Cuenta Emmanuel Carrère que durante un periodo de su vida fue cristiano.
Cristiano en serio, de los de lectura diaria de los evangelios, de comunión
diaria y de esperanza diaria. Aquella experiencia pasajera, de un par de años,
está en la base de este libro híbrido escrito con buena prosa y con un tono que
se nos antoja sincero. De Carrère disfruté en su momento “Yo estoy vivo y
vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982”, que no es la mejor
biografía ni el mejor estudio sobre Dick, ya que esos méritos corresponden a
Lawrence Sutin y Pablo Capanna, pero sí es un muy buen estudio y biografía del
profeta y novelista. Este libro, que
algunos extrañan que no se encuentre entre los principales de 2015, constituye
otro ejemplo de autobiografía a través de otros. Esta vez, son los apóstoles
Pablo y Lucas los que nos guian a través de la vida de Carrère en esos años de
certidumbre.
El libro se lee con agrado, yendo desde lo testimonial del propio Carrère,
con historias como la de la ex niñera de los hijos del mismo Philip K. Dick,
que alucinado comparece aquí y allá, con menos intensidad y referencias de lo
que nos hubiera gustado a los que amamos a ese desdichado y entrañable
visionario, hasta, con mayor atención y profundidad, a los hechos de los apóstoles
que escribieron los evangelios. Por tanto, el lector avezado en el cristianismo
primitivo y su contexto (yo mismo tengo más de una docena de volúmenes, posiblemente
dos, sobre el tema) hallará satisfacción a sus inquietudes. O más bien las
multiplicará pues Carrère no aporta seguridades sino que aventura hipótesis al
plantear sus personajes históricos como de ficción al, con absoluta honestidad,
aportar posibilidades de comportamiento, motivaciones, cuando no se conocen.
Con todo, es verosímil cuanto dice el novelista francés. Véase al respecto, lo
que afirma:
Lo que digo a este respecto no es para denigrar al autor de esta
biografía [se refiere a un autor que da fechas exactas sobre
episodios dudosos de San Pablo], sino
para recordarme que soy libre de inventar siempre que diga que estoy
inventando, señalando tan escrupulosamente como Renan los grados de lo seguro,
lo probable, lo posible y, justo antes de lo directamente excluido, lo
imposible, territorio donde se desarrolla una gran parte de este libro."
Es, por tanto, un buen documento, incluso un punto de partida, para iniciar
una pesquisa sobre la fe cristiana y sus orígenes. Como también lo es, con muy
diferente discurso, “El deseo de las colinas eternas”, de Thomas Cahill, con el
que guarda alguna afinidad. Pues si en Cahill se concluye con una emocionante y
atractiva descripción de la comunidad de San Egidio en Roma, que se esfuerza en
vivir como los primeros cristianos, en Carrère ocupa ese lugar, también como
cierre del relato, un episodio de lavatorio de pies en la comunidad del Arca de
Jean Vanier. El episodio es conmovedor. La conclusión a la que nuestro autor llega,
al final de todo y como cierre último del libro es elocuente:
"He escrito de buena fe este
libro que acabo aquí, pero aquello a lo que intenta acercarse es tanto más
grande que yo, que esta buena fe, lo sé, es irrisoria. Lo he escrito
entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros
tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo
que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven
que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel. No lo sé."
BONUS:
A la muerte de Blaise Pascal en 1662, cosida dentro de sus ropas, se
encontró una nota que constituía el testimonio, radiante y gozoso, de su propia
conversión. Carrère no lo nombra, no es exultante en la descripción de su
momento de iluminación. Pero el interés del documento bien vale su
transcripción aquí en calidad de guía de viaje hacia la puerta del Reino:
“El año de gracia de 1654. Lunes 23 de noviembre,
día de San Clemente papa y mártir y de otros en el martirologio. Víspera de San
Crisógono mártir, y de otros.
Desde
aproximadamente las diez y media de la noche, hasta aproximadamente las doce y
media.
Fuego.
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (Ex 3, 6) y no de filósofos y
sabios. Certeza. Certeza.
Sentimiento.
Alegría. Paz.
Dios
de Jesucristo.
Deum
meum et Deum vestrum (Jn 20,7) “Tu Dios será mi
Dios” (Rt 1, 16)
Olvido
del mundo y de todo, excepto de Dios.
No
se encuentra sino en los caminos indicados por el Evangelio.
Grandeza
del alma humana.
“Padre
justo, el mundo no Te ha conocido, pero Yo te he conocido” (Jn 17, 25)
Alegría,
alegría, llantos de alegría.
Yo
me he alejado.
Derelinquerunt
me fontem aquae vivae (Jr 2, 13)
“Dios
mío, ¿seré yo abandonado?” (Mt 27, 46)
Que
yo no esté nunca separado de Él por toda la eternidad.
“Esta
es la vida eterna, que te conozcan a Ti solo Dios verdadero, y a aquel a quién
has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3)
Jesucristo.
Jesucristo.
Yo
me he separado, he huido de Él, lo he renegado, crucificado. Que no esté nunca
separado de Él.
No
se conserva sino por los caminos enseñados por el Evangelio. Renuncia total y
dulce.
Completa
sumisión a Jesucristo y a mi director.
La
alegría eterna por un día de prueba en la tierra.
Non
obliviscar sermones tuos (salmo 118, 16) Amén.”
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