lunes, 15 de febrero de 2016

Lecturas: El Reino [Emmanuel Carrère]

Cuenta Emmanuel Carrère que durante un periodo de su vida fue cristiano. Cristiano en serio, de los de lectura diaria de los evangelios, de comunión diaria y de esperanza diaria. Aquella experiencia pasajera, de un par de años, está en la base de este libro híbrido escrito con buena prosa y con un tono que se nos antoja sincero. De Carrère disfruté en su momento “Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982”, que no es la mejor biografía ni el mejor estudio sobre Dick, ya que esos méritos corresponden a Lawrence Sutin y Pablo Capanna, pero sí es un muy buen estudio y biografía del profeta y novelista.  Este libro, que algunos extrañan que no se encuentre entre los principales de 2015, constituye otro ejemplo de autobiografía a través de otros. Esta vez, son los apóstoles Pablo y Lucas los que nos guian a través de la vida de Carrère en esos años de certidumbre.




El libro se lee con agrado, yendo desde lo testimonial del propio Carrère, con historias como la de la ex niñera de los hijos del mismo Philip K. Dick, que alucinado comparece aquí y allá, con menos intensidad y referencias de lo que nos hubiera gustado a los que amamos a ese desdichado y entrañable visionario, hasta, con mayor atención y profundidad, a los hechos de los apóstoles que escribieron los evangelios. Por tanto, el lector avezado en el cristianismo primitivo y su contexto (yo mismo tengo más de una docena de volúmenes, posiblemente dos, sobre el tema) hallará satisfacción a sus inquietudes. O más bien las multiplicará pues Carrère no aporta seguridades sino que aventura hipótesis al plantear sus personajes históricos como de ficción al, con absoluta honestidad, aportar posibilidades de comportamiento, motivaciones, cuando no se conocen. Con todo, es verosímil cuanto dice el novelista francés. Véase al respecto, lo que afirma:

Lo que digo a este respecto no es para denigrar al autor de esta biografía [se refiere a un autor que da fechas exactas sobre episodios dudosos de San  Pablo], sino para recordarme que soy libre de inventar siempre que diga que estoy inventando, señalando tan escrupulosamente como Renan los grados de lo seguro, lo probable, lo posible y, justo antes de lo directamente excluido, lo imposible, territorio donde se desarrolla una gran parte de este libro."


Es, por tanto, un buen documento, incluso un punto de partida, para iniciar una pesquisa sobre la fe cristiana y sus orígenes. Como también lo es, con muy diferente discurso, “El deseo de las colinas eternas”, de Thomas Cahill, con el que guarda alguna afinidad. Pues si en Cahill se concluye con una emocionante y atractiva descripción de la comunidad de San Egidio en Roma, que se esfuerza en vivir como los primeros cristianos, en Carrère ocupa ese lugar, también como cierre del relato, un episodio de lavatorio de pies en la comunidad del Arca de Jean Vanier. El episodio es conmovedor. La conclusión a la que nuestro autor llega, al final de todo y como cierre último del libro  es elocuente:

"He escrito de buena fe este libro que acabo aquí, pero aquello a lo que intenta acercarse es tanto más grande que yo, que esta buena fe, lo sé, es irrisoria. Lo he escrito entorpecido por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel. No lo sé."


BONUS:
A la muerte de Blaise Pascal en 1662, cosida dentro de sus ropas, se encontró una nota que constituía el testimonio, radiante y gozoso, de su propia conversión. Carrère no lo nombra, no es exultante en la descripción de su momento de iluminación. Pero el interés del documento bien vale su transcripción aquí en calidad de guía de viaje hacia la puerta del Reino:

“El año de gracia  de 1654. Lunes 23 de noviembre, día de San Clemente papa y mártir y de otros en el martirologio. Víspera de San Crisógono mártir, y de otros.
Desde aproximadamente las diez y media de la noche, hasta aproximadamente las doce y media.
Fuego. “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (Ex 3, 6) y no de filósofos y sabios. Certeza. Certeza.
Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo.
Deum meum et Deum vestrum (Jn 20,7) “Tu Dios será mi Dios” (Rt 1, 16)
Olvido del mundo y de todo, excepto de Dios.
No se encuentra sino en los caminos indicados por el Evangelio.
Grandeza del alma humana.
“Padre justo, el mundo no Te ha conocido, pero Yo te he conocido” (Jn 17, 25)
Alegría, alegría, llantos de alegría.
Yo me he alejado.
Derelinquerunt me fontem aquae vivae (Jr 2, 13)
“Dios mío, ¿seré yo abandonado?” (Mt 27, 46)
Que yo no esté nunca separado de Él por toda la eternidad.
“Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti solo Dios verdadero, y a aquel a quién has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3)
Jesucristo. Jesucristo.
Yo me he separado, he huido de Él, lo he renegado, crucificado. Que no esté nunca separado de Él.
No se conserva sino por los caminos enseñados por el Evangelio. Renuncia total y dulce.
Completa sumisión a Jesucristo y a mi director.
La alegría eterna por un día de prueba en la tierra.

Non obliviscar sermones tuos (salmo 118, 16) Amén.”

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