Hay una ingeniosa camiseta que hace mofa con el año de la catástrofe: 2020. Written by Stephen King. Muy ocurrente. Pero esa novela posible e hipotética fue escrita por King en 19768 bajo el título somero de The stand, traducido en nuestro ámbito, con singular arrojo y eficacia, como Apocalipsis. Con ello quiero decir que trata sobre una pandemia caprichosa, de origen militar, que aniquila a algo así como el 90% de la población estadounidense, incluyendo a los perros y los caballos pero no a los gatos. Y aquí se observa, a lo largo de 1584 abrumadoras páginas (superadas en mi disímil biblioteca sólo por una Torá de 1876 páginas, comentada versículo a versículo), en pleno esplendor, la mecánica narrativa de King: se nos presenta a personajes múltiples, individualizados, con sus cuitas y peculiaridades. Así se abren las páginas con un soldado, Charlie, su esposa Sally y la hija de ambos, Baby LaVon, que huyen a la desesperada de una base militar. Nos aprendemos sus nombres, sus temores, sus objetivos. Pero será en balde. Pocas páginas más adelante, todos habrán muerto y sus nombres ya no aparecerán más. Y así será a lo largo del libro. La extensa nómina de personajes se someterá a la guadaña para sólo dejar vivos a unos pocos. Incluso los que tengan un mayor protagonismo, y entre ellos los más queribles, no podrán burlar a la Parca. King, como un Dios furioso, juega con nosotros y va aplicando su justicia caprichosa, jugando con nuestro temple, con nuestra capacidad de aceptación, dejándonos en vilo.
Y volviendo a la pandemia, es lo que llama una supergripe. Que se transmite como el coronavirus de nuestra época, de aquel 2020 de la camiseta y este 2021. Veamos: El 19 de junio, o sea el día que Larry Underwood volvió a casa, en Nueva York, y el día en que Frannie Goldsmith le anunció a su padre la inminente llegada del Pequeño Desconocido, Harry Trent se detuvo a comer en una cafetería del este de Texas llamada Babe’s Kwik–Eat. Pidió una hamburguesa con queso y, como postre, un trozo del delicioso pastel de fresas. Tenía un leve resfriado alérgico, y no paraba de estornudar y expectorar. Mientras comía, infectó a Babe, al lavaplatos, a los camioneros sentados en el reservado del rincón, al repartidor de pan, al encargado de cambiar el repertorio del tocadiscos automático y a la dulce camarera que atendía su mesa. De propina le dejó un dólar sobre el cual bullía la muerte.
En esta lucha épica y desesperada (aunque es más lo segundo que lo primero) hay un mesías destructivo, Randall Flagg, que opta por una guerra nuclear contra la mitad de los supervivientes, y una encarnación centenaria y negra del Redentor. Muy recomendable novela, que ofrece toneladas de cruel diversión.
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