sábado, 25 de junio de 2011

Los espejos inmortales

Hay lugares que además de escondidos son tesoros y son símbolos. Es lo que sucede con el Antiguo Conservatorio María Cristina, nombre rancio y más cargado de misterio que el prosaico Sala María Cristina con el que se insiste en llamarlo ahora, como si fuera un sitio de cumbia y chachachá, con aquello de que María Cristina me quiere gobernar y yo le sigo la corriente... Pues ese lugar está detrás de una fachada sosa detrás de una verja algo menos insípida tras dejar atrás una placita, la de San Francisco, que huele a XIX puro con un mármol que representa a Pomona y el naif toque sacro que pone una casa de hermandad con palomas fingidas repartidas por su fachada en lo que es un simulacro no ajeno al estilo de Lladró. Pero dejemos las aves inmutables, la diosa de mirada mansa, traspasemos la verja y entremos en el lugar más allá de los nombres. Encontraremos una antesala decimonónica, digna de confidencias en una escena apócrifa de “El Gatopardo” de Visconti. En ella, unos espejos son atravesados caprichosamente por guirnaldas de flores pintadas con gruesas pinceladas sobre el cristal. Son el resultado, y el testimonio, de aquel remoto y terrible terremoto que padeció Málaga en 1884. Los daños sobre los espejos, en una ciudad que estaba ya en crisis, fueron resueltos no cambiando los espejos sino pintando sobre cada grieta para salir del paso por un tiempo más que ya es de más de un siglo y cuarto.

Uno de los espejos del María Cristina

                Esto de aguantar el tiempo y vencer, sortear, la crisis, de resistir escondidos en un rincón manteniendo esplendor y dignidad viene a colación porque es el María Cristina (vale, la Sala María Cristina) el escenario único del séptimo Festival de Música Antigua de Málaga que en apretada sucesión tendrá diez conciertos de gran interés entre el 27 de junio y el 8 de julio. Organizado por la Orquesta Filarmónica de Málaga y patrocinado en raro pero lógico acuerdo por el Ayuntamiento de Málaga y Junta de Andalucía, es una ocasión especialísima para recuperar sonidos que nunca debieran apagarse en un lugar que tiene más de las virtudes del oro y de las flores que de las cenizas y el silencio. La próxima semana tendremos ahí, en la Sala María Cristina, los siguientes conciertos: el lunes 27 de junio el Asmir Ensemble con el programa “Música Andalusí” con piezas de Al-Istihlal, Al-Maya y Tawassoul; el martes 28 actuará La Hispanoflamenca, dirigida por Bart Vandewege con el programa “Victoria en Roma” integrado por piezas de Tomás Luis de Victoria, Francisco Guerrero, Palestrina y anónimas; le seguirá el miércoles 29 Corniloquio, grupo de trompas naturales y barrocas dirigido por Javier Bonet con obras de Mozart, Haendel, Corette, Marcello, Wallond y anónimas; el jueves 30 es el turno de Camerata Iberia, dirigida por Juan Carlos de Mulder y con el tenor Lambert Climent como intérprete destacado, que bajo el título de “Flores de Música” (un eco inesperado de esas flores que anulan a los daños y grietas) acoge piezas anónimas y del Cancionero de Palacio junto a otras de Juan de Enzyna, Luis Milán, Mateo Flecha, Heinrich Isaac y Sebastián Aguilera de Heredia; para terminar gloriosamente la semana y el mes, el 1 de julio actuará la Capilla Real de Madrid, dirigida por Óscar Gershensohn con la interpretación de “Cantica Beatae Virgine” de Tomás Luis de Victoria con doble coro y capilla musical.
                Pasan los siglos, pasan los hombres. Permanecen los sonidos y los nombres, el esplendor de la cultura sobre los espejos inmortales.
Artículo publicado en el diario Sur el 25 de junio de 2011

sábado, 18 de junio de 2011

Sonata de Estío

Igual que para darnos pisto gustamos de decir aquello de valer más por lo que callamos que por lo que decimos, el conjunto de semi-ruinas que conocemos como Baños del Carmen son algo cuyo valor está en lo que oculta, en lo que fue, en lo que tenemos olvidado, en lo que podría llegar a ser, y que llegará a ser. Estas mismas páginas informan de cuando en cuando de trámites y expedientes, planos y propuestas, presupuestos y plazos, promesas electorales que cada cual puede creer o no, para que ese rinconcito de la bahía tenga su segunda oportunidad y la esperanza de la resurrección. Mientras tanto, eucaliptos cobijan una playa libertaria, con noticias de mugre y hasta de navajazos, una playa esquiva de baño problemático por la conspiración de las piedras contra los tobillos, una playa que antaño fue la de un camping, y que tiene otra playa, ya más civilizada y benévola de la que sólo le separa el cascarón de lo que fue el corazón del balneario y que sobrevive, más mal que bien, en la inminencia aplazada de la reforma. Todavía no se ha escrito aquí la palabra decadencia, y por ello debe comparecer. Belleza, encanto y melancolía deben acompañarla. 

Los del Carmen son el último vestigio de una ciudad feliz en la que también estaban los Baños de Diana, de la Estrella y los de Apolo, en las cercanas al puerto de Málaga y que el niño Picasso frecuentó y recordaba. El heroico balneario fue lugar de vermut y ropas blancas, orquestas ingenuas y una fuente de la que manaba vino, un lugar en el que en los años veinte un honestísimo rótulo pregonaba “Visite usted nuestro acuarium. Es lo más interesante en este balneario”, un lugar del que los periódicos (la anotación es de “La Unión Mercantil” del 13 de agosto de 1921) anunciaban: “Esta noche de moda: baile en la terraza; iluminación a la veneciana. Gran orquesta con Jazz-Band. Dos pistas de baile. Atracciones”.  Y en las mismas páginas, cuatro días después, se le llamaba aristocrático y se anunciaban regatas de jábegas. Todo esto había tras los muros desconchados, tras las ágrafas pintadas, tras las aceras levantadas por la presión de las raíces de los árboles. No es un monumento, no tiene una arquitectura impresionante, pero es el mejor memorial de la felicidad perdida.


Reconstrucción virtual de los Baños del Carmen
con el aspecto que tenían en 1933

Creado como establecimiento de temporada por el empresario Enrique García de Toledo y Clemens sobre el terreno de lo que había sido, en las playas de la Torre de San Telmo, un muelle auxiliar para construir las escolleras del puerto de Málaga, abrió sus puertas el 16 de julio de 1918 (ayer hizo de esto 92 años), pero el éxito hizo que desde 1922 se mantuvieran abiertos durante todo el año. Al comienzo era un lugar parco, con casetas al estilo de las de San Sebastián (referente del veraneo elegante entonces), baños y café-bar. Por 50 céntimos se ofrecía el combinado de entrada al balneario y servicio de autobús en trayecto de ida y vuelta. Mientras en La Estrella y Apolo el baño era bajo cubierto, en el Carmen se hacía en la playa, al sol. De los modos del XIX, el Carmen nos lleva al XX, al XXI, al espíritu libre y vitalista tan propio. El Málaga Fútbol Club, cuando estaba recién creado y tenía una vocación británica y en ningún caso árabe (lo que son los tiempos), tuvo allí su primer campo entre 1922 y 1941. Pero también fue escenario para el tiro con arco, el boxeo, el patinaje, la hípica, regatas, cine en la playa, veladas de baile, verbenas. En los años cuarenta,  tiempos en que imperaba el espíritu de Isabel y de Fernando, se segregó la playa en zona para hombres y zona para mujeres. De todo aquello, acaso sólo permanece sin cambio el sol y el mar. Y el ansia de disfrute de los malagueños. Feliz verano.

Artículo publicado en diario Sur el 18 de junio de 2011

Querido y remoto Ernesto


Al cumplirse el centenario del escritor argentino Ernesto Sabato, recientemente fallecido, ofrecemos un retrato desde la amistad y la nostalgia con Málaga al fondo
 Miro las fotos sobre la mesa, las cartas y postales, los recortes de prensa, los libros dedicados, las cintas de casete. En voz, en palabras, en imágenes, vuelve a mí alguien que fue muy querido, un amigo que durante veinticinco años me ayudó con sus consejos, con sus charlas aquí y allá, a ser quien ahora celebra, con una punzada en el pecho, los cien años desde que ese amigo naciera, un centenario que tiene demasiado cerca la fecha amarga, 30 de abril de 2011, en que murió Ernesto Sabato. No se hablará aquí de los méritos y de la obra de quien fue el último clásico argentino, erigido en conciencia moral de ese querido y maltratado país. Trato aquí, para devolverlo por unos momentos a la vida, del hombre, del amigo, del vecino, del maestro (al leer esta palabra, agitaría burlón la cabeza, desdeñando la responsabilidad).
En el Palacio Miramar.
Foto: Gloria Rueda Chaves
Cartas
Obviaré una historia familiar sobre malagueños de Colmenar, con idas y vueltas con Argentina, que resulta en el exilio de mi tío-abuelo José Fernández Silva en 1939. El lugar de ese destino austral se llama Santos Lugares, en el gran Buenos Aires, un lugar sencillo, chato y entrañable. Allí, y poco después se instalaría, a un par de calles, Ernesto Sabato. En 1985, en un intercambio de cartas con mi tío-abuelo, éste me comentaría la vecindad de Sabato. En mi respuesta, le alabé la obra de quien era, ya, uno de mis autores favoritos. Pronto, en uno de sus escasos viajes a España tras recuperarse la democracia, mi tío me entregó un libro de Sabato, “La cultura en la encrucijada nacional”, dedicado por el autor junto a la petición de que le escribiera directamente tras haberle leído mi tío esas palabras de elogio.
La respuesta de Sabato (es italiano el apellido, sus libros no ponen tilde al apellido, aunque en el membrete impreso de los sobres que utilizaba para enviar sus letras sí aparece con el incorrecto signo) no tardó en llegar. La copio tal cual no por vanidad sino por iluminar una anécdota posterior: “Santos Lugares, agosto de 1986. Gracias, querido Mario, por tu hermosa, profunda e intensa carta, que de paso, revela la existencia de un escritor que dará grandes cosas. No tengo la menor duda. Te ruego que me mandes esos cuentos de los que me hablas. Si has de publicar, y estoy convencido, tenés que elegir un nombre más corto, menos de registro civil. Mario Montañez sería uno significativo. Espero que un día podamos darnos un abrazo! E. Sabato”. Escrita con una máquina de escribir de caracteres muy pequeños, con algún tachón mecanográfico y con la firma manuscrita, y sobre un papel también muy pequeño, sería la primera de una serie de cartas que yo respondía, en deferencia a sus problemas de visión, con cartas escritas a máquina primero y a ordenador después, fotocopiadas y ampliadas en tamaño A-3 para que ese formato, parecido al de la hoja de un periódico, le proporcionara una lectura grata. En algún sitio de su casa estarán esas cartas monstruosas enviadas desde Málaga por un muchacho que fue querido y no siempre remoto.
En la Fundación Picasso.
Foto: Glotria Rueda Chaves

En el verano (español) de 1988, tras haber ganado un año antes una mención en un certamen de ensayos sobre Sabato organizado en la provincia de Buenos Aires, y conseguido lo que en 1988 eran mil dólares y que la hiperinflación habría convertido, de no haber sido oportunamente cambiado a la divisa norteamericana, al equivalente actual de 13 céntimos de euro, pude al fin conocer el país de mis tíos y de su vecino Ernesto. Primeras tardes tomando café en su biblioteca, con pequeños cuadros de Oscar Domínguez apoyados en las baldas, charlas en las que él callaba y yo hablaba cuando deseaba que fuera al revés. Después de dos meses en Santos Lugares, seguirá el cruce de correspondencia.
En el nombre del nombre
En una carta de enero de 1991 insistirá en mi nombre, en la conveniencia literaria de usar uno más breve. Esta vez, Sabato desdeña el nombre de Mario y opta por el que conmigo usaría en adelante: “Gracias, querido y siempre recordado Virgilio (insisto en este nombre) por tus cariñosas preocupaciones!”. Ya para entonces había publicado mi primer librito, un cuaderno de versos editado por Ángel Caffarena con ilustración de Eugenio Chicano y nota a la edición de Manuel Alcántara (a él debo, con la misma intensidad y cariño que Sabato haber continuado escribiendo. La doble amistad y confianza de Sabato y Alcántara son un honor que excede a mis méritos; en 1990 y en Málaga se encontrarán Sabato y Alcántara conmigo de humilde espectador). En abril de 1992 realiza en el Centro Cultural de la Villa, en Madrid, la que es la segunda exposición de sus pinturas tras haberlas mostrado, en 1989, en el Centre Georges Pompidou de París. Al día siguiente de la inauguración, hay una charla suya en el auditorio anexo a la sala de exposiciones. Acudo tras haberle confirmado telefónicamente mi asistencia. Con la sala abarrotada de público, Sabato está brillante y volcado con su mensaje. De pronto, se interrumpe en mitad de una frase, mira hacia el público en silencio. Escruta la masa. Pasa un segundo, pasan dos, pasan tres. Dice: “¿Virgilio? ¿Estás ahí, Virgilio Montañez?” Glubs. Los presentes miran a Sabato y buscan por la sala una mano que se alce.  Cuento un segundo, cuento dos, cuento tres. Me levanto. Alzo la voz “Sí, aquí estoy, Ernesto”. Sonríe, me señala. Dice “Está bien. Él se llama Mario Virgilio Montañez, es un gran escritor que se empeña en usar ese nombre espantoso, tan de registro civil, en vez de firmar como Virgilio Montañez, que es tan hermoso. Y como es un cabezota, sé que no me hará ningún caso”. Me siento, entre risas, con las mejillas rojas y lleno de orgullo y pudor.

Sabato en la Fundación Picasso.
Foto: Gloria Rueda Chaves

Hojeo los libros sobre la mesa, la veintena de ediciones diversas autografiadas. En un ejemplar de “Heterodoxia”, un simple “A Virgilio, gracias por esta visita” y la firma, en “Sobre héroes y tumbas”, “Para Virgilio, con un gran y fuerte abrazo” y la mención de julio de 1991; en un “Abaddón”, “Para Virgilio este libro que me dio tanto trabajo, tanto éxtasis y tanta desesperación. Julio de 1991”; en “El escritor y sus fantasmas”, “Recuerdo de este cariñoso encuentro. Gracias, Virgilio. Agosto de 1996”. Momentos, en Madrid y en Santos Lugares, en los que compartimos conversaciones y confidencias. Y que en Málaga tuvieron su plenitud.
Un verano malagueño
Agosto de 1990. Sabato participa en el Curso Superior de Filología Hispánica. Me llama el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, Curro Flores. Me dice que informado por Sabato de que soy el único amigo que tiene en Málaga, me encarga acompañarlo cada día mientras aquí esté. Asisto a la primera y multitudinaria charla que da en la sede de la Caja de Ahorros de Málaga en la avenida de Andalucía, y a la mañana siguiente voy a recogerlo en la cafetería de la azotea del Hotel Málaga Palacio. Allí está con Francisco Ayala y con Hans Meinke, jefe máximo de Círculo de Lectores. Me presenta a ellos con exageraciones sonrojantes. Quedamos en acompañarlos al día siguiente a la Casa Natal de Picasso, en la que aún trabajo. Al día siguiente, sólo Ayala y su esposa me acompañarán. Por la tarde, Sabato me pedirá que le cuente mi vida entera. “Para comprender bien a las personas que de veras quiero, necesito saber su vida. Tenemos tiempo, Virgilio. Contame”. Procedo a volcar mi autobiografía íntima a lo largo de más de una hora en la que apenas me interrumpe, escuchándome con una sonrisa tímida y gesto de psicoanalista piadoso. No hay distancias entre nosotros. Me siento en paz. Al día siguiente, iremos a la Fundación Picasso, que visitará con respetuosa lentitud. En una charla con Manuel Alvar, en el Curso que se celebra en el salón Príncipe de Asturias del Miramar, habla del exilio y de la patria propicia que es el idioma. Otro día visitamos Marbella, acompañados por María José de Miguel, esposa de Curro Flores, y un chófer del Ayuntamiento. Tomamos café en la Plaza de los Naranjos, paseamos, charlamos. En la sobremesa del almuerzo, en un restaurantito modesto frente al mar, suspira, invoca a Matilde, su esposa, la elogia. Le acompaño en el encomio. Mira al mar, suspira. Pregunta: “¿Queda lejos Torremolinos?” Le informo. Se explica: “Allá vive una vieja amiga, Ulrike von Kühlmann, a la que hace décadas que no veo”. Me cuenta la historia de Ulrike, una alemana hija de un funcionaria nazi represaliado por el régimen, que en el Buenos Aires de los años 40 encandiló a Sabato y éste se la presentó a quien de ella, “como un colegial”, se enamoró: Borges. Recientemente, al conocer que su hijo Jorge Federico Sabato era Ministro de Cultura del gobierno de Alfonsín, y para que se instalaran en una sala especial de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, le había hecho llegar a su casa de Santos Lugares varias cajas llenas de libros y manuscritos de Borges que en una infructuosa labor de cortejo había regalado a Ulrike. “Figurate, el Borges más íntimo, al que tantos se empeñan en presentar como mi enemigo, está, en sus cartas y en esos poemas de enamorado en el sótano de mi casa”. Me hablaba de la esplendorosa y sofisticada belleza de Ulrike, de cómo el fantasma de aquella pasión nunca satisfecha parecía estar tras “Ulrica”, el relato que en “El libro de arena” es la clave para comprender la tumba, los símbolos, que Borges había elegido para su tumba en Ginebra... Le animé a llamarla, a verla, a revivir aquella amistad prodigiosa y remota. “No, Virgilio. No la veré. Ella me habrá visto en los diarios, en los libros, en la televisión. Sabe que soy este viejo espantoso. Yo prefiero seguir viéndola como aquella mujer bellísima tan inteligente. No quiero tener en mi mente una imagen como la mía. A lo más, la llamaré desde el hotel”.
En Marbella.
Foto: María José de Miguel Molina

En vista de que su último día en Málaga estaba vacante, sobre la marcha quiso organizar, un sábado por la mañana, un encuentro con los escritores malagueños que entonces, hace tanto, éramos jóvenes. Aquella conversación se celebró en la sala de juntas del Archivo Municipal. En las páginas del “Diario de la Costa del Sol” se especificó que “En la reunión, prolongada durante más de cuatro horas, Sábato respondió a las numerosas preguntas formuladas por los jóvenes, convirtiéndose el encuentro informal en una verdadera clase magistral sobre los porqués del arte literario”. En “Diario 16 de Málaga” y en la edición nacional se publicaría la única entrevista concedida por Sabato durante esa estancia malagueña. El titular, “Creen que voy a morirme, pero yo tengo otros planes”. Los autores, M. V. Montañez y Héctor Márquez. El último encuentro, pleno de melancolía, será en Badajoz en 2002. Nublada la memoria por un incipiente Alzheimer, yo seré un extraño. Y él, una añoranza imborrable.

En el Archivo Municipal de Málaga.
Foto: María José de Miguel Molina

Mucho, mucho más, queda en este tintero enlutado y emocionado y triste. Miro una humilde tarjeta que firma “La Comisión de Vecinos”. El texto es interesante. Tras una cita de Sábato (con tilde en la tarjeta) se dice que “Invitamos a Ud al agasajo que ofreceremos a nuestro ilustre vecino Don Ernesto Sábato, gloria viviente de las Letras Argentinas, con motivo de sus 80 años, junto a su esposa Matilde, en el Club Defensores de Santos Lugares, el día 26 de Julio de 1991, a las 19’30 horas”. Allí estuve, con mi compañero Salvador Bonet, tras participar con sendos dibujos en una carpeta que le fue entregada en ese acto de homenaje y en el que estuvo vibrante y cariñoso, apocalíptico y bromista. Sus palabras (de fondo las escucho en una cinta de casete) son las de un amigo, las de un vecino, las de un maestro que ahora, con la muerte aún viva, cumple 100 años y que en la niebla del recuerdo me sonríe tras las gafas oscuras al ver que firmo, sólo hoy, con el nombre que él para mí quiso.
Virgilio Montañez
Artículo publicado en diario Sur el 18 de junio de 2011

lunes, 13 de junio de 2011

Moisés Nizberg contempla la muerte

No es novedoso el instante
-numerosos son los que lo vivieron
sabiendo la inexactitud del verbo-
pero es la única vez que será suyo
y no de quien llora al otro lado de la puerta
o de quien junto al lecho conjetura
un nombre inalcanzable y prohibido,
ni de quien a sus afanes se dirige
al otro lado de la ventana enturbiada.
Todo hombre y mujer alcanzará la misma visión
y de igual modo ninguno podrá transmitirla.
De todos modos, nada importa
a no ser la metáfora nítida del ocaso
que se desliza manso y sumiso por las calles.
La belleza pavorosa que aguarda
quedará inédita también para él.
Un suave canto acunará su silencio nuevo,
algo que otros no alcanzarán
mientras la ceniza no es sino negro humo.

(Inédito)


Music and the City

Entre los rascacielos, entre los neones delirantes y sobre los vagones de metro que rugen furiosos, una banda de música con uniformes inverosímiles, como sacados de un carnaval en el que soldados napoleónicos se disfrazaran de guardias de Buckingham Palace, desfila haciendo diabluras, aspavientos cómicos y hasta grotescos, haciendo sonar marchas de John Philip Sousa. Esa imagen de modernidad mezclada con tradición y mezclada con copia descarada, con imitación, con pastiche, y si se pasa todo esto por un tamiz intelectual que refleje todas las aventuras del Arte, de la Estética, del Pensamiento, condensa, al fin y al cabo, y en pinceladas elementales, la música norteamericana del último siglo. Una música que tiene como figura clave a Charles Ives y como icono más destacado a Samuel Barber con su trilladísimo pero inmortal adagio para cuerdas. Pero junto a ellos, a un lado de ellos y después de ellos, tenemos a un grupo de compositores que son los que integran el programa titulado “Metrópolis II” que comparecerá en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 17 y 18 de junio. Con la Orquesta Filarmónica de Málaga dirigida por Edmon Colomer y con Cedric Tiberghien como solista al piano, la velada reúne tres obras singulares y que ilustran esta capacidad de adaptación e innovación que caracteriza la música norteamericana: las “Variations on America” de William Schuman, la Sinfonía nº 2 “La edad de la ansiedad” de Leonard Bernstein y “City Noir” de John Adams.

La cultura es una cosa rara...
(según el prisma tierno de Norman Rockwell)

De los tres, el más conocido es Leonard Bernstein, a la vez que es el más injustamente tratado, pues ha quedado relegado, machaconamente, a ser recordado como el autor de “West Side Story” y como un excelente director de orquesta. Sinfonista avezado, esta segunda sinfonía, basada en un largo poema por el que W. H. Auden consiguió el premio Pulitzer y que le da título, es una obra un tanto esquiva y que, creada a inicios de la posguerra mundial y en la eclosión de la acongojante guerra fría, es una sinfonía intensa, tal vez demasiado europea, demasiado seria, pero que transmite con dolorosa eficacia ese tambalearse de la fe cuando había poco sobre lo que sostenerse, entre la sangre de ayer y la de mañana. Paradójicamente más originales son las “Variations on America” de Schuman. Fíjense bien: con el apellido del compositor más conscientemente romántico, y con lo que eso obliga, Schuman reinterpreta, vampiriza, tuerce e ilumina, una obra del más clásico y alto compositor norteamericano, Charles Ives, basada a su vez en una tonada popular, y lo que aquí consigue es algo que no desentonaría en una verbena de muchachas con osos de peluche conseguidos a rudos bolazos por mocetones que se curten en el fútbol americano. Y que a la vez da para que en una sala de conciertos fascine desde el primer compás. Una amenísima diablura plena de talento.
John Adams: City Noir

Y para terminar, “City Noir” muestra el extraño e hipnótico maridaje que pueden hacer los postulados minimalistas y repetitivos de Philip Glass con una orquestación a lo Mahler. Adams, conocido especialmente gracias a su revolucionaria ópera “Nixon in China” concluye con este retrato de Los Angeles un tríptico en el que se plasma su visión abarcadora de la realidad a través de una codificación cultural y por ello compartida: “Me gusta pensar en la cultura como los símbolos que compartimos para entendernos unos a otros. Cuando nos comunicamos, señalamos símbolos que tenemos en común. Si las personas quieren explicar algo, tratan de encontrar una referencia. Puede que sea una película de Woody Allen, o una letra de John Lennon, o la frase de Nixon de “No soy un timador”. En esta sinfonía novedosa en tres movimientos anida el cuerpo troceado de la Dalia Negra, los rótulos de Chinatown, las ráfagas del jazz, las promesas del cine y las luces mentirosas de los bulevares.
Artículo publicado en diario Sur el 11 de junio de 2011

sábado, 4 de junio de 2011

Vértigo y nostalgia

Es lo que pasa con lo de vivir a estas alturas de todo, que el pasado, o simplemente lo otro, se nos presenta como un elemento de escape, de renuncia a las pompas y vanidades del demonio y la carne y la madre que los parió, que pensamos en montañas y árboles cuando estamos en la ciudad tan agobiados de metales y prisas, y queremos paz y grillos, o se nos presenta que un tiempo en que todos sabían lo que eran unas polainas o una falsilla eran mejores que aquellos en los que sabemos demasiado bien qué es crisis, qué es euribor. Por eso, y porque sé que uno resulta elegiaco cuando no es apocalíptico, es acertado el programa que bajo el título unificador de “Metrópolis I” nos ofrece la Orquesta Filarmónica de Málaga en el Teatro Municipal Miguel de Cervantes el 10 y el 11 de junio. Con Michael Stern a la batuta y Roberto Díaz a la viola se ofrecen las Danzas de Galantá, de Zoltan Kodály, el concierto para viola de Kriyzstof Penderecki, los “Valses nobles y sentimentales” de Maurice Ravel y la suite “El mandarín maravilloso” de Bela Bartók.
            Al fin y al cabo, estas músicas, congregadas aquí siguiendo un designio sabio, juegan a eso, a mostrarnos las angustias de la vida moderna y la irremediable lejanía de ese otro tiempo, ese otro lugar, en el que éramos puros y éramos inocentes. Las danzas de Gálanta, del pedagogo y compositor Kodály reflejan una pasión que compartió con el autor que cierra el concierto, Bela Bartók. Durante treinta años recogerían y catalogarían varios miles de canciones folclóricas de Hungría, Eslovaquia y Rumanía. Con una deslumbrante orquestación, la reelaboración que presenta Kodály es rítmica y evoca a los gitanos con violines en aldeas con vino propicio, atardeceres de oro  y osos que bailan. Un primor de nostalgia que evoca la vitalidad de un lugar en que Kodály fue joven y la riqueza inmortal del folclore verdadero.

Folclore sagrado:
Las danzas de Gálanta, en una sinagoga

      El concierto para viola de Penderecki, compuesto por encargo de Venezuela para conmemorar el bicentenario de Bolívar, sirve para perder el miedo a un autor que asociamos al desasosiego y la tragedia a pesar de los ejercicios de virtuosismo casi chamánico que asoman acá y allá y de la atmósfera lóbrega que domina este concierto constituido por un movimiento único. Se trata de la primera audición en Málaga, pero su contraste con el optimismo ensoñador de Kodály sirve para darnos la patada hacia este lado malo del espejo.
            Los “Valses nobles y sentimentales” de Ravel ya desde su título delatan la ironía de evocación de un mundo de pitiminí y cursilería que, en palabras de Ravel, pretendía ilustrar a través de siete estampas la historia de la doncella Adelaida y sus dos pretendientes, cada uno de ellos con una flor, acacia y amapola, que significan amor platónico y olvido, y una tercera, la roja de la pasión, que la hace caer en brazos del más digno. Esta ñoñería tiene su reflejo distorsionado en esta música descaradamente torpe y obscenamente bonita. Y cuando tengamos la certidumbre de que acabamos de escuchar un cuento vendrá Bartók con su malvado y rijoso (pero adorable) mandarín a rompernos la ensoñación sentimental. Aquí tenemos una música expresionista, casi de pesadilla, más intensa y desesperante que la de Penderecki, que ilustra una pantomima que escandalizó en su tiempo y llevó a la prohibición de esta música en catorce partes en las que una chica se prostituye engatusando sucesivamente a un viejo verde, a un muchacho tímido y a un mandarín que preferirá la muerte a cambio de la posesión física de la moza.

Artículo publicado en diario Sur el 4 de junio de 2011