jueves, 18 de noviembre de 2021

Lecturas: Diario del asco (Isabel Bono)

 

Mateo tiene una marca de un corte en una muñeca. Mateo quiere morir. Mateo vive. Mateo se deja vivir. Mateo está vivo. Mateo sobrevive. Todas estas frases son verdaderas y pueden mezclarse al gusto. Mateo es parte de una familia en la que el suicidio es común. Hay estudios que indican un factor genético: si alguien de tu entorno lo ha probado o consumado, te queda, tras la perplejidad, tras lo que en palabras de Discépolo era el asombro de perderte y no morir, la enseñanza de que esa solución vital, letal, es válida. Es a fin de cuentas lo que le pasa a Mateo, el protagonista de esta novela de Isabel Bono.



Antes de pasar más adelante, permítanme una declaración subjetiva: hay libros que te pueden salvar la vida, que te saquen de la oscuridad: éste es, para quien esto redacta, uno de ellos.

Prosigamos. El caso es que Mateo, hondamente querible en su vida rutinaria y automática, tiene a su alrededor la muerte voluntaria de su su madre, el intento consigo mismo, la de un amor hipotético y ya imposible. Todo esto lo experimenta con tristeza, una tristeza palpable, firme, irrevocable:

Imagina una casa vacía

:ahí estás tú

Imagina un mundo vacío

:ahí estás tú

Mateo tiene los rasgos, la expresión, en la mente del lector de Buster Keaton, Pamplinas. Serio, triste, imperturbable, patético. Cómico. En su mundo nada cambia, y el recuerdo es un tóxico que más vale rehuir. Duele. Mata. Mejor seguir adelante. Vivo, pero no viviendo. Dejando que el tempo, ese asesino sigiloso y lento, se ocupe de todo. Es profesor de autoescuela pero eso no importa. Como tampoco su edad, 51 años. Ni la terapia inútil con una psicóloga. Ni su fracaso amoroso, con una esposa que es no del todo enemiga ni tampoco protectora pero que es ruptura y fuga. Ni la familia rota con un hermano ausente y adverso. Llevado a vivir con su padre tras el suicidio materno, algo que evita el suyo propio, esa convivencia de mesita para dos en la cocina, de pinzas de ropa y cerrar ventanas cuando llueve, no mitiga la soledad de Mateo ni la del padre. Que va evaporándose, sumiéndose en la demencia y en el infierno secreto de una residencia.



Siempre vuelvo al momento antes de la muerte de mi madre. Mi madre cayendo. ¿Conciencia o inconsciencia en el momento de llevarlo a cabo, aunque la decisión haya sido tomada inconscientemente? ¿En qué momento se arrepiente uno y ya no se puede echar atrás? Momento de soledad absoluta. El cuerpo reacciona y se agarra por muy meditada que fuese aquella decisión. Estoy seguro.

En este pasaje está una de las claves de la novela y del personaje, ese aferrarse a la barandilla, al paso de las horas, que ya es sabido que todas hieren pero la última mata. En su pequeña vida cotidiana de baldosas y portales puede hallarse el infierno, que es la conciencia, o la salvación de quien vive en pleno e inmóvil naufragio. A lo más, la irrupción de una joven vecina, Micaela, cronopio ejemplar si recurrimos a la taxonomía cortazariana, sirve para mitigar esa angustia, ese asco, esa tentación de seguir los pasos de otros hacia la ceniza. Ma non troppo.

Pero es caprichoso el destino, la alegría dura poco en la vida del triste. Y ahí surge el milagro: un episodio final inesperado que no cuenta nada extraordinario, no ofrece un giro de argumento, no es un tachán, ni siquiera supone una esperanza en la vida de este Bartleby perpetuo que siempre preferiría no hacer nada. Y que atañe al hermano. Ese capítulo final, sencillo y simple, equivale a una partita para violín de Bach, o a mi amado Erbarme dich, mein Gott del mismo. O el equivalente al Retorno del hijo pródigo de Rembrandt, en el que no vemos el rostro del perdonado pero sí, tan expresivas, las manos del padre sombre sus hombros.



Es ésta una historia de redención íntima, de ajustar cuentas no con el pasado sino con el presente, pues Mateo sabe que es lo único que existe. Una historia extraordinaria en su cotidianeidad chata y su realidad mansa por mucho que esté teñida de luto y amarguras. Como Vonnegut (el Vonnegut que Isabel Bono tiene encumbrado en su devocionario personal –y yo también-), Bono ha ido más allá de las circunstancias y ha sabido mirar con compasión a ese personaje pasmado y adorable que es Mateo que, al fin y al cabo, somos todos y cada uno de nosotros.

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