viernes, 20 de julio de 2012

Frederik Pohl, brillante como una estrella

                [Artículo publicado en diario Sur el 20 de noviembre de 2009]
         Frederik Pohl  es un escritor cuyo nombre es ajeno a la fama común, pero que es admirado por un público fiel y numeroso. Este 26 de noviembre cumple 90 años. Y sabemos lo que hará ese día: escribir cuatro páginas. Las mismas que escribirá hoy, las que escribirá mañana. Su único truco literario es la disciplina de redactar ese número de páginas cada día, independientemente de cómo y dónde esté. El género literario al que dedica su energía, la Ciencia Ficción, es la causa de que no sea conocido para las masas. Sirva este artículo para homenajear a una mente fértil y singular y que mantiene, con humildad y dedicación, su propio blog: http://www.thewaythefutureblogs.com.
1938, cuando ser futuriano era ser joven:
 Frederik Pohl, en el centro,
con Donald A. Wollhweim y John Michell.

                Los Futurianos
                O lo que es lo mismo, “The Futurians”, es el nombre de un grupo de aficionados a la Ciencia Ficción que se formó en Nueva York en 1937 y del que formaron parte, en aquellos momentos en que el género era pasto de entrañables revistas baratas plenas de ingenuos y pavorosos sueños. Del grupo saldrían algunos de los más importantes  autores y editores de los años venideros. Pohl era uno de ellos, y junto a él figuraban, citando sólo los más notorios, Isaac Asimov, C. M. Kornbluth, James Blish, Damon Knight y Larry Shaw. Marcados por una ideología política progresista, sus utopías serían corregidas por los hechos históricos.
                Editor
                Pohl, volcado en la dignificación de la CF, sería un esforzado editor, dirigiendo simultáneamente, en 1940 (con 19 años), dos revistas del género, “Astonishing Stories” y “Super Science Stories”, que pronto cerrarían ante la necesidad de volver las mentes a lo que verdaderamente importaba: la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial. De vuelta a la normalidad, Pohl se convirtió en agente literario (Isaac Asimov debe gran parte de su prestigio al agente Pohl) y, al llegar la década de los 50, en autor. Sin tener nunca tuvo una formación académica destacable, será un esforzado autodidacta, de forma que sus saberes le abrirán en 1982 las puertas de la Asociación Norteamericana para el Progreso de la Ciencia.
                Con todo, Frederik Pohl aportará al género una visión sociológica, rondando lo político, con resultados tan deslumbrantes como su obra maestra  de 1953, “Mercaderes del espacio”,  escrita en colaboración con el malogrado (moriría con 35 años) Kornbluth y que es un libro extremadamente serio y a la vez una punzante sátira social. En esta fase de los 50, los del apogeo del cine del género, que aquí al lado analiza Miguel Ángel Oeste, eclosiona el genio de Pohl. En esta década escribe el maravilloso relato “El túnel bajo el mundo”, incluido en su libro de 1956 “Corrientes alternas” que John Clute glosa y recomienda así: “es un magistral ejercicio sobre la paranoia, donde un hombre revive el mismo día una y otra vez para probar varios eslóganes de publicidad. Hay historias que se introducen bajo la piel y se clavan en la mente para siempre”.  No es baladí señalar que Pohl también trabajó en una agencia de publicidad. Son años en los que colabora con Kornbluth y al escribir historias del espacio pone de relieve los riesgos del conformismo cotidiano. Pero esta fase de su carrera llega a un parón entre 1961 y 1969, cuando se convierte en director de las revistas “If” y también de “Galaxy”, que pasarán a ser las principales del género en Estados Unidos y que tras Pohl languidecerán hasta cerrar en 1974 y 1980.

Una de las modestas joyas de mi biblioteca:
un Galaxy de enero de 1955


                Renacer en la madurez
                Libre para crear, en esta segunda fase Pohl se mantiene en la primera línea de la innovación. “Homo Plus” (1976), y la primera entrega de la saga de los Heeche, “Pórtico” (1977), son obras maestras indudables. Pero también obras tan disímiles como “El día que llegaron los marcianos” (1988), en la que las pueriles ilusiones de los humanos son más ridículas que los marcianos, reducidos a ser poco más que unas torpes focas con bracitos enclenques, y “El mundo al final del tiempo” (1990), una abrumadora historia en la que durante miles y miles de años convergen las vidas de un humano y de una tortuosa entidad de plasma en una historia de sueños rotos y de supervivencia. Tal vez el mejor y más conciso resumen de esta etapa actual de Pohl sea el que John Clute expone en una nueva incitación a la lectura de este clásico vivo: “Su obra maestra es probablemente “Pórtico”, un relato exuberante donde la humanidad tiene una oportunidad de conquistar las estrellas. “JEM” es una vívida utopía. “Los años de la ciudad” es una ferviente súplica por la vida urbana. “Chernobyl” aplica una aguda mente de CF al desastre ruso. “El mundo al final del tiempo” abarca miles de millones de años y de universos. “Outnumbering the Dead” trata de un mortal en tierra de inmortales. La última parte de su carrera es la más brillante”.


                Reconocimiento
                 Su labor como editor y autor llevó a Pohl a presidir entre 1974 y 1976 la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de América, pero también le ha hecho acumular el Premio del Libro Americano (no circunscrito a la Ciencia Ficción sino a la literatura general) y los principales premios del género: el Nébula (comparado a menudo con el Nobel, lo ha ganado tres veces, una de ellas en reconocimiento a su carrera como Gran Maestro), el Hugo (seis veces), el  John W. Campbell (dos veces). Kingsley Amis, padre de Martin Amis y cultor del género, llegó a escribir que “Frederik Pohl es el escritor más consistentemente capaz que la Ciencia Ficción en su forma moderna ha producido”. No le falta razón.  
                Miquel Barceló (que no debe ser confundido con el pintor balear), uno de los mayores especialistas en el género y autor de una debatida pero clásica e ineludible “Guía de Lectura” de Ciencia Ficción, es concluyente en su juicio sobre el autor. Sus palabras merecen ser corroboradas por una incursión en cualquier librería, en la que “Pórtico”, “Mercaderes del espacio”, o “El encuentro” y los libros de la saga de los Heeche aguardan una oportunidad: “En mi opinión personal, tal vez no haya en la ciencia ficción nadie con la capacidad, la inteligencia y la disciplina de Pohl. Su obra como fan, autor, agente y editor ha sido de gran influencia en todos los campos de la ciencia ficción”.

"Todavía no han oído nada" (El cantor de jazz)


[Artículo inédito escrito con ocasión del 80 aniversario del estreno de "El cantor de jazz"]


“Dentro de todo ser humano hay un espíritu que anhela expresarse. Quizás esta canción de jazz lastimera y afligida sea, después de todo, la expresión incomprendida de su llanto”. Este rótulo, un tanto inconcreto y un tanto trascendente, daba la bienvenida a los espectadores que hace ochenta años, el seis de octubre de 1927, fueron a ver la película “El cantor de jazz”, dirigida por Alan Crosland. Tal vez acudían a las salas sabiendo que iban a ver una película importante, tildada de sonora. Pero en todo caso tal novedad no era tan revolucionaria como a la postre fue. Aún se recordaba el fiasco que supuso, el año antes, la película “Don Juan” del mismo Alan Crosland y también producida por la Warner, e interpretada por la mega-estrella John Barrymore y la pizpireta Miran Loy: en ella se escuchaban campanas cuando éstas doblaban, y se oía el chocar del acero en las luchas a espada. Un gran triunfo de la técnica. Pero en aquel momento los mejores locales de proyección contaban, además de con orquesta, con un departamento de efectos sonoros interpretados en directo. Así, aquel tañido, aquel batir de armas, sería ignorado por el público. Pero no por la industria, que produciría lo que llamarían Phonofilms y que no serían sino cortometrajes en los que ensayar  las posibilidades introducidas por Crosland. Pero el cine mudo seguiría siendo el arte del silencio. Hasta que el 6 de octubre de hace ochenta años el cine comenzó a hablar.


Pero no nos engañemos. “El cantor de jazz” es, básicamente, una película muda, con sus rótulos en los que se describe a los personajes y se resumen los diálogos, pero con la particularidad de incluir sorprendentes momentos sonoros que, en este caso, y usando un término un tanto antiguo y entrañable, se pueden llamar minutos musicales. Además, la película es un melodrama, con una trama muy sencilla, con números musicales. Y es justamente la música la que modela la eficacia y el desarrollo de la película. Un ejemplo de ello es el uso de la música de fondo, que es básicamente la del himno litúrgico judío “Kol Nidre”, presente en las escenas hebraicas del filme, que se combina y alterna con otras músicas de forma que la lucha entre vida religiosa y vida profana que es el trasfondo del argumento queda expresada de forma espléndida.
"Wait a minute, wait a minute. You ain't heard nothing yet!"

        Todos conocemos la imagen de Al Jolson (nacido como Asa Yoelson en Lituania en 1886 y judío al igual que su personaje en la película), disfrazado de negro con guantes blancos y gesto teatral. Pero, ¿qué cuenta la película? Los protagonistas son el matrimonio Rabinowitz, compuesto por un cantor de sinagoga y su abnegada esposa, y su hijo, Jakie. La acción comienza en el día de Yim Kippur, el día del perdón, el más solemne y sagrado del calendario judío, fecha en la que se perdonan todos los pecados. Debe tenerse en cuenta que la película se basa en la obra teatral “El día del perdón” de Samson Raphaelson.  En esa fecha santa, el cantor Rabinowitz sorprende a Jakie cantando en un café, lo que le vale una azotaina a pesar de la amenaza, cumplida, de irse de casa para siempre si es castigado. Es al actor que hace de Jakie cuando niño, Bobby Gordon, a quien corresponde el honor de ser el primero cuya voz se oye en la película, al cantar el tema “Waiting for the Robert E. Lee". 

Aquí, la película completa.
De nada

Como decíamos, Jackie abandona el hogar, buscando su destino como cantante de jazz, algo que se demuestra cumplido cuando la historia da un salto de años y lo vemos convertido en Jack Robin, nombre más americano que Jakie Rabinowitz. Lo vemos, encarnado ya por Al Jolson, actuando en un bullicioso café. Canta “Dirty hands, dirty face” en su habitual estilo afectado y gesticulante, con una parte recitativa. La interpretación es correcta. Pero lo mejor llega cuando suenan los aplausos y, animado, se dirige al público y pronuncia las primeras palabras no cantadas en la historia del cine: “Un momento, un momento. Todavía no han oído nada. Esperen un momento y verán. ¿Quieren oír “Toot Toot Tootsie”? De acuerdo, esperen”. Se vuelve al director de orquesta y le dice “Toca “Toot Toot Tootsie”. Tres estribillos. En el tercero, silbo. Ahora verán”. Al terminar de cantar, se oyen los aplausos y aclamaciones del público del café. La canción, vitalista y muy animada, juguetona, con partes silbadas, tuvo que terminar de convencer al público, que por fin había accedido a las verdaderas posibilidades del cine sonoro. Además, en estos primeros veinte minutos de proyección habían podido disfrutar de cuatro canciones. Tal fue el éxito de la película que se mantuvo en cartel durante meses en un tiempo en que las salas cambiaban semanalmente su programa.

La madre de Jackie/Jack recibe cartas de su hijo, en las que relata sus progresos. Estando en Chicago, Jack acude a un recital del cantor Joseff Rosenblatt, que llegó a firmar contratos discográficos por cuantías superiores a las de Enrico Caruso, que le despierta su memoria judía. Este Jack que desea reconciliarse con su pasado recibe la oferta de actuar en Nueva York, la ciudad de su infancia. Así, en el 60 cumpleaños del padre irrumpe por sorpresa en casa, donde recibe los mimos y la comprensión de su madre, con la que mantiene un diálogo, el primero y único sonoro de la película, lleno de complicidad y alegría. Esta dicha es rota por la furia del padre, que vuelve a expulsarlo por la dedicación al jazz de su único hijo.

El espectáculo co-protagonizado por Jack Robin, “April Follies” está listo para su estreno, que tendrá lugar el día de Yom Kippur. Pero el cantor Rabinowitz está muy enfermo y en su lecho tiene la visión de que Jack cantará Kol Nidre en la sinagoga, sustituyéndole. De ser así, dará el perdón al hijo descarriado. La madre de Jack le visita en pleno ensayo general y le comunica la petición paterna. Jack se desgarra entre la obligación profesional y el impulso sentimental. Vence el afecto, visita al padre y es perdonado. Los compañeros teatrales de Jack irrumpen en casa y le conminan a volver al teatro, mientras su madre le invita a cantar al día siguiente, el del estreno, Kol Nidre para que su padre sane. Jack resume el dilema en un rótulo: “Tengo que elegir entre dejar pasar la mayor oportunidad de mi vida y romperle el corazón a mi madre”.

Kol Nidre

        Llega Yom Kippur. El teatro está lleno, la sinagoga está llena. En ambos lugares se espera a Jack. La función se suspende: Jack está en la sinagoga, cantando Kol Nidre. El padre, emocionado al escuchar a su hijo, reconoce que lo ha recuperado y, al fin en paz, muere. En la sinagoga, la figura transparente del padre aparece tras Jak y aprueba su mano en el hombro. La compañera de reparto de Jack dice entonces “Un cantor de jazz cantándole a su dios”. Tras este clímax religioso, la película da un nuevo salto al futuro: Jack canta “My mammy” en un teatro, disfrazado de negro. En primera fila, feliz con la actuación, sonríe y disfruta su madre. THE END.

jueves, 19 de julio de 2012

ARTHUR C. CLARKE: EL SOÑADOR CUMPLE 90 AÑOS

Este hombre que cumple 90 años dentro de dos días tiene el título de Sir, se le buscan entrevistas que apenas concede y se le pregunta, como si viera el futuro, por el porvenir de este planeta achacoso, martirizado por el calentamiento global y amenazado de ataques. Ahora mismo está en las librerías su última novela, “El ojo del tiempo”, escrita en colaboración con Stephen Baxter, y que demuestra que las facultades del autor británico no han desaparecido con la edad.

Es un caso extraño el de Sir Arthur Charles Clarke, Arthur C. Clarke para la historia de las letras, pues es uno de esos nombres, junto a Isaac Asimov y poco más, que es conocido por todo amante o aficionado a la literatura cuando se ha dedicado escrupulosamente al género de la ciencia ficción. Por ello, a la vez que llegan los homenajes y las evocaciones en masa, dediquemos estas páginas a glosar al gran superviviente de la edad de oro del género que se esfuerza en dibujarnos un futuro imperfecto que vamos evadiendo con nuestro presente imperfecto.


Radicado en Sri Lanka desde 1956, comparte con alguien tan insospechado como Ernesto Sábato (en activo a sus 96 años cumplidos) el hecho de haberse dedicado a la ciencia antes de abandonarla para dedicarse únicamente a la literatura. De hecho, el primer libro publicado por Clarke es “Vuelo interplanetario. Una introducción a la Astronáutica”, publicado en 1950 y premiado por la UNESCO en 1962. Su actividad literaria, con todo, comenzó a finales de los años 30, siendo de 1937 su primer relato de ciencia ficción, con ensayos y artículos científicos que serán interrumpidos en el periodo 1941-1946, cuando sirva en la RAF participando como especialista en radares en la Segunda Guerra Mundial. Es entonces cuando empieza a compaginar la ciencia con la ciencia ficción. Muestra de ello es que en 1945 predice en un ensayo lo que mucho más tarde será el satélite de comunicaciones geosincrónico y en 1946 publica su primer relato importante del género que, por entonces, se consideraba algo escapista, hecho para mentes candorosas. Dentro de su actividad científica, es curiosa su presencia en Barcelona en 1957 dentro del comité británico participante en el VIII Congreso Internacional de Astronáutica, que coincide con el lanzamiento del Sputnik Unon por la URSS.

Este caso de científico que soñaba con aventuras estelares terminará convirtiéndose en el de un soñador sin paliativos gracias a una película, analizada en estas páginas por Juan Antonio Vigar, convertida en una de las más enigmáticas, más abiertas, más sugerentes, de la historia del cine: “2001, una odisea del espacio”.   Por lo tanto, poco se hablará aquí del monolito, de la película y de la breve novela que Clarke fue escribiendo a medida que el proyecto de Kubrick maduraba. Clarke es responsable de indiscutibles obras maestras como “El fin de la infancia” (1953) y el ciclo iniciado con “Cita con Rama” (1973).

En la primera de estas novelas, la Tierra recibe la visita de los extraterrestres, que ocultan en todo momento su apariencia y garantizan un periodo de prosperidad y paz como nunca se había conocido. El acceso a su aspecto quedará aplazado por cincuenta años según se acuerda con el secretario general de Naciones Unidas, convertido en interlocutor con ellos. Los detalles de la trama de este libro altísimamente recomendable no serán desvelados aquí. En todo caso, se trata de una fábula moral y de una amarga reflexión acerca de la esperanza. Tiene los componentes necesarios para que pueda ser leída desde una clave religiosa, tal como sucede, por poner un ejemplo notorio, con “Contacto” de Carl Sagan. El punto de vista de Clarke, con todo, no deja tanto espacio a la posibilidad del optimismo. 

“Cita con Rama” tiene el privilegio de ser una de las novelas más premiadas del género, al haber recibido los premios Nébula, Júpiter, Hugo, Locus, John W. Campbell y el de la Asociación Británica de Ciencia Ficción. Todo ello solamente con la primera novela del ciclo, continuado en 1989, 1991 y 1993 en colaboración con Gentry Lee. Para los no iniciados, cabe indicar que el Premio Hugo es equiparado al Nobel dentro del género, ganándolo también Clarke en 1980 por “Fuentes del paraíso” (un libro en el que se trata de la construcción de un puente sobre el Estrecho de Gibraltar y de una “torre orbital” que lleve al hombre hacia un satélite; por medio, nuevamente los sentimientos religiosos tienen un papel fundamental). Un enorme artefacto extraterrestre, de dimensiones gigantescas es detectado en el siglo XXII. Una misión terrestre se encargará de explorar el gigantesco artefacto. El sentido de extrañeza, de maravilla, de incertidumbre, de finitud ante lo aparentemente infinito, de fragilidad ante lo que parece inalterable y eterno, nunca ha sido tan bien expresado. Esta sensación coincide con una de las “leyes de Clarke”, la tercera, según la cual la tecnología, a medida que vaya creciendo, se irá haciendo indistinguible de la magia.

Las otras tres leyes, surgidas entre 1962 y 1999, resumen el pensamiento del veterano científico y escritor: Primera: “Cuando un anciano y distinguido científico afirma que algo es posible, probablemente está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente está equivocado”. Segunda: “La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse hacia lo imposible”. Cuarta: “Frente a cada experto, existe otro experto igual y opuesto”.

En justicia, deben señalarse ciertos puntos oscuros ante quien es el último clásico vivo de uno de los géneros literarios más ricos en posibilidades y más incomprendidos. En 1998, Clarke fue nombrado caballero por el Príncipe Carlos de Inglaterra en el curso de una visita a Sri Lanka. El sensacionalista “The Daily Mirror” argumentó en su contra una turbia historia de pedofilia, ante lo que, a petición del autor, se detuvo el procedimiento de investidura de la alta dignidad honorífica hasta que la verdad quedara establecida. Una detallada investigación de la justicia de Sri Lanka determinó la absoluta inocencia de Clarke, y el periódico difamador publicó la necesaria rectificación. El 26 de mayo de 2000 sería finalmente investido como Sir Arthur Charles Clarke, caballero de la Orden del Imperio Británico. Por otra parte, es de rigor reconocer que algunas de las obras escritas en colaboración desde 1991 no tienen el nivel esperable de un maestro tan veterano. Con todo, y gracias a todo, Clarke sigue siendo el gran y último clásico vivo de la ciencia ficción. Con honores. Y con honor.

Artículo publicado en diario Sur el 14 de diciembre de 2007

PEDRO ESCALONA: ESENCIA Y ELEGÍA

[Crítica, inédita, de una exposición de Pedro Escalona en la Galería Haurie, de Sevilla. Primavera de 2007] 


Exposición: Pedro Escalona
Galería Haurie (c/ Guzmán el Bueno, nº9,  Sevilla)
Hasta el 4 de junio de 2007

Hay una pintura a la que se llama hiperrealista y que pretende captar los objetos tal como son y en su mínimo detalle. Este arte tuvo su gran difusión con la exposición de Antonio López en el Reina Sofía, allá por los años 90, y con la popularización del estilo llegaron pronto los imitadores, los que se ponían en la solapa la etiqueta hiperrealista y se limitaban a hacer lo de siempre: realismo corriente y moliente pero esforzándose un poco más en las minucias, haciendo nítidas las formas, bien delimitadas. Algo que parece fotografía hecha con la cámara de los domingos. Colorines, composición aceptable y siempre la presencia de unos azulejos más o menos andaluces o moriscos y, cómo no, la jarra con agua y el reflejo de la luz atravesándola y proyectándose sobre la base.


Afortunadamente, Pedro Escalona no es hiperrealista. Con ellos tiene en común la exigencia de la técnica, con la diferencia de que ese rango compartido de Escalona no es simplemente estético, sino incluso ético. A la vista de esta exposición se confirma lo que ya se sospechaba de Escalona: es un retratista de esencias, no sólo de apariencias. En los palomares, en las repisas de polvorienta y sumisa loza, Escalona huye de la fidelidad a las apariencias. Al igual que Velázquez conseguía atrapar la luz, Pedro atrapa el aire, el vacío, la atmósfera, y este elemento incorpóreo cobra tanta importancia como los objetos representados. Pudiendo dibujar con nitidez, Escalona apuesta por el desdibujo, por la evaporación vibrátil de los contornos, captados siempre con una delicadeza que pertenecen más al reino de lo poético que al de lo plástico. Y es justamente aquí en lo que radica la separación de Escalona respecto a los demás duplicadores de la realidad.

Hay un tono elegiaco pero nunca nostálgico en Pedro Escalona, un memento mori que pone sobre el tablero la fugacidad de la materia, la fragilidad de los objetos mientras perduran. Por ello, los recipientes que muestra no son de ahora sino piezas arqueológicas que se nos muestran con un gesto casi irónico, de victoria sobre nosotros que los observamos ahora cuando otros pudieron mirar otros. Estas indicaciones no pueden constituir, sin embargo, una guía para la contemplación de estas pinturas de Escalona, pues su ámbito no es el de la desdichada e innecesaria repetición de la existencia. Cada uno de estos cuadros es una campanada. Y no pregunten por quién doblan las campanas...