lunes, 30 de junio de 2014

Lecturas: Nieve (Orhan Pamuk)

Nada me movía a leer a Pamuk. A lo más, me había llamado la atención un título suyo, “Museo de la inocencia”. Pero nada más. Hasta que el azar hizo que en Ankara cenara con unos amigos, siendo uno de ellos el consejero cultural de la embajada del Perú en la capital turca. No tardó en aparecer en la conversación Vargas Llosa, de quien el consejero, hondo conocedor de la obra de su compatriota, lo comparó con Pamuk, expuso las causas por los que ambos eran tan amados como denostados en sus patrias, y recomendó una novela de Pamuk. “Nieve”.



Un libro extraordinario de un autor que hay que leer como se lee a Vargas Llosa. Y que gusta como el peruano gusta, a fuerza de calidad y de no complacencia. De talento, de maestría. De rehuir la facilidad y la finta amable, como ambos huyen del consejo y de la doctrina. Pamuk cuenta aquí unos pocos días en la vida de un periodista y poeta llamado Ka, que acude bajo la nieve (en turco kar) a la ciudad de Kars a cubrir unas elecciones municipales cercanas y a escribir sobre un puñado de chicas musulmanas que, ante la posibilidad de tener que despojarse de sus preceptivos pañuelos optaron por el suicidio. Es fácil, casi inevitable, ponernos el chip kafkiano e identificar a Ka con el K. de "El castillo" o el Josef K. de "El proceso". Pero sucede que cuanto ocurre en Kars, nada menos que una grotesca rebelión militar, un pesadillesco golpe de estado reducido a la sucinta geografía de esa ciudad, tiene por marco una ciudad verdadera, descrita con precisión naturalista. Y que más allá del vértigo de los hechos nos quedamos atentos a las minucias, ridículas unas, enternecedoras otras, de personajes que se ven sometidos a la disciplina de las ideas y del sino, como el terrorista islamista Azul, o del afecto y los deseos confusos como el propio Ka o la amada reencontrada en Kars. 

Pamuk juega con la escritura con elegancia y maestría, mata a personajes acá y allá, nos lleva por donde quiere y nos lleva a interesarnos por una Turquía extraña, tensa y convulsa, más allá del afable encanto del Estambul que muchos conocemos y de donde el propio Pamuk procede. En todo caso, este libro (como los de Vargas) nos hace ver que a veces las decisiones de la Academia Sueca son acertadas. 

lunes, 2 de junio de 2014

Yo, monárquico

Hubo un tiempo, para mi vergüenza no lejano, en que fui republicano. Como también fui, o me creí, comunista. Por lo tanto, soy veterano en abominaciones. En infantilismos. Hoy los españoles hemos perdido un rey. Y estamos por tener otro que será manifiestamente mejor. Tenemos comprobado que en España (o en Alemania, Italia, Francia, Portugal o Israel) que necesitamos un Jefe del Estado. Sin adscripción política. Sin que gobierne y que sirva de dique de contención a los abusos, a los que tan dados somos, de los partidos. Alguien que represente la unidad, el equilibrio. El Estado. Lo que no me avergüenza llamar Patria. 


Hoy mozalbetes de la LOGSE y pelambre, Twitter y osadía, mueven banderas tricolores en la Puerta del Sol, la bandera de la República que significó frustración y arbitrariedad. Que pudo habernos llevado a un sistema comunista. Sin libertad. Sin alma. Que es lo que pide esta chavalería superficial e infantil, aduciendo que la Monarquía nos fue impuesta. Olvidando que la votamos dentro de la Constitución de 1978. Otra vez la furia y la idiocia de la masa, el desprecio por la Historia, por la verdad y por la inteligencia. 

Intento sosegarme. Ellos gritan "Los Borbones a los tiburones". Esas cosas. Una España dispuesta a acogotar a otra. Los argumentos (que también esgrimí y que tal vez uso ahora) de parvulario. Asco. También hacia quien fui. Incertidumbre. Y esperanza. En todo caso, ¡Viva el Rey! Y que Dios (y don Felipe VI) salve a España.