Tal vez porque el perdón, en estos tiempos en que la civilización vive su lento, majestuoso por veces, atardecer antes de que la noche se nos venga encima, es un beneficio cedido por los corderos a los matarifes, una herramienta roma y blanda, un matasuegras agujereado. Ayer el Congreso de los Diputados aprobó, con torpe unanimidad, pedir al Gobierno español que reconozca a Palestina como estado. En una de esas oportunas sincronías de la historia, no desprovista de enseñanza moral, hizo que sólo unas horas separen esa apuesto por el confeti, digna del más torpe y sonriente presidente que mi desdichada nación haya tenido, con el ataque, a cuchillo, a pistola y con hacha, que en Jerusalén (Si me olvido de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza. Péguese mi lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no enaltezco a Jerusalén sobre mi supremo gozo) unos palestinos asesinaran a cuatro rabinos y un policía israelíes. Nada más suceder la atrocidad, la que fuera ministra de Exteriores del anterior gobierno socialista, intentaba resolver la paradoja con una frase para la Historia: "No podemos impedir que un grupo de desalmados impida los anhelos de paz de todo un pueblo". Vale. Aceptamos pulpo como animal de compañía, y el palestino como un pueblo amante de la paz. Lo que diga Jiménez, que debe conocer mucho más que yo, que nosotros, sobre todo eso, que todos nosotros, no sólo lo que dice sino que el palestino es un pueblo amante la paz. Sí señora. Lo que usted diga.
Herramientas para construir la paz, dicen
Llego a casa. Pongo las noticias. Lo de siempre. Y entre la crónica las imágenes tantas veces vistas, los carteles impresos con prisa glorificando a los asesinos, el ulular de las señoras gordas, las palmas desacompasadas, el reparto de dulces. Esos son mártires, ésos son héroes. Ése es el pueblo amante de la paz. Resulta que los desalmados son muchos más. Que el desalmado (pero nunca desarmado) es ese pueblo que festeja el crimen, que antes, y ahora, ampara el lanzamiento de sus cohetes lanzados ciegamente contra Israel. Asco. Por el fanatismo de los que celebran, por la mentira persistente y torpe de Jiménez y de su partido que cuando fue gobierno tanto pagó a terroristas islamistas a cambio de rehenes para que siguieran comprando armas (o fabricando cohetes) para demostrar su anhelo de paz. Cuando unos días antes los correligionarios de la pandilla de los dulces había degollado a Peter Kassig compartiendo en la filmación distribuida con el asesinato su suerte con una veintena de soldados sirios. En el mismo noticiario vi un fragmento de esa filmación. Mostraba a la fila de matarifes pasando ante cámara, sujetando por el cuello a cada víctima, para recoger con gesto decidido y sin variar el rictus el cuchillo con el que demostrar su anhelo de paz como pueblo cortando después la cabeza a los desalmados.
No soy islamófobo. Hace un mes tuve una relajada y larga conversación con una amiga musulmana y española sobre su fe y la mía, llena de respeto por parte ambos, con sintonía en aspectos fundamentales. Tengo amigos en Turquía a los que respeto y que me respetan, y Ankara es un lugar en el que me siento especialmente a gusto, y Estambul una ciudad a la que quisiera regresar. Pero me desagrada esa cerrazón, esa insistencia en el error y en el terror, esa brutalidad que consiste en admitir toda aberración cuando está dirigida contra los otros. "Anhelos de paz de todo un pueblo", lo llama Jiménez. En este mismo blog he condenado los abusos de Israel cuando los ha cometido (pinchar aquí) y también he explicado, quizás con demasiado afán didáctico, por qué ese pueblo no tiene nación (aquí la perorata).
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Fitna (Geert Wilders, 2008)
Por mucho que nos duela, hay mucha verdad
disuelta entre el veneno y la rabia.
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