Para empezar, dos citas. Después, una aclaración.
Ekaterina Dimitrovna Suslova (San Petersburgo, 1887- ¿?): Hija de un funcionario imperial, realizó sus estudios en el Liceo Kutuzov de su ciudad natal. Casada en 1906 con Ivan Alexandrovich Suslov, capitán de infantería, fue en 1915 cuando inicia su actividad literaria a raíz de la desaparición de su esposo en el frente polaco durante la Primera Guerra Mundial. Sus primeros escritos fueron publicados en la revista “Adelphia” publicada en Nizhni-Novgorod por Vladimir Daiushin. En ellos se aprecia el tono intimista y de hondas preocupaciones espirituales que eclosionarán en su único libro publicado: “La cruz blanca” (Moscú, 1919). Al ser editado con prólogo de Anna Akhmatova y un retrato lírico de la autora firmado por Alexander Blok, fue recibido con recelo por las autoridades soviéticas, que ya la habían interrogado por la posible participación en la Guerra Civil del desaparecido capitán Suslov, presuntamente enrolado con las tropas de Kornilov, siendo juzgado por ello en ausencia y condenado a muerte. Ekaterina Suslova rehusó prestar su testimonio en el consejo de guerra que condenó a su marido, por lo que a partir de 1925 fue obligada a residir en Nozornok, con la prohibición expresa de salir de la localidad. Su rastro se pierde a partir de 1936.
(Artículo de la Nueva Enciclopedia Rusa, Moscú, Nuevas Producciones Editoriales, 1993)
Prólogo a “La cruz blanca”:
PALABRAS PARA EKATERINA
Se cuenta de nuestro gran Pushkin que fue una vez invitado, tras una velada literaria en casa del conde Orlovsky, a pernoctar en casa de su anfitrión. El poeta adujo que declinaba la generosidad porque no toleraba la abundancia de espejos en aquella casa, ya que no hacían sino prolongar y confirmar su soledad. Esa sensación de soledad, esa conciencia de quién se es y de cómo se es, en definitiva, de la vida, es el primer paso hacia la creación. No es necesaria la certidumbre, sino la simple inquietud por lo que, en la hondura, tal vez se sea. Y así como nuestro poeta estaba herido, azotado hasta la carne desgarrada y más adentro aún, por la idea de su soledad, así Ekaterina Dimitrovna Suslova ha emprendido el mismo camino que el mayor de nuestros bardos. El camino hacia sí misma. No conozco personalmente a la autora. Pero puedo decir que sus colaboraciones en alguna revista literaria hacen que sin haber visto nunca sus ojos, que imagino grises y con un destello débil de tristeza, me han hecho conocerla más allá de la experiencia y de las apariencias.
Sus poemas, llenos de música que discurre con la mansedumbre del más tierno arroyo, sirven para que seamos conscientes de que nos muestre su alma, su alma desnuda y luminosa, aunque su luz sea pálida a veces y dolorosa. Cuando el mundo literario ruso sea consciente de la aportación que este libro, “La cruz blanca”, supone para nuestras letras, entonces seré capaz de aproximarme a ella y decirle que soy Anna Ajmatova y que, como en la queja de Pushkin, sus poemas han reflejado mi propio dolor, mi propia y débil alma. Quien sostenga ahora mismo este libro queda advertido: tras mis palabras no hay páginas, sino espejos.
Anna Ajmatova
Verdadera efigie de Suslova (según Google)
Y aquí la aclaración:
Ekaterina Dimitrovna Suslova no existe. No existió. Por lo tanto, son falsas las citas. La historia. Pura novelería. Por lo tanto, los poemas del libro de Suslova "La cruz blanca" que iré poniendo acá y allá en este blog no fueron escritos por ella, sino por Mario Virgilio Montañez, que intenta, desde la identidad y las circunstancias de otro, escribir poesía que escape de sus propias maneras de afrontar la creación. Como ejemplo, vaya un primer poema de Suslova:
Interior
La lámpara llora su letanía
lentamente, como un viajero
que supiera que en su destino
hay tan sólo una lápida
aguardando su nombre.
La tarde cae como un telón ajado
sobre una escena vacía.
Escucho voces en la escalera,
tal vez en la calle desierta.
Miro la lámpara,
la luz fugitiva de la tarde:
sólo puede ser mío el silencio.
(Ekaterina Dimitrovna Suslova,
La cruz blanca, 1919)
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