lunes, 19 de agosto de 2013

Lecturas: Eva Perón para principiantes (Nerio Tello y Daniel Santoro)

Con Daniel Santoro tengo una vieja duda: conocerle en persona. Un amigo común me ofreció presentármelo en Buenos Aires, y por eso del pudor y el calendario quedó pospuesto, tal vez para siempre, ese encuentro con un artista que admiro y con el que tengo en común la visión mítica del peronismo de los años 40 y 50. Una visión que aúna ingenuidad con el olvido de su pecado original, que nos es otro que constituir, pocas dudas hay, una dictadura. Una dictadura que, como casi todas, tiene en su base una buena intención, la de cuidar, desde el Estado, al individuo, salvarlo de sí mismo, de su puñetera ansia de libertad que termina estallando para echar abajo esa dictadura. En este caso, en esa historia, el hada buena, el poli bueno, fue Eva Duarte. Eva Perón para la Historia.


De ese personaje este libro, con texto de Nerio Tello y con ilustraciones del inmenso Santoro (he mirado en la red y he descubierto cosas como la cercanía del artista con la Cámpora y con la presidenta Fernández, amistades peligrosas que a mí, proveniente al fin y al cabo de una familia razonadamente antiperonista, me repugnan), este libro, decía, digo, da una imagen que entra de lleno en el mito, en la hagiografía, pero que a la vez admite la discrepancia, el pero a Perón, la lectura doble, como cuando en páginas sucesivas, y dobles, se presenta una hipotética conferencia-coloquio, en la que, con la quimérica presencia de Eva entre los ponentes (y deponentes) entre opiniones opuestas, se debate "Evita la Resentida" frente a "Evita la militante". Obviamente, los ditirambos peronistas, desprovistos del rencor en que tantos antiperonistas solemos incurrir, terminan por (con)vencer. Este libro, en manos de un artista épico como Santoro es, no es un documento imparcial, por mucho que Nerio Tello intente ocultarlo, sino un canto al sacrificio. Un homenaje a la que fue resentida, pero que también amó, hasta la insensatez, a su pueblo. 


Un texto de la propia Eva en la primera solapa de la sobrecubierta aporta pistas para comprender al personaje, para ubicarlo en sus contradicciones, en su época, en nuestras contradicciones, en nuestra época. Copio las primeras líneas, de un discurso de Eva: "En todo el mundo, la alegría de vivir había huido de los hogares de los trabajadores. Y esa tragedia es obra directa del liberalismo, ese capitalismo deshumanizado. El liberalismo disfraza de libertad lo que no es sino libertinaje". Hasta llegar a la última frase, parece una de las vaciedades de Hugo Chávez (o de cualquier representante español de Izquierda Unida). El cierre, la última frase, es plenamente franquista (es más fácil imaginarse la sentencia lapidaria en la voz aflautada del Caudillo español que en el grito herido y balconero de Evita. Ahí, en ese desprecio hacia el liberalismo (compartido, por poner un ejemplo de su época, por el fascismo mussoliniano en cuyo seno Juan Domingo Perón avizoró la posibilidad de una masa organizada y sumisa), se basan las dictaduras de derechas y de izquierda, ambas y todas enemigas de la libertad individual, del disenso. La última frase, la falaz identificación de libertad y libertinaje, termina de cerrar el círculo liberticida. 


Fue conmovedora Eva Duarte, supo arder en un momento fulgurante de amor y de ira. Pero lo que ayudó a poner en pie dio lugar a una mitología subjetiva y sentimental deslumbrantes (pienso en la obra de Santoro, en su maravillosa antológica "Realidad, sueño y elegía" comisariada por Raúl Santana, pero también en la película "Sur" de Fernando Solanas) y también constituye el pecado original de Argentina. Amo demasiado la libertad como para considerarme peronista. Pero el ejemplo, insensato y heroico de Eva Duarte, la Evita santa de los pobres, sigue estando tan vivo (desde donde escribo ahora mismo, un retrato oficial de Eva, enmarcado y de los años 50, me observa desde sus colores distorsionados y con un cresponcito negro en un ángulo) que es difícil repudiar por completo esa figura compleja y acaso tan simple.




martes, 6 de agosto de 2013

Lecturas: El conformista (Alberto Moravia)

Es la historia de un pecado y de una redención. De un afán de pureza, por tanto. De una necesidad de abandonar la diferencia, la anomalía. La mancha. Y de regresar, o al menos mantenerse, al seno de la tribu, de la comunidad organizada que esta vez es la Italia fascista. El conformista del título, que sin embargo incurre en acciones y gestos poco convencionales, es Marcello Clerici, al que el extenso prólogo de la novela, 67 páginas en mi edición, presenta en el momento de la pérdida de la inocencia, en su infancia de 1920 cuando, acosado por su belleza casi femenina y el desprecio agresivo de otros colegiales, cae entre los brazos de un pederasta. Lo que entonces sucede está en las últimas páginas de ese preludio.

La adaptación al cine
de Bernardo Bertolucci (1970)

            Convencido de que debe borrar y silenciar lo de entonces, en 1937 es Marcello un funcionario estatal fascista, aunque sin convicción. Ello no le impide prestarse a un plan que ha de conducir a la muerte a un líder antifascista residente en París. Allí, en Francia, es donde acompañamos al recién casado Marcello que teje la trampa cruenta en torno al que fuera su profesor. Como un autómata, cumple su función entre zozobras de la carne, en la que no falta otro acosador ni una prescindible mujer fatal que con su esposa intenta un juego amoroso. Quien haya visto en la turbia película final de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut, una parábola en torno a la incertidumbre del deseo, a los peligros del instinto, en esta novela de Moravia encontrará algo muy parecido. Culminada la operación política, y reintegrado perezosa y cómodamente nuestro protagonista a la conformista realidad cotidiana y acrítica, la caída del régimen de Mussolini en el verano de 1943 llevará, ya en un rápido epílogo, a la familia Clerici a una huída que será para Marcello una redención final y también un sacrificio tal vez prescindible. 

lunes, 5 de agosto de 2013

Lecturas: En casa. Una breve historia de la vida privada (Bill Bryson)

       Los cinco tomos de la “Historia de la vida privada” dirigida por Duby aguardan, abrumadores, en el anaquel. Mientras tanto, el tocho de Bill Bryson, del que aún no he leído, y también acecha, “Una breve historia de casi todo”, que pronto caerá, se presenta más asequible y seductor. Con todo, su subtítulo, “Una breve historia de la vida privada”, no se cumple del todo, pues hay aquí más retazos, curiosidades, rarezas, asombros, que un contenido bien hilado y sistemático. El libro sigue la distribución de los espacios de una vieja rectoría victoriano, en Norfolk, en la que Bryson habita. El recorrido por las habitaciones, comenzando por el hall y terminando en el desván, no se presta sino a un vagabundeo propenso a la divagación, que va dando paso a personajes que por lo general son victorianos y eminentes, en un repaso por la historia no de la vida privada sino de la necedad y el ingenio, particularizando en personajes meritorios, y a veces en espantajos, el avance constante del hombre en busca de la comodidad.
Fonthill Abbey, el sueño (de la razón)
de William Beckford

     Así, el libro comienza detallando los altos méridos de Joseph Paxton, el jardinero que diseñó el colosal edificio del Crystal Palace para la Gran Exposición de 1851, y concluye devolviendo vida al propio párroco Thomas Marshan, para el que la rectoría fue construida. Entre ambos, asistimos a la devastación de la Peste Negra, los locos sueños de William Beckford por construirse la bizarrísima mansión de Fonthill Abbey, Thomas Jefferson (padre fundador pero también inventor de las patatas fritas) con su residencia de Monticello de peligrosas escaleras, la pasmosa sofisticación de la aldea de Skara Brae levantada en el Neolítico, el horror de John Ruskin hacia la fisiología femenina, las aplicaciones de los anillos con púas para el pene o la referencia de Shakespeare, en su testamento, a su segunda mejor cama. Todo ello, con una especial predilección hacia el Londres del XIX y las grandes mansiones norteamericanas de los Vanderbilt, Astor o Folger. Un suculento, y algo caótico, bocado de historia. Un libro que no es imprescindible pero que es un excelentísimo compañero. Altamente recomendable y altamente insustancial. Bravo por Bryson.

Lecturas: El topo (John Le Carré)


      De John Le Carré no había leído nada hasta ahora. Tenía el recuerdo, lejano, de la serie de televisión “Calderero, sastre, soldado, espía”, que se reducía al recuerdo de los nombres de Karla y Control como el de los antagonistas principales, el rostro pausado y venerable de Alec Guinness y la escena en que alguien hacía que se accionara un magnetófono al presionar el interruptor de la luz. Aquel título extraño de la serie es el original de la novela que aquí conocemos, en un afán notorio de simplificación, como “El topo”. Desconozco el resto de la obra de Le Carré, desconozco la opinión y la experiencia de otros lectores. La mía es la de una escritura de excelente calidad, llena de recovecos, de matices certeros y amargos, de psicologías profundas. Nada que ver con un género, el de las novelas de espías, que asociamos a James Bond, ceja alzada, pistola de oro y, a veces, carne gloriosa. Nada de eso hay aquí, sino la quietud cansada de oficinas no bien iluminadas, conversaciones de funcionarios ajenos a la épica. De hecho, no importa saber si el topo infiltrado en el servicio secreto británico se corresponde con la identidad escondida detrás de los seudónimos de calderero, sastre, soldado, pobre o mendigo. Lo que te transmite vida y verdad es esa soledad secreta, esa desolación, que acompaña a cada personaje. George Smiley, protagonista, es ejemplar en esa veracidad. Arrastrando la nostalgia y el dolor por la separación de la que fuera su mujer, es conmovedora, en su parquedad, que cuando ve, por última vez, en la novela a su infiel ex esposa, Anne, la perciba “tan alta, hermosa, impresionante como siempre, y en esencia, la mujer de otro hombre”.