De Mishima ya he escrito alguna vez, afirmando aquello de Dante, un bel morir tutta una vita onora. Que el atormentado autor fracasase en su última misión, abucheado por la soldadesca mientras él hablaba de gloria (algo así como Jesucristo vejado por los soldados romanos en su carne inmortal), es una consumación de lo que también sucedió con sus novelas, al menos con las primeras (la que aquí gloso es la segunda): aporta un estilo elaborado, con frases campanudas (algo así como D'Annunzio), pero al servicio de una historia confusa que no llega a conectar con el lector. Con este lector. De poco sirva que quiera conmovernos si lo que nos muestra no conmueve. Ya saben, lo que le pasará con su última alocución. Pues en este libro es lo mismo, páginas y páginas de elegantes disquisiciones que pretenden diseccionar un alma, la de la viuda Etsuko, convertida en amante de su suegro y enamorada de un patán. Las tristezas pasadas de Etsuko no bastan para empatizar con ella, la relación con el suegro terrateniente tampoco es clara, y su encaprichamiento del desgraciado Saburo es cuanto menos inverosímil. Pero hay estilo. Y demasiada quietud. Como si lo hubiera escrito Balzac en esas páginas abundantemente innecesarias. Al final, en las últimas páginas, todo se acelera y algo pasa y hay sangre. Y hay un último párrafo perfecto que linda con lo sublime. Pero no sirve para justificar todo lo anterior. Al menos para mí.
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