Ganó el Premio Planeta con esta novela, en 2010, Eduardo Mendoza antes de ser Premio Cervantes en 2016. Lo que podría -y puede- interpretarse como un libro de encargo, de "mira, te vamos a dar el Planeta si te presentas, ya tú sabes". Y Mendoza, con todo el oficio del mundo y algo de astucia, decide llevarse el dinerito y el subidón de fama popular con una historia situada en el Madrid de 1936, el de la primavera trágica de 1936. Violencia desatada, asesinatos y provocaciones entre fascistas y socialistas y comunistas (¿les suena esto último?). Pero no. La riña de gatos del título queda en un tiroteo entre policías y falangistas, un intento de asesinato contado bastante pobremente y poco más. Eso sí, se incluyen vistosos cameos de Mola-Franco-Millán Astray e incluso, en una escena con poca lógica, de Manuel Azaña. Y otra, con más tino, de Nicerto Alcalá Zamora. Todo aquí se limita a una inteligente trama en torno a una pintura desconocida de Velázquez (resuelta de la peor manera), un tonteo sentimental, unas gotas de serie negra (y no de la buena) y un trasfondo histórico insuficiente. Porque si colocas lo de Madrid 1936 en el título es porque ese dato es necesario, es importante. Pero no. Casi co-protagonista es aquí José Antonio Primo de Rivera, retratado con cierta simpatía hasta que el narrador cae en esta infamia, digna de un indocumentado: Anduvieron abrazadas hasta un banco de hierro situado bajo una pérgola y alejado del que todavía conservaba huellas del paso reciente de un bebé indispuesto; se sentaron y Paquita abrió su corazón a Lilí, refiriéndole todo lo que en esencia el lector ya sabe: su amor por José Antonio y la decidida oposición del duque a permitir una unión que sabía de antemano sembrada de peligros y sinsabores y la noble aceptación de dicho mandato por parte de José Antonio, imbuido del papel que le tenía reservado la Historia y consciente de estar predestinado a una muerte heroica y prematura; si bien esta renuncia varonil venía sustentada en buena medida por el hecho de que él, además de ser un paladín de la patria y un aspirante a mártir, era un redomado putero. Por otra parte, aunque José Antonio era sensible a las justas demandas de la mujer moderna y no había tenido empacho en incorporar a su ideario una cumplida respuesta a la cuestión, su percepción del problema era sólo intelectual. En la práctica, jamás habría accedido a mantener una relación socialmente inadmisible con la mujer que amaba: era un revolucionario en muchos aspectos, pero también era defensor acérrimo del rancio catolicismo indisociable de la esencia de España.
Se comprende todo, se admite todo. No soy falangista ni mucho menos, fascista. Pero se supone que para escribir una novela con personajes históricos éstos tienen que ser fieles a su carácter testimoniado por los cronistas y biógrafos. Pero no, se prefiere soltar ese chafarrinón, esa palabra, putero, ese adjetivo reforzante, redomado. Además, las amadas de Primo de Rivera fueron (no vivió lo suficiente para que fueran más) Cristina de Arteaga (metida a monja en vida de José Antonio), Pilar Azlor de Aragón, duquesa de Luna, y, en el momento que recoge la novela, marzo de 1936, la princesa Elizabeth Bibesco (hija de lord Asquith, ex primer ministro británico). Demasiado atareado Primo de Rivera para caer en esos desahogos que se le achaca. Además, la novela gira, aparte de la trama del hipotético Velázquez y el especialista inglés encargado de autentificarlo, en torno a los amoríos de José Antonio con una caprichosa duquesita, hija del de Igualada. Todo ello, en una trama inconsistente, lleva a que la detención final de Primo de Rivera, el 14 de marzo de 1936, obedezca, incongruentemente, a una motivación sentimental.
Con todo, se lee con placer este libro si olvidamos cuanto realmente sabemos de aquella época, aquel Madrid sangriento. No en vano, es una ficción. Está bien. Ay, pero eso de putero...
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