lunes, 25 de febrero de 2013

Lecturas: El atlas de las nubes (David Mitchell)

Primero fue el avance de una película venidera visto en youtube. Cosas de los hermanos Wachowski (que ahora son hermano y hermana, cosas veredes). Gente con patillas mezclada con gente del futuro lejano. Naves espaciales y veleros, polainas y hologramas. Con un montaje y una factura de lo más atractivo. Después fue una revista aburrida del Círculo de Lectores y la tentación de elegir este libro entre un paisaje adverso. Vamos. Lo terminé antes del estreno, y debo consignar que no veré la película. Al menos, no aún. Las críticas han sido desiguales, tirando a lo destructivo. De lo que aquí hablo es del libro, que entusiasma hasta que llega a la mitad. Pero que se salva como un ejercicio valiente, que te deja con una perplejidad que a la postre se vuelve pasajera. Porque aquí no hay novela en sí, sino una sucesión de historias que comienzan y se dejan para continuarlas más tarde sin entremezclarlas. Algo más parecido al viejo Decamerón, a las Mil y Una Noches, que a las ficciones dentro de una ficción que encontramos, por poner un ejemplo previsible, en el Quijote.



Vayamos por partes. Hay una primera historia, ambientada en el Pacífico, Islas Reunión y alrededores, que discurre a mediados del siglo XIX, mientras hay Carrera del Oro en California y Herman Melville ya ha publicado Typee. Es El diario del Pacífico de Adam Ewing, que se interrumpe en plena frase y te deja con ganas de retomar esa historia de brutalidad náutica con moraleja que puede ser rusoniana. Para conseguirlo, habrá que llegar a la última parte de las once que tiene el libro. Porque la historia contada en la primera parte continúa en la última parte; la segunda historia continúa en la penúltima; la tercera, en la antepenúltima. Así hasta que se llega a la sexta y rara parte, que sirve de bisagra y no continúa en ninguna otra. Y que quizás sea la más rara del libro. Las demás historias mutiladas y recompuestas pertenecen a diversos géneros y estilos. Cartas desde Zedelghem es una narración epistolar, situada en Flandes en 1931 que entra en el género picaresco con momentos eróticos; Vidas a medias: El primer misterio de Luisa Rey es una áspera novelita negra en los meses finales de la presidencia de Gerald Ford; El tremendo calvario de Timothy Cavendish va más en la línea de Martin Amis, con su sordidez cómica; La antífona de Sonmi-451 es una pesadilla anti-utópica de ciencia-ficción, al modo de Huxley o de Orwell, y El paso de Sloosha y toda la pesca es otra parábola sobre civilización y barbarie en un paisaje post-apocalíptico. El diario de viajes de la primera parte reaparece en la segunda como un libro que el protagonista lee. El destinatario de las cartas que escribe ese protagonista es, a su vez, personaje secundario de la tercera historia. Así, cada parte va perviviendo, sutilmente, en las demás.



La historia del androide Somni-451, con su ubicación coreana y su rareza de carácter de ciencia ficción dura, escoltando a la rareza poco atractiva de El paso de Sloosha viene a ser un coitus interruptus para el lector que se ve forzado a abandonar el placer para sumergirse en el tedio a la espera de retomar las otras cuatro excelentes historias. Que no siempre terminan del modo que mejor convencerían al lector, pero que justifican, multiplicado por cuatro, la voluntad de leerse este libro con película.     

domingo, 24 de febrero de 2013

Lecturas: La Historia del Mundo en 100 objetos (Neil MacGregor)

El British Museum es un lugar amargo, que siempre nos ofrece una visita frustrante, merced a la vastedad de sus colecciones, a la acumulación de visitantes, como nosotros siempre apresurados, frente a cualquiera de sus objetos. Siempre sabe poco, siempre te deja con hambre, con el propósito de regresar al día siguiente, o de probar suerte en otro viaje, otra visita, cuando el frío imponga su disuasión y el museo se entregue al fin, manso y generoso. Este libro, que firma el director del British Museum, Neil MacGregor, supone una nevada apocalíptica sobre Londres, o una invasión extraterrestre, cualquier suceso morrocotudo, que te permita gozosa y abrumadoramente quedarte encerrado en ese edificio severo que condensa, y representa y justifica y explica, la Humanidad.

A lo largo de 796 páginas incluyendo índices y apéndices documentales, y 732 de texto, este libro gozoso tiene la virtud de conectarnos con lo remoto en el tiempo y en el espacio, ofreciendo cien comentarios de artefactos de las colecciones del British, comprendidos entre un canto tallado bifacial olduvayense, de 1’8-2 millones de años de antigüedad, a una lámpara solar china del año 2010. Abro al azar el libro tres veces: una tablilla con escritura cuneiforme, una copa de plata de época romana con dos sorprendentes escenas de sexo homosexual, de comienzos del siglo I, y una estatua hindú de Siva y Parvati, de hacia el 1100-1300. Son sólo tres de las propuestas de interpretación que MacGregor ofrece, en un estilo divulgativo que no cae en la estupidez, cediendo siempre, en cada comentario, la voz a algún experto. Una delicia de libro. Un libro que debería ser de lectura obligatoria en los colegios. O al menos, de lectura obligatoria para los profesores. Cerrando el libro, el premio Nobel hindú Amartya Sen, condensa la voluntad del libro, y llegados a esta altura, sólo podemos darle la razón, pues es justamente lo que MacGregor ha logrado: “Cuando observamos la historia del mundo, es muy importante ser conscientes de que no estamos observando la historia de diversas civilizaciones truncadas y separadas unas de otras. Las civilizaciones mantienen una cantidad enorme de contactos, y existe una especie de interconexión. Siempre he concebido la historia del mundo no como una historia de civilizaciones, sino como una historia de civilizaciones mundiales evolucionando de formas a menudo similares y a menudo diversas, y siempre interactuando unas con otras”.
         En efecto, es una visión globalizadora del mundo, desde los orígenes del hombre hasta hoy mismo, un mundo que ya era global en sus orígenes. Una visión mejor, y más certera, más justa y tolerante, es la que aquí se nos propone.

lunes, 4 de febrero de 2013

Lecturas: Cincuenta sombras más oscuras (E. L. James)


      No todo va a ser, ni es, alta cultura. Ni siquiera cultura media, estándar, eso que viene a ser, siguiendo el canon español, lo que los libros de primaria te mandan leer: que si el Cid, que si el Lazarillo, que si las Rimas de Bécquer o los poemas de Machado. También caben aquí, y en mi tiempo, la literatura de evasión, de pasatiempo, lo que uno se lee por saber de qué va la cosa. A veces, como me ha sucedido con Dan Brown, ese tiempo ha sido de disfrute, como cuando se ve una película de la serie Bond. En el caso que nos ocupa, la segunda entrega de las tres de la saga “Cincuenta sombras” de E. L. James, se leyó con creciente sopor e incredulidad.

En la primera novela, se apreciaban los resortes, simplísimos, de James como escritora: sobre un escenario de lujo se deja caer una muchacha ingenua y virgen, avivada simplemente por la convivencia cotidiana con su mucho más descocada, y normal, compañera de piso. Hágasele coincidir con un pijo sofisticado, al que todo se le perdona por tener ojos grises y un torso bien modelado, hágase que el mozo, el tal Christian Grey (a) Cincuenta Sombras, y tras unas cuantas escenas de sado-maso suave, se asistirá al previsible proceso merced el cual el depravado mozo se convierte en corderito incipiente mientras ella sigue teniendo sus miedos previsibles. Eso, en el primer tocho de los tres.
Mi interpretación del libro
(se sugiere ampliar)


En este segundo, se reconcilian los dos pazguatos, ella dice Uau unas cuantas veces menos que en la primera novela y la diosa que ella lleva dentro va poniendo caras cada quince páginas o, lo mismo da, se pinta las uñas. Aquí, el esquema previo se confirma. El monstruo se redime, babea, susurra ternuras. Ella se deja hacer mientras no haya exceso de violencia ni haya, meramente, pupa. Se mezcla por medio una enloquecida ex amante que es pronto neutralizada, un accidente de helicóptero que es un mcguffin hitchcockiano (¡toma ya!) especialmente torpe, resuelto con torpeza del tipo “mi perro se comió los deberes, seño”, y un editor salido, frustrado y con ganas de joder la marrana (y también a la protagonista). Todo ello aderezado con coitos resueltos con la maestría de los relatos para rápido consumo de nuestra efervescente juventud internáutica. A veces, incluso, con pretensiones de sublimizad que son ridículos al mezclar el culo del sexo con las témporas de los abismos psicológicos. Véanse las páginas 217 y 218. Imaginemos esto en la futura versión cinematográfica, metiendo de fondo cualquier musiquilla trascendente, lo mismo da que sea el Réquiem de Fauré o, qué se yo, el Moldava de Dvorak, por no volver a manchar a Tallis o a su revisión por Vaughan-Williams. Copio esas páginas que a alguien podrá emocionar y que encuentro estúpidas, dignas de Corín Tellado:

Esto me supera por completo. Me abruma su confianza en mí, me abruma su miedo, el daño que le han hecho a este hombre maravilloso, perdido e imperfecto.

Tengo los ojos bañados en lágrimas, que se derraman por mi rostro mezcladas con el agua de la ducha. ¡Oh, Christian! ¿Quién te hizo esto?

Con cada respiración entrecortada su diafragma se mueve convulso, y siento su cuerpo rígido, que emana oleadas de tensión mientras mis manos resiguen y borran la línea. Oh, si pudiera borrar tu dolor, lo haría… Haría cualquier cosa, y lo único que deseo es besar todas y cada una de las cicatrices, borrar a besos esos años de espantoso abandono. Pero ahora no puedo hacerlo, y las lágrimas caen sin control por mis mejillas.
—No, por favor, no llores —susurra con voz angustiada mientras me envuelve con fuerza entre sus brazos—. Por favor, no llores por mí.
Y estallo en sollozos, escondo la cara en su cuello, mientras pienso en un niñito perdido en un océano de miedo y dolor, asustado, abandonado, maltratado… herido más allá de lo humanamente soportable.
Se aparta, me sujeta la cabeza entre las manos y la echa hacia atrás mientras se inclina para besarme.
—No llores, Ana, por favor —murmura junto a mi boca—. Fue hace mucho tiempo. Anhelo que me toques y acaricies, pero soy incapaz de soportarlo, simplemente. Me supera. Por favor, por favor, no llores.
—Yo también quiero tocarte. Más de lo que te imaginas. Verte así… tan dolido y asustado, Christian… me hiere profundamente. Te amo tanto…
Me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—Lo sé, lo sé.
—Es muy fácil quererte. ¿Es que no lo entiendes?
—No, nena. No lo entiendo.
—Pues lo es. Yo te quiero, y tu familia también. Y Elena y Leila, aunque lo demuestren de un modo extraño, pero también te quieren. Mereces ser querido.
—Basta. —Pone un dedo sobre mis labios y niega con la cabeza en un gesto agónico—. No puedo oír esto. Yo no soy nada, Anastasia. Soy un hombre vacío por dentro. No tengo corazón.
—Sí, sí lo tienes. Y yo lo quiero, lo quiero todo él. Eres un hombre bueno, Christian, un hombre bueno de verdad. No lo dudes. Mira lo que has hecho… lo que has conseguido —digo entre sollozos—. Mira lo que has hecho por mí… a lo que has renunciado por mí —susurro—. Yo lo sé. Sé lo que sientes por mí.
Baja la vista y me mira, con ojos muy abiertos y aterrados. Solo se oye el chorro de agua cayendo sobre nosotros.
—Tú me quieres —musito.
Abre aún más los ojos, y también la boca. Inspira profundamente, como si le faltara el aire. Parece torturado… vulnerable.
—Sí —murmura—. Te quiero.



Hay un tópico, en las charlas de bar y filosofía barata, al hablar de las diferencias con que se viven las relaciones de pareja según seas hombre o mujer. Aquél de “Las mujeres dan sexo para conseguir amor; los hombres dan amor para conseguir sexo”. En estas novelas se juega justamente con esto. A las mujeres se les da amor para que las lean, a los hombres se nos da sexo (tampoco especialmente bien narrado; es más, a la tercera cópula, se torna monótona la descripción) para tolerar esa lectura tediosa, con tanto uau, con tanto ojos grises y tanto arrobo. El pavo de Christian Grey va calmándose en su ardor, y se adecúa a la lógica femenina, y va primando el amor que se hace empalagoso y niñatesco. La pava de Anastasia Steele, mientras la diosa que lleva dentro se zampa un yogur con bífidus, transige  con alguna picardía carnal mientras mira a Christian Grey a los ojos (grises, grises, grises) y se apiada de ese pobre niño maltratado que fue. El lector avezado, al avanzar por las páginas, consigue, a pesar de tanto almíbar, tanta lágrima y pellizco en el corazón y suspiro y congoja, simpatizar con las prácticas sadomasoquistas. Que consistiría en coger la fusta, el látigo, lo que haya a mano en el truculento armario del señor Grey y emprenderla a palos con la autora, o, en su defecto (sí, ya sé que los pobrecitos no tienen la culpa, pero hay que desfogarse) con los personajes. Qué peligro, qué jarturita, señor.