miércoles, 19 de junio de 2013

El Mesías secreto


Los hechos pueden enumerarse como una tríada de elementos, esencialmente resumidos en una esperanza, una revelación y un fracaso. No obstante, y a la luz de los acontecimientos, el orden de estos principios puede ser alterado, combinándose de forma azarosa y hasta infinita. Así, Jonas Lewis Baer antepone la esperanza a la revelación, mientras Philip K. Dick sitúa en primer lugar la decepción.

De todos modos, el ordenamiento es ficticio, abandonado al criterio y al capricho de los exégetas y dictado por la interpretación de los acontecimientos. En líneas generales, éstos pueden resumirse en la manifestación de un excesivo Mesías, Sabbatai Zewi, en una sinagoga europea hacia 1666, en su reconocimiento por severos cabalistas y sabios de la judería, su aclamación por una resignada muchedumbre hebrea y la decisión compartida de regresar a Jerusalén, en tumultuoso peregrinaje, a fin de proclamar, e iniciar, un reinado de inverosímil dicha.


Nacido en Esmirna el día de 1626 en el que se celebraba lastimeramente el aniversario de la destrucción del Templo -todos los templos parecen remitirse a aquél del que un único muro basta para asegurar su persistencia- a la vez que se auguraba para ese azar del calendario el natalicio del definitivo libertador, Sabbatai Zewi fue uno de esos fatigadores de pergaminos, insuficientemente auxiliados de candelabros, en que tan abundante es la estirpe de Abraham. Excluido a los quince años de su edad, por mero agotamiento de los saberes, de una escuela talmúdica, dedicó sus vigilias a los laberintos arborescentes de la Cábala. Fue durante uno de esos turbios amaneceres cuando una voz, convenientemente nítida, intangible e imperativa, le desveló que el Mesías coincidía con su persona, cumpliendo así los requisitos de la mansa tradición. Entonces, la quietud se convirtió en zozobra.

El primer episodio de este vértigo de despropósitos e ilusiones consistió en pronunciar, siguiendo la ley dictada para el esperado Mesías y en la apesadumbrada sinagoga, el nombre secreto e invisible de Dios. A partir de ahí, todo fue dramáticamente fulgurante.

Las profecías fueron cumpliéndose con rigor geométrico, dictando el acontecer de cada jornada. Así, el austero sabio Nathán de Gaza se erigió en encarnación del profeta Elías, anunciador del aguardado redentor que fue captando reconocimientos, monedas y entusiasmos para el excesivo Sabbatai, llamando al fervor de los repentinos creyentes a llevar en navíos su exaltación hacia los lugares primigenios y sagrados.

En lo que fue un día Constantinopla, la multitud, siguiendo a Zewi, desembarcó. Allí, una corona de alfanjes e imprecaciones le ciñó y condujo a una fortaleza debidamente arábiga y lóbrega. Rabinos reclamados para la ocasión se entrevistaron con el elegido, custodiado por muecines y soldados. El dictamen del repentino sanedrín fue diverso, mas prevalecieron los que abandonaron la celda fulminados por la sutil majestad del prisionero. Abreviando los preliminares y consultas, el sultán anticipó un final público. En pie sobre las murallas, contemplando un océano inmóvil de cánticos y devociones, Sabbatai Zewi fue conminado a reafirmar su identidad como definitivo Mesías o entregar su sangre a una cimitarra ya desenvainada e impaciente. Los cánticos se detuvieron. Tras un silencio de Zewi, dedicado tal vez a la oración interna o al recuerdo de una habitación en Esmirna, entonó su decisión, proclamando una repentina fe en Alá y su profeta.

Es conjeturable el desaliento de los seguidores, su hastiado y menesteroso regreso a los barcos, sus secretas imprecaciones. Una década después, cuando Sabbatai Zewi entró en un paraíso excesivamente mundano para ser celeste, en el que todos los árboles estaban orientados hacia una misma ciudad, su deceso fue llorado como el de un verdadero Mesías. A pesar de la coaccionada conversión, fueron numerosos quienes duplicaron aquel entusiasta éxodo para aguardar en Jerusalén que el Mesías Zewi revocara su engaño y premiara con el nuevo reinado de Yahvé la paciente confianza de sus seguidores.

A pesar de la muerte y del olvido, nuevas y sucesivas generaciones de desengañados creyentes fueron aguardando su imposible y quimérico regreso. En el escrupuloso escrutinio de los rabinos, en cambio, Zewi fue convertido en un estrafalario impostor.

La redención quedó aplazada hasta el fin de los tiempos. Incluso, la fecha de la muerte de Zewi coincidió, simétricamente, con el Yon Kippur de 1676, el día hebreo de la expiación. Ahora, cuando escribo este recuento una tarde de julio de 1952, al otro lado de un velado ventanal de Buenos Aires, acaso quede alguien que siga esperando el retorno y el desvelamiento de Sabbatai Zewi, mientras adustos profesores recomponen los detalles innecesarios de aquellos sucesos. Sin embargo, en este punto se nos presenta una duda, una razonable interrogación. Zewi pudo ser un falso Mesías, un impostor que suplantó una inminencia eternamente aplazada. Pero igualmente pudo ser el verdadero, íntimo y secreto Mesías.


Tal vez esos sueños de una justicia frustrada y universal por parte de los sabbetaístas no fue estéril, tal vez sus desvelos no fueron vanos. Nosotros percibimos aquellos acontecimientos a través de bibliotecas y resignados archivos, pero otros hombres, otras existencias igualmente provisionales e inabarcables, los percibieron -e hipotéticamente lo perciben entre los muros de una Jerusalén intangible que duplica y dicta la Jerusalén real-, como lo que para ellos era un futuro y para nosotros es un cotidiano presente en el que Borges, estas palabras, el ventanal, son parte de una esperanza tan precisa como necesaria. Una esperanza que coincide con este día, en la que en los insuficientes atlas figura el nombre de Israel sobre una mancha púrpura y el nombre indescifrable de Dios puede volver a ser definitivamente declinado.

[Publicado en el libro MONTAÑEZ, Mario Virgilio: Humo en un jardín. Relatos, 1986-2006. Prólogo de Juan Francisco Ferré. Málaga, Area de Cultura, 2006]

Lecturas: El amor de Spinoza (Yael Guiladi)

       Hay un año, con su numeración maléfica, propicia para miedos y agitaciones del espíritu, que abarcó por igual, en el mismo mes, el incendio pavoroso, casi mítico, de Londres y la apostasía de Sabbatai Zvi (o Zevi, o Zewi) en Estambul. El nombre de este personaje extraño, maldito, no es tan conocido como su historia mereciera, cargada de la más alta esperanza y de la más extraordinaria decepción. Acerca del mismo, publiqué en su día dos relatos que narran, al cabo, su peripecia desde dos puntos de vista, desde dos estilos y dos épocas muy diversas. Uno de ellos, “La cautividad de Babilonia”, está disponible en este blog (buscar en la etiqueta, aquí a la izquierda, de “Relatos”.  Aquí el comienzo: “Yo, Moisés Nizberg, hijo de Nathan, hijo de Mordecai, hijo de Israel, doy fe de que el Mesías ha estado y estará con nosotros, y por ello he seguido, cantando salmos, fatigando senderos, hasta estos confines olvidados de la piedad de los hombres al ungido Sabbatai Zewi, el elegido)”.  El otro, “El Mesías secreto”, más borgiano aún ya desde el nombre, lo subiré en pocos días. Comparece aquí el desaforado personaje ya que es él el que protagoniza realmente la novela “El amor de Spinoza” de Yael Guiladi. Quien ose saber más sobre el profeta falso y su pervivencia puede recurrir a la recopilación de ensayos de Gershom Scholem “El misticismo extraviado”. Publicado por Lilmod en 2005.

El cuadro de marras (y de Jan Steen):
Acta virum probant


            En mi descargo, y aún en el de la autora, habrá que aducir que el título original de la novela, y la intención de la misma, es otro: “An honourable forgery”, lo que en el idioma nuestro viene a ser una honrada falsificación. Como la perpetrada por los editores, cuando el pobre y decrépito Spinoza es aquí una anécdota, el capricho de una moza sana y hermosa, cuyas cuitas amorosas quedan en una trama que poco interesa y que pretende mezclarse, con poca fortuna, con la de Sabbatai Zewi. El cuadro de Jan Steen de la cubierta, que la novelista israelí confiesa ser su base de inspiración, no es tan encantador como ella afirma, ni es la trama holandesa, de pintores y rivalidad y desamor y frustración, lo que interesa en esta novela histórica que se deja leer pero que, ay, no convence. Es la otra trama, en Gaza y Estambul, la que tiene un interés muy alto. Aunque sea por dar carne a lo que en Scholem es teoría y exégesis. Pero es un libro fallido, que sirve, a lo más, como umbral para quien quiera adentrarse en uno de los más extraños personajes que la vasta fe de Abraham ha ofrecido al mundo, y del que, como en su día del mismo Spinoza, reniega. Y con razón. 

martes, 18 de junio de 2013

Lecturas: El sentido de un final (Julian Barnes)

Hubo un momento, finales de los ochenta o así (miro mi ejemplar de "Una historia del mundo en diez capítulos y medio", segunda edición, 1990) , en que Julian Barnes era un tipo elegante, divertido pero con una elegancia especial, como de Lubitsch o alguien así, que tornaba sus novelas en delicadas disecciones del amor y sus mutaciones expresadas con sabiduría y compasión. Ahora me prestan su última novela, “El sentido de un final”, y compruebo que es el único de sus títulos que falta en mi biblioteca y que era, junto a “La mesa limón” y “Arthur & George”, uno de los pocos que me faltaban por leer. Obviando la experiencia desconcertante de “Inglaterra, Inglaterra”, brillante en su planteamiento pero árida y confusa en la experiencia del lector, Barnes sigue siendo un notabilísimo fabulador, pero hay algo aquí que te hace añorar al que fuera autor de “Metrolandia”.


Es la que aquí reseñamos una novela breve (192 páginas en la edición del Círculo de Lectores), que tiene en común con “Metrolandia”, su primera novela, que tiene forma de evocación, entonces desde la madurez y ahora desde la vejez, de una juventud inglesa que es necesario examinar para comprender el presente confuso. Lo que entonces fue ingenio e incorrección se ha convertido ahora en análisis frío y conciso. Es como si Barnes hubiera cedido su nombre para que lo usara Javier Marías.  Que me gusta también precisamente por eso, pero en Barnes prefiero ese estilo menor, más superficial, de antaño. Copio desde una edición electrónica cazada en la red un párrafo seleccionado al azar:

“Cuando escribí a Adrian, ni yo mismo sabía claramente a qué me refería con lo de los “abusos”. Y sólo lo tengo un poco más claro casi una vida entera después. Mi suegra (que felizmente no figura en este relato) no me tenía en gran concepto, pero al menos fue sincera conmigo, como era en la mayoría de las cosas. Una vez comentó -cuando salió en la prensa y en los telediarios otro caso más de abuso sexual infantil-: “Creo que abusaron de todos nosotros”. ¿Estoy insinuando que Verónica fue víctima de lo que hoy día llamamos “conducta inadecuada”: de miradas lascivas con aliento a cerveza a la hora del baño o de acostarse, de algo más que unas caricias fraternales con su hermano? ¿Cómo podría saberlo? ¿Hubo algún momento primario de pérdida, alguna privación de amor cuando más lo necesitaba, algunas palabras entreoídas de las que la niña dedujo que...? Tampoco puedo saberlo. No tengo indicios documentales ni deducidos de anécdotas. Pero recuerdo lo que dijo Old Joe Hunt cuando discutió con Adrian: que los estados de ánimo podían deducirse de los actos. Esto sucede en la historia: Enrique VIII y demás. En la vida privada, en cambio, creo que lo cierto es lo contrario: que se pueden deducir actos pretéritos de estados de ánimo actuales.”


A eso me refiero, a esa introspección verbosa, abstracta, que puede ser tan profunda como aburrida. Pero el resultado, con todo, y con la confusión que en el lector producen dos giros inesperados de la trama al final de la novela, uno diez páginas antes del cierre, y otro en la penúltima, es notable. Por mucho que fastidie que una de las claves del libro esté, como en esa penúltima página se clarifica, en una frase tan abstrusa como “En consecuencia, ¿cómo se expresaría una acumulación que contuviera las letras b, a1, a2, s, v?” Y es que, como dicen las ultimísimas palabras de esta novela, “Hay acumulación. Hay responsabilidad. Y, más allá de ellas, hay desasosiego. Un gran desasosiego”.