Werewolf se les llama empecinadamente a lo largo del libro. Werwolf, que es casi lo mismo y que también en alemán significa hombre lobo, es la palabra correcta. Y que es como se llamaron a sí mismos los miembros de la quimérica y patética resistencia nazi. El libro, que se deja leer de aquella manera, es de los que insisten en explicarte los árboles sin dejarte ver el bosque. Tal vez porque su autor, con una labor de archivo admirable, ya había publicado otro libro, que imaginamos más satisfactorio que éste, sobre el mismo tema, aquí se detiene en contar las hazañas paramilitares, más que bélicas, de éste y aquél grupo. Se lee con decreciente interés las diversas modalidades de enfrentarse a la derrota de aquellos nazis terminales, y sólo en los últimos capítulos se nombra que fueron unos mil los muertos causados por estos gudaris tedescos (coincide la cifra y el fanatismo con los primos de la serpiente y el hacha, comparación ésta, la mía, majadera pero oportuna ahora que soplan aires pestilentes de fronda sobre la piel de toro). Así que lo que se está leyendo sólo alcanza su dimensión al final del libro. Con todo, es curioso leer cómo los nazis usaron como tapadera la organización de los boy scouts, o descubrir que las novelitas de vaqueros e indios de Karl May servían como inspiración a los lobeznos nazis o el pintoresco devenir del torpe mesías Siegfried Kabus. Pero poco más.
Lo que mande el señorito. O sea, Heil.
Kabus fardando de lo suyo
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