotte Harley, fue amiga de Lord Byron y a ella está dedicado su poema “El peregrinaje de Childe Harold”. Aquejado desde la niñez por asma y una potente alergia hacia los perros y caballos (recuérdese el oficio del padre), la morfina fue una constante en su tratamiento y a la vez una adicción. La salud influyó en su irregular formación académica, plena de ausencias, que también se vería drásticamente afectada a los 16 años por la expulsión del hogar familiar, cuando ya vivían en Inglaterra tras la Primera Guerra Mundial, al quedar al descubierto su homosexualidad brutalmente rechazada por el padre. Detrás quedaba una infancia triste, marcada por las oscilaciones de la residencia entre Irlanda e Inglaterra, con la brújula detenida a partir de 1925 en Inglaterra y marcada por tutores y preceptores en vez de por la escuela.  
                1926 y Londres son el año y el lugar en que confluyen las circunstancias que determinarán al artista en que Bacon habrá de convertirse. Los apuros económicos que le llevaron a trabajar brevemente como criado y dependiente de tienda, su decisión de dejarse ayudar por un hombre mayor a cambio de favores sexuales, además de cometer pequeños hurtos para mantenerse, nos muestran a alguien que se va deslizando hacia el submundo londinense, pero a la vez es alguien que viaja a París y Berlín quedándose enpor lsargos periodos de aprendizaje y zozobrea, que recibe clases de dibujo y se decanta por dedicarse a la decoración de interiores. En estos años cruciales de la década de 1920, nace el artista Bacon.
Sin título, 1946

                Según el propio Bacon, autodidacta en el uso del pincel pero no en el del lápiz, fue Picasso, con una exposición de dibujos visitada en París en 1927, el que le hizo intuir que él también podría ser artista. Las formas surrealistas de Picasso contempladas en un número de “Cahiers d’Art” en 1929 terminarán de afirmar su vocación.   Más allá, y yendo a la manera de afrontar la creación, Bacon reconocía su filiación con Picasso, a través del que se comprenden mejor las distorsiones presentes en uno y otro: “Existe un dominio que Picasso ha abierto y que, en cierto sentido, no ha sido explotado: una forma orgánica que se acerca a la imagen humana, pero que está en completa distorsión”. En París recibe también, de forma insospechada, una de sus fuentes de inspiración más patentes: un libro sobre enfermedades de la piel le proporciona estímulos estéticos: “Me gusta el brillo y los colores de la boca y siempre he deseado pintar la boca de la misma manera que Monet pintaba las puestas de sol”. Tras haber sido saludado por Wyndham Lewis, padre de la vanguardia británica con palabras mayores (“uno de los artistas más poderosos que hay hoy en Europa... en perfecta sintonía con su tiempo”), una primera exposición individual en 1934, recibida con notoria indiferencia, le llevará a desdeñar el arte, a aplacar su pasión hasta casi abandonar los pinceles. Autorretratos y apuntes de su tema obsesivo, la crucifixión, predominan en estos momentos iniciales.  Pero poco se ha conservado de lo pintado por Bacon en sus primeros años: una crisis personal en 1944, cuando apenas era un autodidacta destinado al fracaso, destruyó cuanto conservaba. Es también el instante en que renace como creador: mientras pisa los cascotes de los bombardeos en Londres, prestando servicio en la Defensa Civil, siente el dolor y la rabia unidos a la fragilidad de la materia. No hay paso atrás: a partir de ese instante, Bacon será el retratista de la angustia, de la mortalidad.
                El éxtasis, el tormento
                En 1944 es su tríptico “Tres estudios de figuras al pie de una crucifixión”, hoy en la Tate Gallery, el que señala el nacimiento no del artista sino del genio. Las tres figuras torturadas y monstruosas, irreales pero habitadas de una desesperación y un dolor demasiado verdaderos sobre un fondo vacío y rojo anuncian las escenografías de las décadas posteriores, los espacios vacíos en los que la carne se consume en gestos cotidianos.

Bacon se entregará a la pintura con voracidad: las imágenes de su estudio mostrará un maremágnum de tela y de papeles arrojados por todas partes, manchados de pintura, imágenes de caos y desorden, un estercolero en el que un hombre se enfrenta al lienzo para emerger con tesoros que los museos lucharán por cuidar. Entre la basura que pisa Bacon hay fotografías recortadas de periódicos y de revistas, de folletos y de libros de arte, que el artista ha usado como puntos de partida para sus pinturas y después ha arrojado, arrugados, esos recortes con indiferencia. La imagen banal o ilustre ha servido así para obrar una operación alquímica. Basta con una imagen vista en una película, el primer plano de la mujer gritando en “El acorazado Potemkin”, para que esos rasgos deformados por el dolor se multipliquen y recombinen de múltiples maneras en los cuadros de Bacon, abierto a múltiples influencias. Así,  el retrato de Inocencio X por Velázquez le servirá para experimentar de forma obsesiva. El cuadro de Velázquez, que nunca querrá ver en persona por miedo a sentirse derrotado como pintor, será el punto de partida de incesantes exploraciones, contabilizándose más de 40 pinturas con este mismo tema.



Basándose en fotografías, Bacon sentirá que la pintura aporta el factor diferencial de la textura a la vez que un efecto más intenso y directo. Pero al igual que el Papa pintado por  Velázquez, un autorretrato de Van Gogh caminando será también su inspiración obsesiva. Cualquier imagen tomada de la prensa o de un libro, por insignificante que parezca, será factible de ser dignificada y redimensionada por la pintura.  
                A la vez, Bacon gustaba de explicar su pintura a través de lo que llamaba “el accidente”, momento crucial en la elaboración de sus obras: “En mi caso, todo cuadro –cada vez más, a medida que pasan los años- es un accidente. Así, lo preveo en mi mente, lo preveo y sin embargo casi nunca sale como lo he previsto. Se transforma con la pintura real. Utilizo pinceles muy grandes y, en la manera que trabajo, muchas veces no sé realmente qué hará la pintura, y hace muchas cosas que son mucho mejores de lo que yo podría hacer. ¿Es un accidente? Tal vez se podría decir que no es un accidente, porque se convierte en un proceso selectivo el hecho de que uno escoja conservar parte de este accidente. Se intenta, por supuesto, mantener la vitalidad del accidente y, sin embargo, conservar una continuidad”. Esta forma de pintar, en la que el proceso técnico se rige por la premeditación pero se ve alterado por los accidentes, lo que incluye el azar en la realización de la obra, es al fin y al cabo una metáfora de la vida, esa mezcla de planes y de eventualidades, lo que hace que la pintura de Bacon sea tan intensa, tan cierta, tan verdadera. Tan conmovedora.
                Tal vez la mejor indicación para comprender la obra de Bacon sea la que él mismo, por otra parte tan abundante en declaraciones, dejó expresada: “Pienso que el arte es una obsesión con la vida y, después detodo, como somos seres humanos, nuestra principal obsesión es con nosotros mismos. A continuación, tal vez con los animales, y después con los paisajes”.
                Poderoso caballero
                “Estudio para el retrato de Inocencio X” se vendió en 2007 por 35 millones de euros, y por 31 millones su “Segunda versión de estudio de toreo nº 1”.  Un año después, la obra más cara expuesta en la feria de arte ARCO era también de Bacon: “Hombre con palangana” costaba algo más de 23 millones de euros. El vendedor, la galería Marlborough,  tradicionalmente la de nuestro pintor, algo tiene que ver con estos altos precios. Su cuidadoso control de la afluencia de obras de Bacon en el mercado, abriendo y cerrando el grifo según el momento,  ha sido crucial para que el artista haya visto crecer su valor, su prestigio, su eco en los medios de comunicación que van recogiendo el nombre de Bacon y poniéndolo a un nivel de popularidad como sólo han alcanzado entre nosotros, y refiriéndonos tan sólo a artistas del siglo XX, Picasso, Dalí y Warhol.
                El amor y otros demonios
                En 1964, sorprenderé a un joven robando en su estudio. El resultado de este encuentro no será la comisaría sino el lecho. Y la inmortalidad de George Dyer, convertido en su amante y en su modelo hasta que se suicida en 1971. Una notable película de 1998, “El amor es el demonio”, refleja esta relación tormentosa y desgarrada, dando a Bacon maravillosamente los rasgos de Derek Jacobi y a George Dyer los de Daniel Craig. La muerte de Dyer, por ingestión de barbitúricos en la habitación de un hotel de París, se produjo dos días antes de la inauguración de la gran retrospectiva que el parisino Grand Palais dedicaba a Bacon. A Dyer lo sucedería como amante y modelo, y finalmente como heredero, John Edwards.

Un excelente documental, "Bacon's Arena"

En 1971, la revista “Connaissance des Arts”, que cada año publica la lista de los diez mejores pintores del mundo, sitúa a Bacon a la cabeza de esta clasificación. Es en este momento también uno de los más cotizados.  También es un hombre tímido, huidizo, austero, regido por horarios de trabajo intensivos y agotadores de los que no se zafa y que concluye con noches de relax y charla en voz baja en los pubs de Londres. Tras haber superado un cáncer en 1989, en  abril de 1992 Bacon, contra el consejo de su médico, viajó a Madrid para inaugurar una exposición suya en la Galería Marlborough y para intentar reconducir la relación  con su joven amante español. Al poco de llegar se sintió indispuesto y fue ingresado en la clínica Ruber. Habitación 417. En la que murió Tyrone Power, en la que murió seis años antes Enrique Tierno Galván, a la que sería llevado tras su atentado José María Aznar. El 28 de abril morirá de la confluencia de un ataque de asma agudo y un ataque de corazón. A su lado, Sor Mercedes, una monja de la orden de los Siervos de María.  No hubo reconciliación con la fe de sus mayores y de la que había renegado. La niñera de sus días irlandeses solía castigarlo encerrándolo en un cajón. Había jurado que eso nunca volvería a suceder.  Sus cenizas fueron llevadas a Inglaterra y esparcidas en una ceremonia privada. En su estudio, sobre el caballete, quedó su último cuadro por terminar. Los rasgos combinaban los de Bacon con los de George Dyer.

Artículo publicado en diario Sur el 23 de octubre de 2009