Espoiler: todos mueren. O casi todos. En regiones de Argentina, Chile, Australia, Nueva Zelanda, incluso Paraguay, quedarán un puñado de supervivientes. De aquellos que envidiarán a los muertos.
Este libro, frío, riguroso, maniático y exasperante en su recuento de minutos, sirve curiosamente para perderle el miedo a lo que desde hace décadas está en el horizonte. Yo mismo llevo años haciendo cálculo de dónde resguardarme según llegue el aviso (ya ven: lo más factible sería el cuarto nivel de un aparcamiento subterráneo para terminar muriendo junto a un hipogeo fenicio). Ahora deshago todos los planes, olvido las contraseñas acordadas con mi esposa para garantizar la seguridad mutua: ahora sé que todas esas quimeras masoquistas son innecesarias. No queda esperanzas después de leerlo. Aunque sea Corea del Norte quien aquí comienza la guerra, seguidamente se implica Rusia que es quien termina por aniquilar el planeta por defectuosos sistemas de detección y por la incapacidad de Estados Unidos de comunicar con claridad que la represalia, aunque atraviese sus cielos, va dirigida contra el agresor. Todo ello en dos horas desde que es lanzado el primer misil norcoreano con destino Washington aunque antes llegará otro dirigido contra una central nuclear en California.
Todo lo que aquí se cuenta, se imagina, se basa en entrevistas con científicos, militares y políticos occidentales que han participado en el desarrollo del poder nuclear actual. Que aunque es numéricamente inferior en cabezas al de la anterior Guerra Fría, es ahora más impredecible por la irrupción de potencias nucleares menos previsibles (Corea del Norte, Irán, Paquistán, India, Israel). Todo aquí es verosímil. E incluso inevitable. Sea como sea, no moriré junto a un hipogeo fenicio. Mejor así.