Han pasado diez años desde que en Sur publiqué esta semblanza, este perfil, de Jorge Lindell. Este fin de semana nos dejó, con la misma discreción con que vivió. Era un artista grande, un músico con un pincel en la mano, un sabio entre nuestras calles ásperas. Un hombre bueno. A continuación, mi homenaje de entonces reafirmado, para siempre, ay, hoy:
Jorge Lindell (Málaga, 1930) es un chino. Él intenta que no se le note, y usa así una
cortesía sosegada y cálida que le delata. Según como se le mire, puede llegar a
aceptarse que su padre, aunque nacido en Málaga, fuera hijo de finlandeses, y
se comprende así esa delicada calma, teñida de imperturbabilidad luterana, tan
necesaria en este paisaje de atropellos al gusto y a la paciencia y al
silencio. Sabedor del dicho clásico de
“Aut tace aut loquor meliora silentio” (“calla a no ser que lo que digas sea mejor
que el silencio”), Lindell no es hombre de vociferante humanidad, ni un
publicista de sí mismo. Desde este punto de vista, no es, ya se ve, nada
mediterráneo. Ni falta que le hace. Como buen chino, Lindell es delicadamente
ceremonioso y gravemente cortés, de una sutilidad que hace creer que está
siempre escabulléndose del ruido y de la furia. De ahí tal vez su amor por la
mejor música, su oculta faceta de melómano, que mostraba en la más antigua de
las obras exhibidas en su gran antológica, 1950-1997, que le dedicó la
Fundación Picasso: un retrato del Cuarteto Vegh que equilibraba el estricto
realismo con una indisimulada voluntad de huida de las convenciones.
Jorge Lindell: Sin título (2006)
Óleo sobre lienzo, 100 x 81 cm
Porque
Lindell es, desde los lejanos años cincuenta, el maestro de fugas, el que sabe
cómo zafarse de las consignas estéticas y proponer un sendero nuevo para
esquivar la cansada ortodoxia que insistimos empecinadamente en aceptar. Jorge,
con su escepticismo de chino sabio, sabe que la meta es el propio camino. Tal
vez por ello no ha incurrido, y tal vez nunca lo haga, en copiarse a sí mismo.
Quien conozca su obra sabe que no la conoce, o que ese conocimiento es
provisional y limitado a intuiciones. Porque Lindell se escabullirá de los
adjetivos que le pongamos y hará que su obra, libre por naturaleza, se trasmute
en otra.
Houdini con un
pincel con el que hurga veloz en la cerradura de lo cotidiano, Jorge Lindell
bebe por igual, por su biografía y aprendizaje, de las fuentes de Vázquez Díaz
y de Willi Baumaster. Y así, conocedor por igual de un postcubismo que podía
hacerse sumiso por indicaciones de la autoridad, y de la rebelión en que
germinaría más tarde el impulso furioso del grupo El Paso, Lindell será miembro
fundador, en 1949, de lo que se convertiría en
la Peña Montmartre. Con un personal expresionismo de juventud deudor de
Rouault, será a lo largo de los cincuenta, convertido en empleado de banca y
sin abandonar su magisterio entre los pintores que se incorporan al cenáculo
inconformista que en 1958 se convierte en Grupo Picasso, cuando vaya
recorriendo la pista de aterrizaje para, finalmente, volar en la década de los
sesenta, con una violenta abstracción, de tonos oscuros y arriesgada
investigación matérica. Durante los setenta, es el grabado la técnica que
merece la pasión creadora de Lindell, fundador en 1970 del taller “El pesebre”,
con el que se da a conocer en Alemania, Francia, Inglaterra e Irlanda. Su
activismo cultural se complementa en 1971 con su labor de cineclub desde la
Caja de Ahorros de Ronda. 1979 será otra fecha importante para él y el arte
malagueño al fundar el Colectivo Palmo, al calor de la situación política y sus
ideas de izquierda. Pero no, no se puede hablar de Lindell así, fijando etapas
en su vida, en su obra, cuando su obra ebulle sin dejar de hacer burbujitas. A
lo más, cabe decir que su paleta no ha hecho sino agrandarse, voraz y generosa.
Para explicar su obra habría que recurrir a un sabio chino. Y yo conozco a uno.
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