Hay algo en Tom Wolfe que tira para atrás: ese orgullo impostado de norteamericano WASP perfecto y demodé, su insistencia en ser un dandy de ¿1910? Con esas camisas de rayas, esos rígidos cuellos blancos, las chaquetas blancas, los tirantes, los botines bicolores, incluso un bombín color crema (escribo la descripción sin mirar ninguna foto, sólo recordándolas). Todo ello revistiendo un cuerpo con un rostro que sonríe ufano, piel que desmiente en su brillo y tirantez la edad, flequillo rubio. Todo un personaje. Pero que es capaz de novelas brillantes, deslumbrantes, que se quedan a un par de pasos de convertirse en LA gran novela americana. Hablo de Todo un hombre, hablo de Yo soy Charlotte Simmons. Podría hablar de Bloody Miami. Pero no. Otra vez vuelve a quedarse corto tras ofrecer una novela intensa, bien escrita, llena de buenas ideas. Pero vacía esta vez. Porque el mundo efervescente de Miami, donde conviven luchando hispanos, norteamericanos blancos, afroamericanos y haitianos se convierte en un vistoso decorado en el que un puñado de personajes se mueven buscando poder y placer, o como diría el Arcipreste de Hita: Como dize Aristótiles, cosa es verdadera, el mundo por dos cosas trabaja: la primera. por aver mantenençia; la otra cosa era por aver juntamiento con fenbra placentera.
El héroe principal, o al menos el personaje más previsible, más normal, y quizás por ello también el más tonto, es el policía Néstor Camacho, de familia cubana. Sus aspiraciones son sencillas: lucir músculo y ser amado por la hermosa e inconstante Magdalena. Pero más allá del concepto del deber de Néstor, de sus cuitas en las que no demasiado se ahonda, poca complejidad hay en esta bestia atlética, convertido en comparsa de una trama que no termina de hilarse con consistencia. Hay por medio médicos salidos, millonarios devotos de Onán, políticos que se ocupan de mantenerse en el poder como sea, millonarios inestables, rusos riquísimos y peligrosos. Pero siendo todo esto mucho, sabe a poco. Con mimbres tan suculentos, y con una experiencia de lectura amenísima, queda convertida la novela en, no sé, un telefilme rutinario, en un producto que Wolfe, entretenido en el vestidor, advirtiera que se le hace tarde para un té danzante y que en un puñado de páginas tiene que cerrar las tramas que ha desarrollado a lo largo de 624 páginas cuando hubiera necesitado del doble para satisfacer las esperanzas de este lector que, agradecido, pese a todo, aunque sin entusiasmo, recomienda este libro.
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