sábado, 30 de marzo de 2013

Lecturas: El audaz. Historia de un radical de antaño (Benito Pérez Galdós)

       La segunda novela de Galdós. Histórica (cuenta las desventuras de Martín Muriel, un pelanas que se ve metido en una conspiración contra Manuel Godoy en el Madrid de 1804). Rara. Interesante. Ganas dan de desatarse uno a la manera del padre Ladrón de Guevara (que fustiga un puñado importante de títulos galdosianos, pero no menciona el que nos ocupa). Pero Galdós sabe siempre compensar los embrollos y jardines en los que a veces mete al lector. Aquí, más que la historia de amores imposibles que sirve como base para la descripción de una época que se saca a colación para advertir de los peligros del momento español, lo que se salva del libro son elementos sueltos, como la parodia del mundo pastoril en que aristócratas de entonces pretenden vivir con relamido artificio, o la figura inverosímil de Susana Cerezuelo, mujer bravía, moderna, abocada a un final terrible, o, sobre todo, el desenlace de la historia situado en Toledo, con una revuelta nocturna contada con pinceladas fantasmagóricas. 
   
       Publicada en 1871, en tiempos del rey Amadeo, es un llamamiento claro a la mesura. El radicalismo de Muriel, condenado al fracaso, es el ejemplo negativo que el lector debe aborrecer. Convertido en un quijote revolucionario, su locura política debe llevarle (y le lleva) al fracaso y la melancolía. Y esa locura termina por ser no una metáfora, sino una realidad. Es también un aviso, un borrador, de los Episodios Nacionales que pronto llegarán. De hecho, el primero de ellos, Trafalgar, se publicará dos años más tarde, siendo el suceso de referencia, la batalla naval, posterior en un año al de la fallida conjura que nos narra en El audaz. Este Galdós moralizante y político se salva por la maestría de ciertos pasajes, de la atractiva extrañeza de ciertas estampas. En tiempos en los que la convulsión vuelve a las calles, no es mala idea quedarse con el mensaje moderado de Galdós, aunque esta ficción tenga a veces demasiado a la vista ese tono de sermoneador de café que se podría haber evitado.

jueves, 14 de marzo de 2013

Lecturas: Naná (Emile Zola)


      En uno de mis libros favoritos por lo raro y arbitrario, “Novelistas buenos y malos juzgados por el P. Pablo Ladrón de Guevara de la Compañía de Jesús” (Cuarta Edición Completa, Bilbao, El Mensajero del Corazón de Jesús, 1933), se despacha a Emile Zola con contundencia:

“ZOLA, Emilio. (1840-1902). Su padre era italiano, y él nació en París, donde murió de muerte desastrada, después de haber escrito libros tan escandalosos por su impiedad y asquerosa lujuria, que acabó por causar náuseas a sus mismos amigos. Con tal infame comercio se hizo muy rico. A su realismo le llama un crítico, y por cierto de lo más impío, brutal y grosero, añadiendo que los tipos de sus novelas son generalmente grotescos y monstruos repulsivos, dejando su lectura una impresión penosa.
NOVELAS: Todas sus obras, opera omnia, están prohibidas en el Índice actual”.

        Fastidia tener que darle la razón al iracundo cura. Más aún cuando ayer fue elegido Papa otro jesuita, el arzobispo Bergoglio, que tanta esperanza y admiración despierta. Pero es que la lectura de Naná es desesperante. Es mi primera lectura de Zola, y tal vez la última. Aunque sea Zola tan ejemplar en su lucha valiente a favor del capitán Dreyfus, este libro repele, invitando a dejar incompleta y truncada para siempre la lectura. Se comienza leyendo con la sensación de que los defectos de ese estilo mareante pero sin adornos deben achacarse a la traducción. Que en mi edición barata nadie firma. Sólo cuando haya acabado el libro, y sepa que es sólo la tercera novela de la saga de los Rougon-Macquart y la primera de una trilogía dentro de esa serie (son las otras La taberna y Germinal), se comprenderá por qué aburre y aleja al lector, produciéndome el mismo efecto de hastío que algún título, olvidado, de la Comedia Humana de Balzac.


        Aquí todo es lo mismo, verborrea, nombres, pinceladas, rellenando páginas y más páginas que siguen las peripecias de un puñado de burgueses y de nobles, de señoritas livianas y voraces, de comiduchos brutos. Pero sin que nadie te interese mucho, sin que esos personajes te aporten nada. Ni por lo bueno ni por lo malo. Se piensa enseguida en La Regenta, en el pequeño mundo que Clarín nos propone. Y gana el novelista español. Sin que se parezcan las dos novelas excepto en la voluntad realista. Naná, la protagonista, es una imbécil. E imbéciles, sin matices pero con diversos grados de intensidad, son los que le acompañan o sufren en las 470 páginas.




        A lo más, un par de párrafos merecen subrayarse por cuanto sintetizan una época.  
      
      En el capítulo XII, un eco de una sociedad: 
     
     “Constituía una locura hacinar quinientas personas en una estancia donde apenas cabían doscientas. ¿Por qué, entonces, no habían resuelto firmar el contrato en la plaza del Carrousel? “Efecto de las nuevas costumbres” decía la señora Chantereau; en otros tiempos esas solemnidades transcurrían en familia; actualmente era preciso una muchedumbre, entrada libre para todo el mundo y el aplastamiento, sin el cual la velada parecía insípida. Era cuestión de exhibir el lujo y para ello se introducía en la casa la espuma de París, y nada más natural si semejantes promiscuidades pudrían en seguida el hogar. Aquellas señoras se quejaban de no conocer a más de cincuenta personas. ¿De dónde salía todo aquello? Hasta las solteras, muy escotadas, exhibían sus hombros desnudos. Una mujer llevaba un puñal de oro plantado en su moño, mientras que un bordado de perlas de azabache la vestía como una cota de mallas. A otra la seguían sonriendo, ¡tan singular encontraban la osadía de sus faldas ajustadas! Todo el lujo de aquel fin de invierno se encontraba allí; el mundo del placer con sus tolerancias, lo que una señora de casa recoge entre sus relaciones de un día, una sociedad en la que se codeaban los grandes apellidos con las grandes vergüenzas, en un mismo apetito de goces. El calor aumentaba y la cuadrilla desarrollaba la cadenciosa simetría de sus figuras, en medio de los salones demasiado llenos.”

        En el capítulo XIII, una escena de degradación masoquista:

“-¡Si llegaremos a ser tontos! -acababa ella por decir.- No tienes idea de lo feo que eres, gatito mío. Por Dios, si te viesen en las Tullerías...
Pero estos jueguecitos en seguida se estropearon. No fue crueldad por parte de ella, pues continuaba siendo buena muchacha; aquello fue como un viento demencial que pasó y creció poco a poco en la habitación cerrada. Una extraña lujuria los descomponía, los impelía a las fantasías delirantes de la carne. Los antiguos espantos devotos de sus noches de insomnio volvieron ahora con una sed de bestialidad, un furor de ponerse a cuatro patas, de gruñir y morder. Un día, cuando él hacía el oso, ella lo empujó tan rudamente que cayó contra un mueble, y ella se echó a reír involuntariamente al verle un chichón en la frente. Desde entonces, cogido el gusto por aquellos ensayos con Héctor de la Faloise, ella lo trataba de animal, le pegaba y le perseguía a patadas.
-¡Vamos ya! ¡Vamos! Tú eres el caballo... ¡Arre, ya! ¡Sucio burro! ¿Quieres caminar?
Otras veces él hacía de perro. Ella le arrojaba su pañuelo perfumado al otro extremo de la habitación y él debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las rodillas.
-Tráemelo, “César”. Espera, que voy a pegarte si te portas mal... ¡Muy bien, “César”! Obedece, sé amable, sé bonito.
 Y él amaba su bajeza, saboreaba el goce de ser un animal.”
       
        Poco más puedo decir de este clásico árido sin aburrir tanto como Zola ha hecho conmigo. Aunque nadie termine de quitarme la impresión penosa aducida por el padre Ladrón de Guevara.