Este título de un ensayo plenamente vigente de Ernesto Sabato, que habla de cómo nos convertimos en piececitas de una cosa monstruosa, tal y como en una escena de “Tiempos modernos” nos mostraba el insolente Charles Chaplin, viene a cuento de la sinfonía de Sergei Prokofiev que ocupa la mitad del programa que la Orquesta Filarmónica de Málaga, bajo la batuta de Jacques Lacombe, llevará a las tablas del Teatro Municipal Miguel de Cervantes los días 7 y 8 de octubre. Entonces, bajo el título genérico de “Introspección/Exhibición” se interpretará “Introspección I”, en su estreno absoluto, de Demián Luna, el Concierto para piano y orquesta en sol mayor, de Maurice Ravel, con Ingmar Schwindt al piano, y la Sinfonía nº 5 en si bemol mayor. Si es cierto que para las obras de Luna y Ravel cabe usar el término de introspección y el de exhibición para Prokofiev, también lo es que, usando el binomio sabatiano, podemos identificar los engranajes con Prokofiev y, en cambio, el hombre con las piezas de Ravel y Luna.
La edad de la inocencia, o sea
Ya la temporada pasada estuvo presente en la programación de la OFM el compositor ruso con la música incidental para la película de Eisenstein “Iván el Terrible”, una creación que lo puso en el disparadero. Para terminar de dar el paso hacia la destrucción, hacia el abismo nuestro de cada día, sólo necesitó esta sinfonía quinta a pesar de que fuera un éxito absoluto. Expliquémonos: compuesta durante lo que los soviéticos llamaban, con no poca razón, “La Gran Guerra Patriótica” y nosotros conocemos más amplia y desapasionadamente como Segunda Guerra Mundial, su estreno tuvo lugar el 13 de enero de 1945, cuando el Ejército Ruso había pasado a la ofensiva final sobre lo que habían sido los dominios de los nazis. Aunque Prokofiev había dedicado esta sinfonía “a la grandeza del espíritu humano”. No lejana en su intención a la Quinta Sinfonía de Shostakovich, dedicada a Leningrado y estrenada bajo las bombas, la de Prokofiev se vio acompañada, antes de que empezara a sonar la orquesta, por un rítmico cañoneo que retumbaba no demasiado lejos y que celebraba que los soviéticos habían cruzado el Vístula en su avance sobre Polonia.
Bajo la alegría pueril, algo ominoso late
En su último movimiento, “Allegro giocoso”, se encuentra lo que Alex Ross llama un “runrún de engranajes. Es posible que este pasaje se concibiera como un reflejo de la imagen que tenía Stalin de los ciudadanos soviéticos como dientes de una gran máquina, pero acaba dando lugar a una conclusión extrañamente gélida para la narración de una aparente victoria”. Esta sinfonía, convertida en la más grande, la más beethoveniana de su autor, en la más popular y perecedera, tuvo en su estreno la presencia del pianista soviético Sviatoslav Richter (permitan una acotación genealógica, anecdótica y prescindible: estaba emparentado con la que fue la esposa de Sabato, Matilde Kuminsky-Richter), que recordaba el momento de la apoteosis final, y terminal, del compositor: “Cuando Prokofiev se puso en pie parecía como si la luz cayera sobre él desde lo alto. Allí estaba, como un monumento sobre un pedestal”. Él, que aceptó regresar a la Unión Soviética para convertirse en poco menos que el compositor oficial del régimen, sufriría una rápida y terrible decadencia. Antes de que ese mes de enero, que viera su triunfo definitivo, un ataque de hipertensión lo derribará, causándole una conmoción cerebral de la que no se recuperará del todo. El 10 de enero de 1948, el Politburó le acusará, justificando esa repulsa de forma especial en esta quinta sinfonía, de “desviaciones formalistas y tendencias musicales antidemocráticas extrañas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”. Diez días después, su esposa será detenida y deportada a un campo de trabajo, al Gulag, acusada de espionaje por el simple hecho de enviar dinero a su madre, residente en España. La muerte definitiva de Prokofiev coincidió, separada por unas horas, de la de Stalin. Ante la importancia de la inmovilidad del gran y supremo engranaje, poca atención recibió la de ese hombre destrozado y solo entre los dientes de acero.
Artículo publicado en diario Sur el 1 de octubre de 2011
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