domingo, 17 de julio de 2011

La eternidad de los leones

El Cementerio Inglés de Málaga sigue siendo un lugar poco conocido que encierra tantas historias como vidas

Hay un lugar en esta ciudad en que por tercer siglo la soledad se hace mármol y se hace flor. Un lugar cuya supervivencia ha peligrado, hasta el punto de hacerlo actualidad cuando es eternidad. Un lugar ante el que se pasa indiferente y que custodian dos leones de masa piedra junto a un rótulo que dice  “Saint George's Anglican Church”. El  Cementerio Inglés. Un tesoro de melancolía, historia y cultura que merece más de una visita, más de una mirada sobre los nombres de los ausentes y los olvidados y los  recordados.


Desde la incorporación de la ciudad a la corona de Castilla, en 1487, no había lugar para sepultar a los que no profesaban un credo distinto al de los Reyes Católicos. Los que no lo compartieran, quedaban  fuera de los recintos sagrados. En el caso de los extranjeros que morían inesperadamente en Málaga sin constancia de su religión, se optaba por enterrarlos en las playas, con el resultado de que el fluir de las mareas y oleajes solía traer de vuelta a la ribera al navegante póstumo. Esta Málaga atroz es la que se encontraron Torrijos y sus compañeros cuando fueron a dar con su sangre en la playa de San Andrés. Que fueron todos mártires y que excepto uno reposan bajo el obelisco de la Plaza de la Merced, el joven teniente irlandés Robert Boyd, a quien la extranjería no le concedió el favor de la vida, ni la juventud le evitó la afrenta de la muerte innoble. Reposa en este Cementerio Inglés, en el que su cenotafio lo proclama, en inglés, amigo y compañero de Torrijos y muerto en Málaga por la sagrada causa de la libertad.

No fue, sin embargo, Boyd el primer sepultado en el Cementerio Inglés: tal ingrato honor corresponde a George Stephens, marino ahogado, que en 1831, con el levantamiento de las tapias que delimitan el recinto, quedó lastimosamente fuera de ellas, de manera que examinando las inscripciones de las sepulturas se llega a la conclusión de que Boyd es el sepultado más veterano, merced a la iniciativa del cónsul William Mark, creador del cementerio en el año de Stephens y Torrijos y habitante del mismo desde 1849. Abundan también los enterramientos de niños, dada la alta mortalidad infantil del siglo XIX y parte del XX. Tal vez esas tumbas son las conmovedoras del Cementerio. Algunas por la elocuencia de la inscripción funeraria, como es el caso de una niña francesa, Violette, que sólo vivió un mes, y que muerta en 1959, su epitafio en francés resume su efímera vida con un conciso «lo que viven las violetas». También comparten quietud entre los niños, en una fosa común, los 62 cuerpos de las víctimas del naufragio, en diciembre de 1900, de la fragata alemana Gneisenau, señalada con un sencillo  monumento. En otro lugar del recinto está enterrado el capitán de la nave, que no quiso salvarse y optó por hundirse con el barco.

Es éste un lugar de acogida para distintos credos y naciones, sin que falte alguna sepultura hebraica e incluso no creyentes, como el caso del poeta Jorge Guillén y su esposa. O el del hispanista Gerald Brenan, también, en forma de cenizas tras pasar años olvidado en formol en la Facultad de Medicina al haber donado su cuerpo a la ciencia, que reposa allí junto a la que fuera su esposa, la escritora Gamel Woolsey. Poetas y escritores han dejado testimonios literarios sobre el Cementerio Inglés, desde Hans Christian Andersen, que lo visitó y alabó, a Clarín que situó en él el desenlace de uno de sus relatos, hasta los autores actuales, entre los que destaca María Victoria Atencia, cuyo poema “Epitafio para una muchacha” figura desde 1960 en una lápida en la entrada de una de las secciones del camposanto.
Pero junto a esas tumbas pequeñas y humildes se encuentran otras en el mismo Cementerio con alegorías variadas, con ángeles de esbelta nostalgia que abrazan cruces y señalan el cielo, con inscripciones en inglés, danés, alemán, holandés o castellano, con cruces célticas de intrincada decoración, con exclamaciones de pesar o de cariño, que aportan al lugar la belleza, inmersa en jardines, de un réquiem de piedra y de hiedra. Frente a todos ellos, el pasar cansino de los malagueños y la permanencia indiferente del mar inmortal.
Artículo publicado en diario Sur el 16 de julio de 2011

sábado, 9 de julio de 2011

Arnold Schoenberg, el genio transfigurado

A sesenta años de la muerte del creador del docecafonismo y pintor expresionista, revisamos a uno de los más exigentes y completos creadores de su siglo

En estos tiempos de relativismo e indeterminación, de zozobra e inquietud, un ojo puesto en Grecia, otro en San Sebastián, la mente pensando en lo que se urde en La Moncloa o en lo que estalla en Afganistán, en tiempos de quiebra y miedo, se hace oportuna la comparación con otros momentos de perplejidad, de fin época, y se hace ineludible comprender que el gusto por la pintura de Klimt, con sus oros angustiosos, por la de Egon Schiele, con sus carnes dolorosas y su sexo amargo, son ilustraciones también de nuestra torpeza, nuestro fracaso, nuestra nostalgia y nuestro miedo. La Viena del fin del Imperio, de lámparas de lágrimas cayendo estruendosas tras el fin de una fiesta insensata, puede ser el espejo de ahora y de aquí. La música de Arnold Schoenberg, de Berg, de Webern, también de Mahler, puede ser la música, la banda sonora, que acompañe esta travesía en la noche. De Schoenberg conmemoramos ahora el 60 aniversario de su muerte. Del ejemplo de este compositor cuya única comparación adecuada, por su capacidad de innovación y de cambio, es la de Picasso, y que también fue un destacado pintor, podemos extraer lecciones para ayudarnos a resistir al abrigo de una belleza áspera.
Autorretrato de Schoenberg

Autodidacta
Nacido en Viena el 13 de septiembre de 1874 en el seno de una familia judía de clase media (su padre era zapatero, y a su muerte cuando nuestro compositor tiene quince años quedará la familia en una situación pésima), Arnold Schoenberg fue autodidacta en lo musical. Aunque recibió clases de violín en la niñez, nunca se matriculará en un conservatorio. Los tiempos tampoco son propicios: teniendo que sostenerse a duras penas como empleado de banca (un oficio que también tuvo el poeta T. S. Eliot), tiene la música como una afición, aprendiendo en manuales cuanto necesita saber a la vez que a los 19 años crea su primera composición, para voz y piano. A los veinte, en calidad de integrante de una orquesta de aficionados, conoce a quien será su cuñado y también mentor musical (y que a su vez, y por méritos propios, también figura en los manuales): Alexander von Zemlinsky. Con Zemlinsky, tras dejar el trabajo en el banco, se vuelca en la música con inusitado tesón. No será sólo su vocación, sino también su medio de vida. Trabajará en orquestas de cabarets vieneses, pero también haciendo para otros arreglos musicales que ocuparán seis mil páginas de papel pautado. En 1898 se hace protestante (de un modo parecido, en 1897 Mahler también abjuró del judaísmo para ser católico), y en 1899 compone, en la que es su cuarta creación, una obra maestra indiscutible: “La noche transfigurada”. Escrita primero como sexteto de cuerda que en 1917 recibirá un arreglo para orquesta de cuerda y una revisión orquestal en 1943, basta para asegurar la inmortalidad a Schoenberg. Intimista, intensa, atormentada e hipnótica, “La noche transfigurada”, que participa de las cualidades y riesgos del poema sinfónico, se basa a su vez en un poema que recoge el diálogo de un amante con su amada que lleva en su vientre el hijo de otro. Como elogio, y como reproche, se ha usado la descripción de este sexteto como “Wagner en música de cámara”. Sea como sea, es una pieza que trasciende y supera esta descripción. Recibida con animosidad, la adversidad inicial de los oyentes será una constante a lo largo de toda la producción de Schoenberg.
La noche transfigurada (fragmento)

Un pintor en el cabaret
 En 1901 se casa con Matilde Zemlinsky, hermana de su mentor y acepta el empleo de director de la orquesta del cabaret literario Überbrettl.  En 1900  comienza otra obra mayor, que le ocupa hasta 1911 y que recoge la doble influencia de Mahler y Wagner, “Gurre-Lieder”, un ciclo de canciones para cinco voces solistas, coro y orquesta, rico en elementos expresionistas acordes con la cultura vienesa de su tiempo. El estreno, en 1913, supondrá un inesperado y restallante triunfo de Schoenberg. Acogido con expectación, los enemigos de nuestro compositor acudieron a la sala provistos de silbatos para manifestar, llegado el momento, su ojeriza. Al callar la orquesta no pudieron sino ponerse en pie como el resto del público y vitorear a Schoenberg. Esta escena no se repetiría nunca, pero le valió el premio Liszt, por mediación de Richard Strauss, que en 1902 ya había intercedido para que se le facilitara una plaza de profesor en el conservatorio Stern, en Berlín. Moviéndose entre Berlín y Viena, irá desgranando los títulos fundamentales de una nueva fase de su producción, la que abarca hasta 1920 y cuyos hitos son el poema sinfónico “Peleas y Melisenda” (1903), la “Sinfonía de cámara nº 1” (1906), las “Cinco piezas para orquesta” (1909) que le proporcionaron otro desacostumbrado éxito al estrenarse en Londres,  y el fundamental ciclo de canciones “Pierrot lunaire” (1912) que escandalizó por su simbiosis estridente de palabra y música. Son obras en las que se va alejando del post-romanticismo del que surgieron y que se adentran en la atonalidad. Es una época en la que pone especial atención en su obra pictórica, adscrita al grupo de “Der blaue Reiter” (“El jinete azul”) que comanda su amigo Vassily Kandinsky. Una de las pinturas de Schoenberg, “La mirada roja”, de 1910, ha quedado como icono del arte expresionista visionario. La catalogación de la obra pictórica de nuestro compositor abarca un total de 361 obras.

La Segunda Escuela de Viena
La primera guerra mundial, recibida primero con entusiasmo patriótico y con descreimiento después, le llevará a ser reclutado en septiembre de 1917 para ser licenciado en diciembre por incapacidad física. La derrota traerá, en 1918, el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, el fin de la utopía vienesa que pretendía fusionar arte y vida. En esa Viena de la quiebra y la derrota, Sigmund Freud escribe que “los cuatro años de guerra fueron una broma comparados con el carácter siniestro de estos meses y seguramente de los que seguirán”. Las clases y los conciertos permiten sobrevivir al matrimonio Schoenberg y a sus dos hijos, Trudy y Georg. La posguerra es también el momento en que la confluencia de Schoenberg con sus discípulos Alban Berg y Anton Webern permite que se hable de una Segunda Escuela de Viena para diferenciarla de la primera, en la que estaban Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert. Frente a la precariedad de la posguerra, Schoenberg apoyó diversas iniciativas para garantizar la actividad musical.
Schoenberg por Egon Schiele

Llevada la música hasta estas fronteras, quedaba dar un paso definitivo que sólo Schoenberg podía, y quería, dar. Alex Ross no duda en atribuir a Schoenberg le responsabilidad exclusiva de la revolución musical que protagonizó: “En suma, un tropel freudiano de impulsos, emociones e ideas revoloteaban en torno a Schoenberg cuando ponía sus fatídicos acordes sobre un papel. Padeció violentos desórdenes en su vida privada: se sintió condenado al ostracismo por una cultura concertística que tenía mucho de museística; experimentó la alienación de ser judío en Viena; sintió una tendencia histórica para pasar de la consonancia a la disonancia; le daba asco un sistema tonal que se encontraba enfermo. Pero la propia multiplicidad de posibles explicaciones pone de relieve algo que no puede explicarse. No hubo ninguna corriente irreversible de la historia que provocara la aparición de la atonalidad; se trató más bien del salto de un solo hombre hacia lo desconocido”. Si bien ese giro fundamental fue dado en esta segunda etapa, sería en la tercera y final, a partir de 1920, cuando toma una forma científica esta revolución cuando Schoenberg da paso al dodecafonismo. Con un importante bagaje teórico a sus espaldas, plasmado en títulos como “Teoría de la armonía”, “Estilo e idea”, “Ejercicios preliminares de contrapunto”, “Funciones estructurales de la armonía”, llega a establecer un nuevo sistema de composición basado en la igualdad absoluta de los doce semitonos la escala, negando la jerarquía entre las notas. Los doce semitonos pasan a regirse por un orden fijado por el compositor en series que son las que generarán la obra. En esta teoría tan insuficientemente explicada se basa una música nueva cuyas posibilidades todavía no hemos terminado de asimilar.
Vuelta a los orígenes
En 1923 queda viudo, y ese mismo año se casa con su segunda y definitiva esposa, Gertrud Kolisch, hermana de un director de orquesta. Gertrud, plena de encanto y aptitudes, sabrá darle una nueva y mejor vida, en la que no descuidan las relaciones sociales y miman los pequeños detalles que manifiestan un mayor apego por el confort y la calidad de vida. Son años en que se interesa por el jazz, pide conocer a Einstein y se inscribe en el Círculo de Amigos de la Bauhaus. Pero esa edad de oro terminará pronto. Convertido en un compositor que encarna el “arte degenerado” que denuncian los nazis, llega el momento de que Schoenberg tome partido y dé, definitivamente, la cara. En una carta dirigida a su amigo y discípulo Anton Webern, manifestaba su compromiso con la causa de los judíos perseguidos por Hitler: “Es mi intención participar activamente en estos esfuerzos. Esto me parece más importante que mi arte; estoy decidido (si resulto apto para esta actividad) a no hacer otra cosa que trabajar por la causa nacional del judaísmo. De hecho, he empezado ya a hacerlo, y en París he encontrado en casi todas partes asentimiento unánime a mis ideas. Mi proyecto siguiente es hacer una gran gira por América, de lo que tal vez salga un viaje por el mundo entero, para recabar ayuda para los judíos de Alemania [...] Hace tiempo que estoy resuelto a ser judío y a reintegrarme oficialmente a la comunidad religiosa judía”. Schoenberg, que en 1898 se había convertido al cristianismo, en 1933, y en París, teniendo como testigo a su amigo Marc Chagall, volverá, ya para siempre, a la fe de sus mayores. En la misma carta, prosigue: “Más de una vez me habrás oído hablar de una obra de la que aún no podía dar más detalles, pero en laque he mostrado los caminos para una actividad del judaísmo nacional”. Se trata de  la ópera, que dejaría inconclusa, “Moisés y Aarón”, que se estrenará en 1954 tras la muerte del autor, que estuvo trabajando en ella entre 1930 y 1937. Durante uno de los periodos de composición de la ópera, en Barcelona en 1932 (invitado por su alumno catalán Roberto Gerhard y movido por el asma), nacería su hija Dorothea Nuria, que se casará con otro compositor de vanguardia: Luigi Nono.

El exilio y el número
                El camino que le queda por delante es el del exilio. Primero, brevísimamente, en París. Después en Nueva York y, por fuerza del asma, California. En 1940 alcanzará la nacionalidad estadounidense mientras su prestigio crece en su país de acogida. Ese año estrena la extraordinaria, y un tanto conservadora, “Sinfonía de cámara nº 2”. En Estados Unidos, mientras atenúa la radicalidad de la ortodoxia dodecafónica, su música se hace crecientemente espiritual. Schoenberg, el autodidacta, el inventor de una nueva música, el pintor visionario, el rebelde, también el temible polemista, está en paz. Hasta que llega un día 13. De julio. Un viernes. Su esposa narraría así el final fatídico de Schoenberg, que finalmente tendría razón en su aversión hacia el número trece (triscaidecafobia es el nombre de esta manía), fecha en la que, en septiembre de 1874, naciera. Era el 13 de julio de 1951, hace 60 años: “El trece (tanto él como yo teníamos mucho miedo a esa fecha) se empeñó en que tomásemos acompañante nocturno. Y aunque yo estaba muy cansada, me mantuve despierta todo el tiempo y dejamos la luz encendida. Arnold tenía un sueño inquieto. A las doce menos cuarto miré el reloj y me dije: otro cuarto de hora y habrá pasado lo peor, será un nuevo día... Pero en ese momento me llamó el médico. Tuvo dos estertores, el corazón palpitó una vez más con violencia, y todo acabó. A mí me costó mucho acabar de creerlo. Su rostro estaba tan relajado y tranquilo como si durmiese. Ninguna lucha, ninguna agonía. Toda su vida rezó por un final así, sin sufrimiento”. 
Artículo publicado en diario Sur el 9 de julio de 2011


          Arnold Schoenberg: La mirada roja, 1910

El sueño del ilusionista

El legado de Rafael Pérez Estrada aguarda una visita en la Alameda para descubrir un creador visual y literario inagotable
“En el centro del sueño vi a un ángel hermoso como el lucero del alba, y en su regazo descansaba la cabeza mítica del Unicornio. Y el ángel hablaba la lengua del oro”. Este breve pasaje, que parece sacado de Swedenborg o de algún otro raro profeta, algún visionario, pertenece al “Libro de los espejos y las sombras” (1988), un título que hubiera querido para sí Borges y que está lleno de imágenes de extremada belleza y de perfecta factura. Su autor es Rafael Pérez Estrada, un excelente escritor, agitador cultural y también artista plástico malagueño. En los años 80, cuando la cultura era una fiesta y casi era cierto lo opuesto, Rafael Pérez Estrada era el guía, la figura tutelar, el ingenio cultísimo que iluminaba la vida cultural malagueña con una ironía esbeltísima y  con una actitud que era, siendo él tan barroco en sus gustos, más británica que andaluza.  A su muerte en 2000, su legado, donado a la ciudad de Málaga, pasó a exhibirse en una recoleta sala del Archivo Municipal en la Alameda Principal. Un espacio que pocos conocen y transitan y que merece una visita en dos fases: primero el legado Pérez Estrada, y a continuación una librería para disfrutar de la intensidad brevísima de su vasta obra. Y es que si bien son numerosos los títulos que entregó a la imprenta, son éstos, por lo general, recolecciones de aforismos, prosas breves y poemas en prosa que constituyen un alarde del tan difundido “menos es más”.
                Para acercarse a Pérez Estrada deben ir al vestíbulo de la planta baja del Archivo Municipal. A la derecha tienen una sala de exposiciones (ahora ocupada por una hermosa muestra de Menchu Gal). A la izquierda, frente a la sala, una oficina. A continuación, una anodina puerta entornada acompañada por un rótulo insípido. Traspasen esa puerta. Al otro lado les aguarda la cámara del tesoro. Allí, en un espacio por el que José Fernández Oyarzábal ganó el Premio Málaga de Arquitectura en su modalidad de Arquitectura Interior, encontraremos una selección de dibujos, collages, manuscritos y cartas entresacados entre los 35 manuscritos, 110 carpetas, 2.917 cartas, 1.572 dibujos y 1.474 fotografías que componen la parte más notoria del legado. A continuación de esa sala de exposición permanente aguardan, perfectamente ordenados y a disposición de quienes quieran ahondar en el gran fabulador, se encuentra su biblioteca personal con 7.898 libros, cuadernos y revistas.

                En los expositores se despliega el mundo elegante e insurrecto de los dibujos y colllages de Rafael: visiones, emblemas, chimeneas, perfiles de damas sofisticadas, fantasmagorías, composiciones cubistas, obispos borrosos que a veces alzan el vuelo, viejas ilustraciones apropiadas a través de comentarios sorprendentes que dan un giro poético y crítico a lo que nuestros ojos dormidos ven hasta que son sorprendidos por las estocadas verbales de Rafael. En una vitrina, un álbum de dibujos y textos nos reta abierto pero acompañado de la reproducción, del tamaño de naipes, de todas sus páginas. El título, “Andanzas de un mensajero fiero y pendenciero”, es lo de menos. Lo que importa es la capacidad, la inventiva, de Pérez Estrada para ser extremadamente divertido sin dejar de ser extremadamente elegante y extremadamente culto. Una mano que es a la vez una paloma y un presagio de porvenir perpetúa, en calle La Bolsa, según diseño suyo y realización de José Seguiri, su memoria. Fue abogado, dos veces finalista del Premio Nacional de Literatura, Hijo Predilecto de Málaga, autor de poemas, prosas, novelas y obras de teatro. Nació en 1934.
                “La ciudad es el sueño de un ilusionista colectivo”, dice, perfecta, una cita suya fechada en 1989 que ilustra una de las vitrinas. Cuánta razón, cuánto sueño, cuánta ilusión. Y cuánta nostalgia de quien sigue viviendo en papel en esas salas y que se llamó Rafael Pérez Estrada.
Artículo publicado en diario Sur el 9 de julio de 2011

sábado, 2 de julio de 2011

Para entretener a un rey

El VII Festival de Música Antigua acoge la ópera “Venus y Adonis” escrita para Carlos II de Inglaterra
                O nos pasamos o no llegamos. O terral o riá. O ausencia de música antigua o el VII Festival de este año de tanta agonía económica de 2011 que es lo que le caería en suerte a quien frotase la lámpara en el desierto y pidiera casacones, clavicémbalos, cornucopias y tesoros delicados y perfectos. Y he aquí que tras una semana intensa, tenemos otra que culmina el festival y llena la Sala María Cristina de momentos perfectos. Un festival que organiza la Orquesta Filarmónica de Málaga y que patrocinan Ayuntamiento de Málaga y Junta de Andalucía. Las alegrías de esta semana se sucederán en este orden: el lunes 4 de julio el excelente grupo “Al ayre español” que dirige Eduardo López Banzo y con la soprano María Espada con el programa “Esta dulzura amable” con piezas de José de Nebra y Domenico Scarlatti; el martes 5 actuará el ensemble barroco Archivo 415, dirigido por Ángel Sampedro, que ofrecerá la versión en concierto de la ópera “Venus y Adonis” de John Blow; le seguirá el miércoles 6 Xuriach con el programa “Sonen ballades”, un espectáculo de música y danza que reúne 32 piezas que van desde el siglo XVI al XIX; el jueves 7 es el turno de la Joven Orquesta Barroca de Andalucía, dirigida por el también violinista Michael Thomas y con Alejandro Garrido al violín que se presentan con un programa con músicas de Haendel, Vivaldi, Johann Sebastian Bach y Telemann (la curiosísima “Suite burlesca Don Quijote), para cerrar el festival y el júbilo la propia Orquesta Filarmónica de Málaga con Edmon Colomer a la batuta, Jordi Reguant al clave y Marju Vatsel al pianoforte con músicas de nuestro santo padre Bach y su hijo Carl Philipp Emanuel Bach.

                Cada uno de estos programas daría, da, para un artículo que hiciera (ojalá) atractivas las joyas que en esta semana que viene se engarzarán en el estuche venerable del María Cristina, pero la necesidad del espacio hace que sea una, por lo inusual en nuestros escenarios, la que merezca estas cuatro pinceladas, estos tres brochazos: “Venus & Adonis”, de John Blow. Una obra maestra que tiene como subtítulo “Una mascarada para entretenimiento del rey”. Siendo este rey el larguirucho, libertino, complicado y disfrutón Carlos II de Inglaterra, que llegó al poder tras los rigores solemnes y puritanos, de ceniza y circunspección, de Oliver Cromwell, se adivina y acierta que esta mascarada (aunque en rigor sea toda una ópera) es algo que brilla y a la vez vibra, uno de esos tesoros de la música antigua inglesa que merecen custodiarse entre los discos de cabecera (se escriben estas líneas mientras suena la versión de London Baroque con Charles Medlam para Harmonia Mundi: es farragoso y estupendísimo el dato pero útil como recomendación). Aunque su predilección como compositor era la Iglesia Anglicana, Blow ha perdurado gracias a esta soberbia cumbre musical. Charles Burney, que escribió en el siglo XVIII una “Historia general de la Música” decía que Blow “insultaba los oídos con disonancias desmandadas” y hasta proporcionaba ejemplos de “muestras de las crudezas del Dr Blow”, ninguna de ellas pertenece a esta ópera que ni siquiera menciona en ningún lugar. La aparente mala fama de Blow puede deberse a la buena fama, inmortal y perfecta, de Henry Purcell. Que Inglaterra tuviera entonces su Mozart en Purcell no debería convertir a Blow en un Salieri temeroso y mediano. El hecho de que en su estreno ante la corte en Oxford en 1681, el papel de Venus lo cantara, la amante del rey, Moll Davies, y el de Cupido la hija de ambos, lady Mary Tudor, de nueve años entonces, delata el espíritu de esta ópera, o mascarada, que podemos, y debemos, disfrutar como reyes.

Artículopublicado en diario Sur el 2 de julio de 2010